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Rebecca Winters: Entre el amor y el deber

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Rebecca Winters Entre el amor y el deber

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El doctor Raúl Cárdenas fue el primero en descubrir las consecuencias de la noche de pasión que había compartido con Heather Sanders. Al examinarla después de un accidente se dio cuenta de que se había quedado embarazada. Raúl no tenía la menor duda de que él era el padre y estaba dispuesto a reclamar sus derechos… eso significaba que tenía dos noticias que dar a Heather: que estaba embarazada y ¡que estaba a punto de convertirse en su esposa!

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– Llámeme Marcos. Quiero que seamos amigos, ¿de acuerdo?

El colega de Raúl había conseguido, sin preguntarle nada, que se sintiera cómoda.

– Solo si tú me llamas Heather.

– Muy bien -dijo él agarrándole la mano izquierda y llevándosela a los labios. En ese momento, se abrió la puerta.

– ¿ Qué está pasando aquí? -gritó una voz masculina familiar.

Heather miró asustada hacia la puerta y Marcos le saltó la mano con envidiable calma.

– Nada que merezca que te enfades -contestó Marcos-. La señorita Sanders ha llegado hace unas horas buscándote y yo he intentado ayudarla.

Aquellos ojos negros los miraron iracundos.

– Raúl… -dijo ella levantándose y notando que le temblaban las piernas.

– Los dejaré solos -dijo Marcos dejando el plato en la mesa.

Heather no entendía la reacción de Raúl. Debía de creer que los había pillado en una actitud comprometida.

– Encantada de conocerte, Marcos. Gracias por tu ayuda.

Marcos asintió, miró a Raúl y se fue.

Al cerrarse la puerta, quedaron en una intimidad que Heather temía y deseaba a la vez. Aquella dicotomía de emociones la hacía sentirse mareada de nuevo. No conocía esa faceta de Raúl.

– No quería ocasionar problemas entre Marcos y tú: Ha sido muy amable conmigo. No entiendo qué tiene de malo-murmuró asombrada.

Raúl entendía lo que le estaba diciendo, pero estaba emocionalmente alterado. Cuando Elana le había dicho al llegar al hospital que Heather Sanders estaba allí esperándolo, casi le había dado un infarto.

– ¿Hubieras preferido que me ponga a dar saltos de alegría al verte casi en brazos de un hombre que te estaba devorando con los ojos… en su cabaña?

Heather parpadeó.

– Todos los hombres…

– ¿Todos los hombres te miran así? Ya lo sé.

– No, Raúl. Iba a decir que todos los hombres aquí parecen más dispuestos a mostrar más abiertamente sus sentimientos que en Estados Unidos. Marcos habla maravillas de ti y se ha portado como un caballero conmigo y me ha atendido cuando bajé de la avioneta.

– ¿Qué te pasaba? -preguntó pálido.

– Estuve a punto de desmayarme. Tú no estabas, así que él me metió en su cabaña y me dijo que me tumbara. Me dio zumo y naranjas y me dijo que durmiera. Estoy en deuda con él.

Raúl sintió un escalofrío, pero no fue hacia ella.

– No quiero hablar de Marcos.

Ella, tampoco. A pesar de su expresión de enfado, estaba estupendo y no podía dejar de mirarlo.

Debía de llevar levantado desde muy temprano porque tanto la camisa como el pantalón que llevaba estaban arrugados y sudados. No se había afeitado yeso lo hacía más viril. Parecía un depredador a punto de atacar. Heather tragó saliva.

– ¿Por qué no me has dicho que venías? -Le preguntó enfurecido-Nos habríamos visto en Buenos Aires. Te podrías haber ahorrado todo esto.

– Porque sabía que no me ibas a dejar llegar aquí -le espetó ella.

– Heather, esta región es peligrosa. Aquí hay malaria.

– Ya lo sé. Llevo semanas tomando la vacuna, así que no te preocupes. Me han vacunado de todo, incluso de la fiebre amarilla. Está todo explicado en mi certificado de salud, que está con mi visado, por si lo quieres ver.

– Pues sí, lo quiero ver. ¿Lo tienes en la maleta? Heather se secó el sudor de las manos en las caderas.

– No, en el bolso.

– Les voy a echar un vistazo.

– Muy bien.

Él se apresuró a buscar los documentos.

– La primera fecha de la fiebre amarilla es nada más llegar a Viena.

– Sí. ¿Y qué?

– Eso quiere decir…

– Que tenía la esperanza de que me echaras de menos y me pidieras que viniera aquí -contestó con la voz temblorosa-Sé que dijimos que no nos volveríamos a ver, pero, cuando me dejaste en la residencia, no sabía… no me había dado cuenta de lo difícil que me iba a resultar olvidar lo que había habido entre nosotros. Por eso, pensé que, si a ti te ocurría lo mismo, quizá me pidieras que viniera y quería estar preparada -le explicó bajando la mirada cuando él maldijo-. Por favor, no te enfades. Estos tres meses han sido muy duros. Hace dos noches di el último concierto de la temporada y decidí tomarme unas vacaciones.

– ¿En el infierno? -Le preguntó él con los ojos entrecerrados-¿Sabe tu padre que estás aquí?

Heather esperaba aquella pregunta, así que tomó aire. Raúl volvió a maldecir.

– ¡Lo sabía! -exclamó furioso.

Aquel rechazo hizo que Heather se enfadara también.

– ¡Soy una mujer adulta y hago lo que me da la gana!

– Eres su niña, Heather. Aquella noche en la cocina de casa de Evan, tu padre percibió la atracción que yo sentía por ti. Me hubiera podido matar si no fuera un hombre civilizado.

Heather se dio cuenta de que tenía razón.

– ¿Podríamos dejar de hablar de mi padre? Ni siquiera me has dicho hola y me recorrido miles de kilómetros para verte -dijo con la voz quebrada por las emociones.

– Para que lo sepas, mañana te vas de aquí en el avión de la mañana -le respondió con brutalidad él-Si hubiera sabido que venías, habría hecho que la misma avioneta en la que yo he venido te devolviera hoy mismo a Formosa.

Heather no quería pensar en el día siguiente.

Lo único importante era que estaban juntos y no podía deshacerse de ella aquella noche.

– Raúl -le imploró-¿Te importaría que nos fuéramos a tu cabaña? No quiero quitarle la suya a Marcos.

Una expresión insondable cruzó su rostro y Raúl agarró su maleta y le abrió la puerta. A pesar de su enfado, Heather salió de la cabaña con alas en los pies porque, por fin, estaba en su mundo.

Capítulo Cuatro

Heather contó cinco cabañas incluyendo la de Marcos. Habían sido construidas bajo los árboles, en busca de algo de sombra, y rodeaban el hospital, que era un cuadrado perfecto situado en un claro.

Siguió a Raúl hasta una cabaña situada detrás del hospital. De repente, se dio cuenta de que algo no iba bien. Al entrar en la cabaña, se dio cuenta de que no había nada de Raúl dentro; no era su cabaña sino la de invitados.

Raúl dejó sus cosas en una de las dos camas gemelas.

– Evan durmió aquí la última vez que nos visitó y le pareció que se adecuaba a sus necesidades.

El desinterés que había mostrado por su presencia la estaba desgarrando.

– Tienes armario y el baño es esa puerta -añadió como si fuera el botones de un hotel en lugar del hombre cuya pasión la había catapultado a otros mundos hacía tres meses. Aquel hombre no existía.

– Cuando te duches, no bebas agua. Es de un arroyo cercano, así que no te laves con ella tampoco. Tienes agua embotellada en el armario. Utilízala. No se te ocurra ponerte perfume porque los insectos irían directos por ti. Seguro que les encantaría morder esa deliciosa piel que tienes.

Aunque estaba intentando asustarla, Heather se dio cuenta de que no era tan inmune a su presencia como quería hacerla creer. Dadas las circunstancias, eran buenas noticias.

– Cuando te hayas instalado, ven al hospital.

Tenemos comedor y cocina y podrás comer allí.

– ¿Adónde vas? -gritó al ver que se iba.

– Soy médico, ¿recuerdas? -contestó él parándose-. Elana lleva trabajando desde las seis de la mañana. La tendría que haber relevado hace una hora.

– ¿Elana? -preguntó Heather. Por los Dorney sabía que había más médicos allí, pero no sabía que ninguno fuera una mujer.

– Sí, la ginecóloga.

¿Cuántos años tendría?

– ¿Es la mujer de Marcos?

Raúl torció los labios como si siguiera enfadado con el doctor Ruiz.

– No. En realidad, ambos están divorciados.

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