– Cállate -ordenó.
Su beso fue cuanto ella deseaba: fiero, furioso y desesperado. Correspondió, pero sólo a medias.
– ¿Estás contento conmigo? -dijo cuando pudo hablar-. ¿Impresioné a tus invitados?
– Malditamente demasiado -masculló él. Ella se rió y él apartó los labios.
– Me he divertido. Tenemos montones de invitaciones a cenar. Todos quieren que me lleves de visita.
– Que sigan queriendo.
– ¡Tonterías! Piensa en cuántos negocios harás.
Era verdad y eso lo inflamó aún más.
– Bájame la cremallera -dijo ella, volviéndose.
Él la bajó del todo. El fantástico vestido negro se abrió, revelando su cuerpo. Ella pareció no notar su reacción mientras se deshacía del vestido.
– Estoy más que lista para irme a dormir -le dijo-. Buenas noches.
– ¿Buenas noches? -le dio la vuelta-. ¿Esperas que me vaya tras tu actuación de esta noche?
– No fue más que eso, una actuación. Para complacerte, he dejado que los hombres me piropearan, me estrecharan entre sus brazos y besaran mi mano, pero sólo sentí aburrimiento. Es increíble lo aburrido que puede ser un hombre.
– Pero no siempre actúas, ¿verdad? -la retó él.
Puso una mano sobre uno de sus senos, retándola a no sentir nada. Fue una caricia suave, casi tierna. Era peligroso. Hacía que fuera más como el hombre que amaba, y ella quería acabar con ese amor.
– ¿No podemos tener nada para nosotros? -susurró él contra su cuello.
– Tenemos algo -sonriente, jugó su as. Agarró su mano y la deslizó hasta ponerla en su vientre-. Tenemos esto, ¿lo has olvidado?
Era verdad que lo había olvidado. Deslumbrado por ella, tenso de deseo frustrado y enfurecido por su indiferencia, había dejado de verla como madre.
Comprenderlo hizo que se detuviera. Ella había agitado la varita mágica y había pasado de sirena a matrona que llevaba a su hijo dentro.
– Tienes toda la razón -dijo con voz entrecortada-. Te dejaré en paz -recogió los diamantes-. No te preocupes, no volveré a molestarte. Buenas noches.
Elise miró la puerta como si esperase que volviera abrirse, pero sabía que sería así. Lo había vencido.
Sin embargo, era una victoria vacía.
Al día siguiente, Vincente regresó temprano del trabajo; Elise no estaba y nadie sabía dónde encontrarla. Mario, el chofer, tenía poco que decir.
– Llevé a la signora a la ciudad, al Vaticano. Me dijo que me marchara y que llamaría cuando quisiera que fuese a recogerla. Eso fue hace unas horas.
– Seguirá en el Vaticano -intentó tranquilizarlo su madre-. Es un sitio enorme.
– Seguro que sí, Mamma -habló con serenidad, pero por dentro era un torbellino. No creía eso ni un segundo. Elise había esperado a que Mario se marchase para luego ir a su verdadero destino, dondequiera y con quienquiera que fuese.
La recordó bailando con Cario Vansini, y luego charlando sonrientes con las cabezas juntas.
Cuando volviera, si volvía, negaría haber estado con Cario. Y él la mataría.
– Perdona, Mamma , ¿qué has dicho?
– He dicho que acaba de llegar, en taxi.
Él salió a tiempo de ver cómo pagaba al taxista. Ella lo saludó con la mano, sonriente. Estaba bellísima y sospechosamente contenta.
– Mario dice que quedaste en llamarlo -dijo con voz fría.
– Cierto. Pero pasaba un taxi y decidí usarlo.
– ¿Has pasado buena tarde?
– Maravillosa, gracias -suspiró, feliz.
Él agarró su brazo y le hizo entrar a la casa.
– Quiero saber dónde has estado -masculló.
– Pareces del siglo XIX. Sí, señor. No, señor.
– He dicho que quiero saber dónde has estado y con quién.
– He pasado la tarde en mi piso -contestó ella, con una mirada que podría haber sido de lástima.
– ¿Sola?
– No, con Cario Vansini.
– ¿Te atreves a admitirlo con tanto descaro?
– ¿Qué tiene de descarado? -preguntó ella con aire inocente-. Vender una propiedad es una ocupación respetable.
– ¿Vender…?
– ¡Ojalá pudieras ver tu cara, Vincente! Le he vendido el piso a Cario. Era exactamente lo que buscaba. Anoche me dijo que quería independizarse. Vivir con su madre le agobia.
Vincente se había quedado sin habla.
– Le dije que vendía un piso -siguió ella-, y quedamos en vernos allí esta tarde. Le encantó.
– ¿Allí es donde has estado?
– Claro. ¿Qué pasa?
– ¿No se te ocurrió decírmelo antes?
– ¿Por qué iba a hacerlo? No necesito tu permiso.
No había sido por eso, y ambos lo sabían. Le había hecho pasar un infierno para divertirse.
– Además, no quería arriesgarme a que espantaras a otro comprador -añadió.
– ¿Por qué iba a hacerlo? Las cosas han cambiado.
– En realidad no. Sigues intentando controlarme. El dinero de la venta supone mi independencia y la tendré, no te equivoques. Cario y yo fuimos a la agencia y pedimos que realizaran la venta cuanto antes. Recibiré el dinero en una semana. Entonces pagaré mis deudas, incluso las que tengo contigo.
– No me debes nada.
– No es cierto. Después, fui al abogado y se le escapó que habías pagado facturas pendientes de Ben. Has sido muy generoso… -no sonó como si lo creyera de verdad- pero te devolveré cada penique con intereses. Me quedará bastante para montar un negocio cuando acabe el curso de diseño de moda.
– ¿Negocio? Yo puedo comprarte cuanto desees.
– Lo que más deseo es algo que tú no puedes comprarme, Vincente. ¿No lo sabes aún?
Eso lo silenció y ella se apartó.
– Quiero mi independencia, mi libertad. Seguiré aquí. Tendrás tu esposa y tu hijo, pero yo seré libre.
Él no contestó, parecía estar reflexionando.
– ¿Cómo pudiste pensar… lo que pensaste?
– Porque no te conozco. Ya no sé quién eres.
– Nunca lo supiste. Al menos ahora lo reconoces. Por cierto el agente inmobiliario me dio un mensaje para ti. Tiene un comprador para tu piso.
– Bien.
– Ahora estamos en paz. Tú tampoco me dijiste que ibas a venderlo.
– ¿Decírtelo? ¿Para que te rieras de mí? -dijo él con un destello de humor.
El alivio que sentía lo estaba volviendo loco.
– No haría eso. ¿Cuándo lo pusiste en venta?
– El día que accediste a casarte conmigo.
– No tenías por qué venderlo. Si es por la broma…
– ¿Sobre las orgías que podía organizar allí? No tengo ningún deseo de eso. Ahora soy un devoto hombre de familia -añadió con voz cargada de ironía.
– ¡Ah, sí! El empresario despiadado y hombre de mundo sienta la cabeza. Te felicito.
– No seas estúpida. Ahora lo único que quiero es a ti y a nuestro hijo.
– Y nos has adquirido a conciencia. Bien hecho.
Él pensó que era como discutir con un muro de acero. Pero sólo podía culparse a sí mismo.
Ambas ventas fueron rápidas y, tras insistir, Vincente aceptó el dinero que le debía. Quedó suficiente para que ella sintiera que podía tener su propia vida.
La vida en el palazzo era mejor de lo que había esperado, sobre todo porque su suegra la adoraba. Cuando sufrió un mareo, fue Elise quién la confortó hasta que llegó el médico. Y fue Elise quien prometió no molestar a Vincente y rompió la promesa, que en ningún momento pensó cumplir, telefoneándolo.
Por suerte, estaba en la oficina y regresó a casa de inmediato. Mamma regañó a Elise por desobedecer, pero sus ojos brillaban de afecto. Esa noche Vincente había llamado a su puerta.
– ¿Puedo entrar unos minutos? -preguntó.
Ella ya estaba lista para la cama, llevaba camisón y bata de seda, pero él no pareció fijarse en eso.
Читать дальше