– ¿Por eso se casó Rinaldo, para tener a alguien en la cocina?
– No, no, estaba loco por ella -contestó Gino-. Yo entonces tenía diez años y Maria era una gran cocinera… bueno, a esa edad era lo único que me importaba. Y Rinaldo era feliz. Era un hombre feliz -añadió, pensativo.
– ¿Qué pasó?
– Maria murió en el parto dieciocho meses después de la boda.
– Qué pena -murmuró Alex-. ¿Cuándo fue eso?
– Hace quince años.
– Debió de ser terrible para él.
– Sí, horrible. Rinaldo no estaba allí cuando ocurrió. Nadie esperaba que Maria se pusiera de parto a los siete meses y él estaba en Milán, comprando maquinaria para la granja… Yo estaba en el hospital cuando llegó y nunca olvidaré su expresión. Era como si se hubiera vuelto loco. Cuando el médico le dijo que María había muerto, entró en la habitación y se abrazó a ella… El niño estaba vivo, pero no pudo abrazarlo siquiera porque lo habían metido en una incubadora. Murió un par de horas después.
– Qué horror.
– Sí. Mi hermano se quedó como en trance y durante el funeral parecía como si no supiera lo que estaba pasando. Desde entonces, no ha vuelto a hablar ni de Maria ni de su hijo. Si yo digo algo, me interrumpe. Es como si una parte de él hubiera muerto con ellos.
– Ya, entiendo. Y supongo que nunca habrá vuelto a casarse.
– No, claro que no. No se arriesgaría a pasar por eso otra vez.
– Pero eso es imposible. Nadie tendría tan mala suerte.
– Ya, pero… Desde que Maria murió, Rinaldo se ha dedicado a la granja en cuerpo y alma.
– ¿Y tú?
– Teóricamente, tengo la misma autoridad que mi hermano, pero no es verdad. Además, él es el mayor.
Alex se mordió los labios. La tragedia de Rinaldo Farnese ponía todo en perspectiva; su actitud grosera, su hostilidad… Lo imagina de joven, el día que perdió a su mujer y a su hijo, desesperado, con el corazón roto…
– ¿Quieres que volvamos al hotel? -preguntó él.
– Sí, por favor. La verdad es que estoy un poco cansada.
En la puerta del hotel, Gino tomó su mano.
– Te pediría que volviéramos a vernos, pero pensarías que lo hago por orden de Rinaldo, así que no lo haré.
– Eso es muy inteligente por tu parte -sonrió Alex.
– Puedo llamarte, ¿verdad?
– Sí, pero no mañana.
Gino asintió. Luego se inclinó un poco y le dio un beso en la mejilla.
Gino entró en la casa intentando no hacer ruido, pero no sirvió de nada.
– Buenas noches -dijo Rinaldo, sin levantar la mirada de la pantalla del ordenador.
– ¿No podías dormir?
Su hermano no contestó. Volviéndose en la silla, estiró las piernas y se cruzó de brazos.
– Pareces el gato que se comió al canario. Y espero que el canario fuera sabroso.
– No seas grosero.
– Y también espero que no hayas olvidado que estabas allí con un propósito. No ibas a pasarlo bien, Gino. Se supone que ibas a neutralizar una amenaza.
– Alex no es una amenaza -replicó él.
– Ah, estupendo, te ha conquistado. Pues recuerda que es la mujer que estaba negociando con Montelli en el funeral de papá.
– No estaba negociando. Montelli ha vuelto a intentarlo hoy y ella lo ha mandado a paseo. Lo he visto con mis propios ojos.
– ¿Ha ido al hotel?
– Estaban en la cafetería cuando llegué. Montelli la tenía agarrada del brazo y ella lo amenazó con darle una bofetada.
– Claro, porque te había visto.
– No me había visto, Rinaldo.
– Yo conozco a las mujeres mejor que tú, Gino. Y, evidentemente, eres una causa perdida. ¿Qué ha hecho, pestañear, mirarte con sus ojitos azules?
– No son exactamente azules -dijo Gino entonces-. Son más bien… violetas.
– Pues a mí me parecen de un azul corriente y vulgar.
– A lo mejor no has mirado bien.
– Los he mirado con recelo, que es como hay que mirarlos -replicó Rinaldo.
– No sé, a lo mejor era el vestido. Se ha puesto un vestido de seda con un escote en la espalda que… -empezó a decir Gino.
– No quiero saber nada más -lo interrumpió su hermano-. Estás haciendo el tonto…
– Si quieres decir que estoy hechizado, me declaro culpable.
– Hechizado… ¿tú estás loco? Te envío a una misión y vuelves enamorado como un crío. Seguramente ahora mismo se está riendo de ti. De hecho, no me extrañaría nada que hubiese llamado a Montelli en cuanto te fuiste.
– Estás decidido a pensar lo peor, ¿verdad?
– Tengo mis razones.
– No sabes nada sobre ella, Rinaldo. Eso son prejuicios…
– ¿Y es culpa mía?
– Claro que sí. ¿Por qué no le das una oportunidad?
Su hermano dejó escapar un suspiro.
– No depende de mí. Estamos en sus manos y eso es lo que me vuelve loco.
– No te preocupes. Alex está loca por mí y yo por ella. A partir de ahora, todo va a salir bien.
Alex había oído muchas veces eso de que Italia era mágica, pero era una persona práctica y pensaba que sólo sería una noción romántica.
Ahora estaba descubriendo que lo de la magia era real.
Quizá se debiera a la luz, que intensificaba todos los colores. O quizá fuera la ciudad de Florencia, con sus edificios medievales, donde las calles de piedra se mezclaban con las modernas calzadas.
Intentaba no dejarse seducir por la belleza de la ciudad, pero era imposible… Sin embargo, sólo había ido allí para conseguir su dinero y en cuanto lo hiciese volvería a Londres, donde la esperaban acciones de la empresa y su boda con David. En otras palabras, su vida real.
Pero le parecía menos real de repente. Y no tenía prisa por volver. David le había dicho que se tomase el tiempo que hiciera falta, y quizá fuera mejor quedarse unos días más de lo previsto…
Sí, haría eso.
Así que al día siguiente apagó el móvil, alquiló un coche y tomó la autopista que llevaba a Fiesole.
Después de caminar por sus calles de piedra durante horas, encontró un restaurante con terraza y tomó un café, observando los cipreses y las elegantes casas del valle.
– Está en buena compañía -dijo una voz tras ella.
Rinaldo había aparecido de repente. Pero aquel día no había antagonismo en su expresión.
– ¿En buena compañía?
– Sus escritores ingleses, Shelley y Dickens, una vez admiraron este valle. Ahí abajo está la villa de Lorenzo de Medici.
– ¿Ah, sí?
– Este pueblo es conocido como «la madre de Florencia». Mire alrededor y verá por qué.
Alex lo vio de inmediato. La ciudad de Florencia, a unos ocho kilómetros de allí, se veía desde la terraza. La cúpula del Duomo destacaba entre los demás tejados.
– ¿Qué hace aquí? -preguntó Rinaldo entonces.
– ¿Necesito permiso?
– En absoluto. Pero usted es una mujer de negocios. Hay cosas que resolver y, sin embargo, aquí está, perdiendo el tiempo.
Alex no era una gran aficionada a la poesía, pero aquella vez no se pudo resistir:
– ¿Qué sería de esta vida, llena de cuitas, si no tuviéramos tiempo para admirar un hermoso paisaje?
– ¿Quién escribió eso? -preguntó él.
– Un poeta inglés.
– ¿Un inglés?
– Sí, un inglés. ¡Horror, espanto! Puede que ahora tenga que cambiar de opinión sobre los ingleses.
– No esté tan segura.
– Usted cree que estoy haciendo tiempo para recibir la mejor oferta, que voy a venderlos a la primera oportunidad. Y se equivoca.
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