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Lucy Gordon: Ganar una Esposa

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Lucy Gordon Ganar una Esposa

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Había perdido su tierra… ¡pero había ganado una esposa! Rinaldo Farnese y su hermano Gino acababan de descubrir que una inglesa llamada Alexandra había heredado parte de sus propiedades. Parecía haber sólo una solución para no perder la tierra: lanzarían una moneda al aire y el ganador se casaría con Alexandra. Gino era un hombre encantador, pero sólo salían chispas cuando Alex y Rinaldo se miraban… Él parecía odiarla, pero tampoco podía negar la atracción que había entre ellos.

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Y ahora aquello.

Rinaldo perdió la noción del tiempo. Veía a su padre, Vincente, riéndose mientras lanzaba a Gino al aire.

– ¿Recuerdas cuando te lo hacía a ti, Rinaldo? -le preguntaba-. Pero ahora eres un hombre.

Entonces él tenía ocho años y su padre sabía qué decir para que no tuviera celos de su hermano menor.

Su padre… Un hombre que había creído que el mundo era un sitio maravilloso porque tenía un corazón lleno de amor y generosidad.

Su padre, su aliado en un montón de travesuras infantiles.

– No se lo diremos a mamá, no te preocupes.

Pero a esas imágenes las seguía otra, una que él no había visto pero imaginaba: su padre riendose de la broma que le había gastado a sus hijos y, particularmente, a su hijo mayor.

Vincente no vio el peligro, de modo que no hubo advertencia, no hubo ningún aviso. Rinaldo siempre había querido a su padre, pero en aquel momento le resultaba difícil no odiarlo.

La oscuridad empezaba a dejar paso a la luz rosada del amanecer. Había caminado varios kilómetros y era hora de volver para enfrentarse a la mayor pelea de su vida.

Capítulo 2

Rinaldo Farnese por fin apartó los ojos de la mujer que era su mayor enemigo. Había notado, desapasionadamente, que era guapa y sofisticada, un detalle que habría aumentado aún más su ira si hubiera sido posible. Todo en ella confirmaba sus sospechas, desde el cabello rubio al elegante traje de chaqueta.

Había llegado el momento de que familiares y amigos dijesen unas palabras en el funeral. Eran muchos porque Vincente Farnese había sido una persona muy querida. Algunos eran personas mayores, compañeros de juerga, que se pasaban el día bajo el sol de la Toscana, bebiendo y recordando los buenos tiempos.

Había también mujeres maduras, con muchas de las cuales su padre mantuvo algún tipo de relación.

Y, por fin, estaban sus hijos. Gino habló, emocionado, recordando la alegría de su padre, su buen carácter:

– Tuvo una vida dura, trabajando muchas horas para que su familia prosperase. Pero eso nunca lo amargó. Y hasta el final de sus días, nada le gustó más que una buena broma.

Gino se quedó en silencio y un escalofrío pareció recorrer a los congregados. Ya todos conocían la última «broma» de Vincente Farnese.

El rostro de Rinaldo no reveló sus sentimientos mientras daba un paso adelante para tomar la palabra:

– Mi padre era un hombre que sabía ganarse el amor de los demás. Eso queda probado por la presencia de sus amigos aquí hoy. Es lo que se merece. Y os agradezco a todos que hayáis venido para despediros de él.

Eso fue todo. Parecía como si le hubieran arrancado esas palabras contra su voluntad.

El grupo empezó a disgregarse. Rinaldo miró a Alex un momento y luego se dio la vuelta.

– Espera -dijo Gino, tomándolo del brazo.

– No.

– Tenemos que conocerla queramos o no. Además… es guapísima.

– Estamos en el funeral de papá, Gino. Ten un poco de respeto -lo regañó su hermano.

– A papá no le importaría. Es más, habría sido el primero en piropearla. ¿Habías visto alguna vez una belleza así, Rinaldo?

– ¿Te gusta? Pues me alegro por ti. Así el trabajo te será más fácil.

Gino miró al abogado de la signorina Dacre y le hizo un saludo con la cabeza antes de acercarse.

Alex estaba pendiente de sus movimientos. Gino Farnese era un hombre guapo. Incluso vestido de negro, desprendía alegría. Y no sólo por su edad; esa alegría debía de estar en su naturaleza.

– Gino, esta es la signorina Alexandra Dacre -los presentó Isidoro-. Enrico era su tío abuelo.

– He oído hablar de la señorita Dacre -sonrió él.

– Empiezo a pensar que toda Florencia ha oído hablar de mí -ella le devolvió la sonrisa.

– Toda la Toscana. Esto no pasa todos los días.

– Supongo que no sabía nada -dijo Alex.

– Nada en absoluto hasta que el abogado leyó el testamento -dijo Gino.

– Y supongo que no habrá sido una sorpresa muy agradable. Me extraña que quiera saludarme.

– No es culpa suya. Pero tenemos que hablar.

– Sí, tenemos que hablar -asintió ella-. ¿He hecho mal viniendo al funeral de su padre? Quizá no debería… pero lo he hecho con la mejor intención.

– Sí, ha hecho mal -dijo una voz entonces-. ¿Por qué ha venido?

– Rinaldo, por favor -murmuró Gino.

– No, tiene razón -se apresuró a decir Alex-. Ha sido un error. Es mejor que me vaya.

– Pero hemos organizado una recepción en el hotel Favello. Enrico era el mejor amigo de mi padre y usted es su sobrina. Tiene que venir.

– No sé si debo.

Rinaldo la fulminó con la mirada antes de alejarse.

– El hotel no está lejos. Venga conmigo -suspiró Gino.

– No hace falta, me alojo allí. Nos veremos en la recepción.

– Muy bien.

Alex dejó escapar un suspiro cuando el joven se reunió con su hermano.

– ¿Vienes conmigo a la recepción, Isidoro?

– Si vas a meterte en la boca del lobo tendré que acompañarte -dijo el hombre, resignado.

– Vincente Farnese tenía muchos amigos, ¿no?

– Sí, era un hombre muy querido. Pero en la recepción también habrá buitres esperando quedarse con un pedazo de la herencia. Cuidado con un hombre que se llama Montelli. No tiene escrúpulos y si Rinaldo te ve hablando con él…

– ¿Qué? -lo interrumpió Alex-. Tengo la impresión de que ese hombre se enfadará conmigo haga lo que haga. ¿Has visto cómo me ha mirado?

– Sí, lo he visto. Por eso te advierto.

El hotel era un edificio renacentista que había pertenecido a la familia Favello durante siglos y que, a pesar de haber sido convertido en hotel de lujo, seguía manteniendo ese aire de casona antigua.

Alex subió a su habitación con intención de darse una ducha. El mes de junio en Florencia era más caluroso que el de agosto en Londres y se sentía incómoda y pegajosa. Pero no podía ducharse si quería llegar a tiempo a la recepción. De modo que se arregló un poco el maquillaje y se contempló en el espejo. Estaba inmaculada, como siempre.

Habría sido una exageración vestirse de negro por un hombre al que no conocía, pero llevaba un traje de lino azul oscuro, adornado únicamente por un broche de plata. Como hacía mucho calor, se quitó la chaqueta y bajó al vestíbulo del hotel.

Se alegró al ver que la sala donde tendría lugar la recepción estaba llena de gente; así podría pasar más o menos desapercibida.

Isidoro le hizo señas con la mano.

– Los que te miran desde la esquina son los parientes de Enrico.

– ¿También están enfadados conmigo?

– Por supuesto. Ellos esperaban heredar más.

– Así que voy a recibir disparos por ambas partes -suspiró Alex.

– Esto es Italia -sonrió Isidoro-. La cuna de las peleas de sangre. Cuidado… aquí vienen.

Dos hombres y una mujer se acercaron para saludarla, no abiertamente agresivos, pero sí cautos. El mayor le dijo que «tenían asuntos que discutir».

Alex asintió y el grupo se dio la vuelta. Pero tras ellos había un hombre muy alto de mediana edad que se presentó como Leo Montelli y le dijo que «cuanto antes hablasen, mejor».

Después de él llegó el propietario de una finca que lindaba con la granja de Farnese y luego el director de un banco.

Una cosa estaba clara: todo el mundo sabía quién era y por qué estaba allí.

Y quien mejor lo sabía era Rinaldo Farnese, que la estudiaba atentamente. Su rostro era inescrutable, pero Alex tuvo la impresión de que estaba tomando notas sobre ella.

– Isidoro, me voy. No me encuentro cómoda.

– ¿Quieres que prepare una entrevista con los Farnese?

– Sí, bueno… como quieras. Pero yo me voy.

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