Lucy Gordon - Salvado por una Ilusión

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Salvado por una Ilusión: краткое содержание, описание и аннотация

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El bebé que lo salvó…
En un viaje a Italia, Ferne Edmunds se quedó completamente deslumbrada por el alegre y encantador Dante Rinucci. Lo que no sabía era que a Dante le resultaba tan fácil vivir el momento porque cada día podía ser el último de su vida. Pero cuando Ferne descubrió que estaba embarazada, la oportunidad de ser padre le ofreció a Dante una razón para luchar y recobrar la ilusión.

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Entonces Dante volvió a mirarla y sonrió, levantándose con desgana y tendiéndole la mano.

– Vamos.

En la puerta del compartimento de Ferne, el se detuvo y le dijo:

– No te preocupes. Te prometo que todo saldrá bien. Buenas noches.

Ferne se deslizó silenciosamente en el compartimento para no despertar a Hope. En un segundo había subido la escalera y estaba acostada, contemplando la noche y preguntándose acerca del hombre que acababa de dejar. Le resultaba curiosamente agradable y pensó que no le importaría pasar más tiempo con él, siempre y cuando su relación fuese estrictamente superficial.

Pero no pudo darle más vueltas. El traqueteo del tren resultaba hipnótico y muy pronto se quedó dormida.

A la mañana siguiente, sólo hubo tiempo para un ligero aperitivo antes de que el tren llegara a su destino. Hope miraba ansiosa por la ventanilla, preguntándose cuál de sus hijos vendría a recibirlos.

Al final, los tres esperaban en la estación, saludándoles y haciéndoles gestos con las manos mientras el tren se detenía. Abrazaron a sus padres con entusiasmo, palmearon el hombro de Dante y miraron a Ferne con interés.

– Éstos son Francesco, Ruggiero y Primo -le explicó Toni-. No intentes adivinar quién es quién ahora. Haremos las presentaciones más tarde.

– Ferne ha sufrido un percance y se quedará con nosotros hasta que todo se solucione -dijo Hope-. En cuanto a mí, estoy deseando llegar a casa.

Durante todo el trayecto hasta la casa, Hope miró ansiosa por la ventanilla hasta que finalmente agarró a Ferne del brazo y le dijo:

– Mira, ésa es Villa Rinucci.

Ferne siguió su mirada hasta lo alto de una colina en la que se aposentaba una enorme villa que dominaba Nápoles y el mar. Quedó fascinada con el lugar: estaba bañado por el sol y parecía estar lleno de belleza y tranquilidad.

Estaba rodeada de árboles, pero se encontraba en un lugar elevado, como si despuntase entre ellos. Una mujer regordeta, seguida de dos jovencitas de pecho generoso, salió a recibir a los coches, saludando impaciente.

– Ésta es Elena, mi ama de llaves -le dijo Hope a Ferne-. Las dos chicas son sus sobrinas, que van a quedarse a trabajar un par de semanas, porque seremos muchos y habrá muchos niños. Llamé a Elena desde el tren para decirle que venías y que necesitábamos una habitación.

En el momento en que se detuvieron los coches, la puerta se abrió y condujeron a Ferne por las escaleras hasta el interior a través de una amplia terraza que rodeaba la casa.

– ¿Por qué no subes enseguida a tu habitación? -preguntó Hope-. Baja cuando estés lista y conocerás a estos granujas que llamo hijos míos.

Esos «granujas» sonreían encantados de volver a vera sus padres, y Ferne se retiró, entendiendo que querrían verse libres de su presencia por unos instantes.

La habitación era lujosa, con baño propio y una cama grande y confortable. Asomándose a la ventana, descubrió que daba al frente de la casa y que contaba con una maravillosa vista de la bahía de Nápoles.

Se duchó rápidamente y se puso un vestido azul claro, sencillo pero moderno. Al menos podría mantener la cabeza bien alta en la elegante Italia.

Escuchó risas abajo y, cuando miró por la ventana, vio a la familia Rinucci sentada alrededor de una mesa rústica bajo los árboles. Hablaban y reían de forma tan agradable que se sintió reconfortada.

Su familia había sido una familia feliz, pero poco numerosa. Era hija única, nacida de padres que a su vez eran hijos únicos. Dos de sus abuelos habían muerto pronto y los otros habían emigrado a Australia.

Su padre había fallecido y su madre se había ido a vivir con sus padres a Australia. Ferne podría haberse ido también, pero había preferido quedarse en Londres para dedicarse a su exitosa carrera, de modo que, si estaba sola y no había habido nadie que la escuchara tras romper con Sandor Jayley, la culpa había sido sólo suya.

Pero algo le dijo que Villa Rinucci nunca se quedaba vacía y se sintió encantada al contemplar aquella pequeña reunión.

Hope levantó la vista y le hizo un gesto, indicándole que se uniese a ellos, y Ferne se apresuró a bajar. Empezó a presentarles a los jóvenes: primero Primo, hijastro de su primer matrimonio, luego Ruggiero, uno de sus hijos con Toni.

Francesco se mostraba pensativo, como si su mente soportara alguna carga. Como los otros dos, la saludó cariñosamente, pero enseguida dijo:

– Será mejor que me vaya, mamma. Quiero llegar a casa antes que Celia.

– ¿No sospecha nunca por lo a menudo que eso ocurre? -preguntó Hope.

– Siempre, y me dice que deje de hacerlo, pero… -se encogió de hombros con resignación- lo hago de todas formas -y dirigiéndose a Ferne añadió-: mi esposa es ciega y se enfada mucho si ve que me preocupo demasiado por ella, pero es que no puedo evitarlo.

– Vete a casa -le dijo Hope-. Pero no dejes de venir mañana a la fiesta.

Él la abrazó cariñosamente y se marchó. Casi en ese mismo instante, apareció otro coche y de él descendieron dos mujeres. Una era morena y tan bonita que ni su barriga de embarazada eclipsaba su elegancia. La otra era rubia, guapa más que exótica, y venía acompañada de un niño pequeño.

– Esta es mi esposa, Olympia -dijo Primo, acercando a la embarazada para presentársela a Ferne.

– Y ésta es la mía, Polly -dijo Ruggiero, señalando a la joven rubia.

A esa distancia, descubrió que Polly también estaba embarazada, probablemente de unos cinco meses. La actitud de su marido hacia ella era protectora, y Ferne volvió a experimentar el agradable sentimiento que había tenido hacía un momento. El hecho de estar allí, entre gente que se sentía tan feliz estando reunida, le bastaba para sentirse así.

Pronto se hizo la hora de comer. Hope lideró el camino a casa para inspeccionar la comida que estaba preparando Elena, probarla y dar su opinión. En esto le ayudaron no sólo sus nueras, sino también sus hijos, que saborearon los platos y ofrecieron con franqueza su consejo… a veces con demasiada franqueza, como les advirtió su madre.

– Entonces es cierto lo que dicen sobre los hombres de Italiaobsevó Ferne divertida.

– ¿Qué es lo que dicen de nosotros? -le susurró Dante al oído-. Estoy deseando saberlo.

– Que sois unos cocineros extraordinarios. ¿Qué te creías que era?

Él suspiró desilusionado.

– Nada, nada. Sí, a todos nos interesa la cocina. No como a los ingleses, que sólo comen salchichas y puré de patatas -de pronto, él la miró de cerca-. ¿Qué pasa? -preguntó-. ¿Por qué pareces tan preocupada?

– Acabo de pensar que… quizás debía llamar al consulado. Puede que tengan alguna noticia.

– Esta tarde te llevaré a Nápoles e iremos al consulado. Pueden ponerse en contacto con el de Milán. Ahora, olvidemos la aburrida realidad y concentrémonos en cosas importantes… como pasarlo bien.

– Sí, vamos -dijo ella encantada.

Tal y como había prometido, Dante tomó prestado el coche de Toni después de comer y descendieron por la colina hasta las calles de la ciudad y su destino cerca de la playa.

No hubo buenas noticias: no habían recuperado ni el pasaporte ni las tarjetas de crédito.

– Considerando la rapidez con que se les informó, parece que alguien debió de hacerse con tus cosas -observó Dante-. Pero espero que no las hayan utilizado.

– Podemos hacerle un pasaporte provisional -dijo la joven del mostrador-, pero nos llevará varios días. Ahí hay un fotomatón donde podrá hacerse la foto.

– No hace falta, yo se la haré -dijo Dante. Y mirando al bolso de Ferne, añadió-: si me prestas la cámara.

Ella se la tendió.

– ¿Cómo estabas tan seguro de que la tenía?

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