Rebecca Winters - Casarse por deber

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Ella quería casarse… él necesitaba hacerlo
Piper Duchess se sentía como si el mundo entero se hubiera olvidado de ella. Sus dos hermanas estaban felizmente casadas con dos hombres maravillosos, mientras que Piper vivía en Nueva York con la sensación de que su vida era todo trabajo y nada de placer. Tenía que hacer algo, así que decidió que si no podía vencerlos… ¡debía unirse a ellos!
Sabía con quién quería casarse, el aristócrata Nic de Pastrana, que por cierto parecía necesitar su ayuda… De hecho, el futuro de su familia dependía de ello.

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– ¡No quiero la gratitud de nadie!

Piper prácticamente escupió las palabras. Lo único que ella quería era el amor de Nic, pero eso era imposible.

– Perdóname por haberte robado tu precioso tiempo, señorita Piperre -dijo encogiéndose de hombros mientras volvía a ponerse la chaqueta-. No es necesario que me acompañes a la salida.

Al pasar por su lado para abrir la puerta sus brazos se rozaron, provocando una corriente eléctrica a través del cuerpo de Piper.

– Asegúrate de devolverle el anillo a Jan antes de salir del edificio -le advirtió con voz quebrada.

– Por supuesto.

¡Cómo que por supuesto!

Los ojos le picaron al mirar como se cerraba la puerta tras él.

¿Cómo se atrevía a invadir su espacio como un arrogante noble español de los de antaño? ¿Acaso esperaba que sólo por su droit de seigneur cayera rendida a sus pies?

– Peligroso, ¡por favor! -Indignada, se giró y entró en la oficina de Don. El la miró.

– Algo me dice que voy a perder a mi socia. Como te dije antes, creo que hay algo fatal para las trillizas Duchess en los genes de los Varano.

– Te equivocas, Don. Se ha marchado. He venido a pedirte disculpas por haberte puesto en una situación tan embarazosa. Si no te importa, prefiero quedarme a trabajar en la hora de la comida.

Después de cerrar la puerta que separaba sus despachos, se dirigió hacia su mesa de dibujo. Volver al trabajo era lo único que la mantendría alejada del dolor.

Cuarenta y cinco minutos más tarde Jan entró en su despacho.

– Me voy a comer con Jim.

Piper se levantó y se dirigió al escritorio, donde guardaba el monedero. Después sacó un billete de veinte dólares que ofreció a su asistente.

– Toma. Os invito. Es mi forma de decirte gracias por haberme dejado tu anillo.

– No es necesario -Jan no hizo el menor gesto para aceptarlo-. Me alegro de haber podido ayudarte -después de un breve intervalo de duda, añadió-: ¿Te sirvió?

– No volverá a molestarme nunca más.

– Debes de ser la única mujer del mundo que no quiera que un tipo como ése la moleste.

– Sí, bueno. Pero puedes dejar de babear porque detrás de esa apariencia impresionante se esconde una mente maquiavélica. Es medio italiano, ¿sabes? Desde el primer instante en que subimos a bordo del Piccione el pasado junio, Greer desconfió de él. Odio admitirlo, pero sus presentimientos acerca de nuestro Don Juan trilingüe, resultan ser ciertos.

– ¿Trilingüe?

– Sí. Es capaz de seducir a una mujer en francés, italiano y español.

– Bromeas.

– En absoluto. Que yo sepa, habla con fluidez una media docena de lenguas romance y, entre sus otras actividades digamos, al margen de la seducción, es dueño de la filial hispano-portuguesa del Banco de Iberia y es un estudioso del latín y el árabe. También ha escrito varios libros esotéricos sobre primogenitura y heráldica.

– Nunca pensé que pudiera existir un hombre como él.

– Sí, bueno. Podría decirse que es un ejemplar muy extraño.

– ¿Y qué fue lo que te hizo para que estés tan furiosa?

– Pedirme que me case con él.

– ¡Estás bromeando! -volvió a gritar Jan-. ¡Menuda suerte!

– Antes de que te emociones, déjame explicarte que está enamorado de una mujer que no le corresponde. Estoy segura de que es mentira. Apuesto a que se trata de una mujer con título nobiliario que no puede romper su matrimonio. De todas formas, necesita encontrar rápidamente una mujer para no tener que casarse con la hermana de su difunta prometida. Acaba de vencer el año de luto oficial.

– ¿Quieres decir que la gente aún hace cosas así?

– Aparentemente la familia Pastrana, sí. Ahora Don Juan vuelve a estar sin ataduras. Ya que venía a Nueva York por negocios, escogió a la última hermana Duchess para ayudarlo a salir de su último lío. Ah, y no te lo pierdas -dejó escapar una cruel sonrisa-. Dijo que podía ser peligroso.

– Quizá no deberías reírte. ¿Qué pasaría si la hermana de su prometida resultara ser una celosa patológica? Acuérdate cuando Jim y yo fuimos a ver Carmen a la ópera metropolitana el mes pasado. Era una mujer muy temperamental. Daba miedo. Quizá su hermana también sea tan posesiva e intente sacarte los ojos. ¿Cómo se llama?

– Camilla.

– No suena nada bien.

– Ya. Bueno. Como te he dicho, no volverá a molestarnos, así que no importa. Ve y disfruta de tu almuerzo.

– Gracias. ¿Quieres que te traiga algo de comer?

– No, gracias. No tengo hambre.

Piper esperaba que Jan se marchara, pero permaneció allí, inmóvil.

– ¿Qué pasa?

La conversación sobre Don Juan había concluido oficialmente.

– ¿Puedes devolverme mi anillo? No quiero que Jim me vea sin él.

Piper sintió cómo se le helaba la sangre. Lentamente se tambaleó sobre sus pies.

– No lo tengo yo -Jan la miraba perpleja-. Lo tiene Nic. ¿Qué te dijo al salir?

– Me dio las gracias por mi ayuda y se marchó.

– ¿No dijo a dónde se dirigía?

– No.

– Oh, no, Jan…

Su asistente la estudió durante un momento.

– Imagino que no le ha gustado que lo rechazaras.

– Te prometo que te devolveré el anillo -le dijo Piper entre dientes.

Agarró el monedero.

– Antes de que te vayas a comer, ¿puedes decirle a Don que me he marchado un rato a casa para comer? Cuando regrese a la oficina, traeré tu anillo conmigo.

A pesar del frío polar, Piper salió de la oficina en dirección al coche.

¡Por supuesto! Era lo que Nic había dicho cuando ella le pidió que le devolviera a Jan el anillo. Sus ideas maquiavélicas no ayudaban a disminuir su lista de pecados.

Nic aparcó frente a la casa de Piper. No tenía ni idea de cuánto tendría que esperar. Una sonrisa perversa se dibujaba en su boca. Todo dependía de cuánto tiempo pasara hasta que Jan preguntara por su anillo.

De repente divisó, a través del espejo retrovisor de su coche de alquiler, que el coche de Piper se acercaba hacia allí. Bien. Nic quería alejarla de la oficina antes de asestarle el coup de grace .

Ella paró justo detrás de él y salió del coche. A través del retrovisor él veía como ella avanzaba hacia él. Al igual que sus primos, Nic había vivido rodeado de mujeres de pelo y ojos oscuros, así que no era de extrañar que él también se sintiera cautivado por el dorado resplandor de las trillizas Duchess. Le encantaba la forma en que el pelo le caía sobre su sonrosada cara como una fina malla de oro. Incluso sin la ayuda de la luz del sol, brillaba de tal manera que llamaba la atención.

En particular le gustaba esa trilliza por su esbelta figura y sus ojos de color azul aguamarina. La primera vez que la miró a los ojos, los comparó con las relucientes aguas de color azul verdoso de la costa de Cinque Terre, donde a él y a sus primos les gustaba mucho navegar.

Desde el pasado junio en el que ella había aparecido en el Piccione, Nic sólo había sido capaz de mirar, no de tocar. Había necesitado recurrir al autocontrol para reprimir el dolor que había dentro de él y que estaba pidiendo a gritos que lo liberaran.

Ahora que se había deshecho de la banda en señal de duelo, lo consumía la necesidad de estrecharla y amarla. El deseo lo hacía temblar y actuar con insensatez.

El objeto de su deseo se aproximó y golpeó, sin pensarlo dos veces, la ventanilla del conductor. El presionó el botón para bajarla.

La suave fragancia floral de su piel y su cabello flotaban en el aire. Como las brasas que de repente prenden fuego, su esencia inflamó sus más primitivos anhelos masculinos.

La voluptuosidad de la boca que esperaba devorar estaba tensa por el enfado. A pesar de ello, no le resultaba menos atractiva.

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