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Rebecca Winters: Mi detective privado

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Rebecca Winters Mi detective privado

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Dana estaba en la cárcel por un delito que no había cometido, y su amiga Heidi había decidido descubrir quién era el culpable y así poder liberarla. El problema era que no sabía ni por dónde empezar. Entonces, como respuesta a sus plegarias, apareció Gideon Poletti, un detective de homicidios de San Diego que estaba allí para dar unas clases de criminología. Además de buen detective, Gideon resultó ser el hombre más atractivo que Heidi había tenido el placer de conocer, pero sabía perfectamente que ahora no tenía tiempo para romances; sólo tenía tiempo para sacar a su amiga de la cárcel. La investigación que emprendieron juntos los llevó a descubrir algo que Heidi jamás habría sospechado. Como tampoco habría sospechado que Gideon se enamoraría de ella tanto como ella de él.

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Heidi se sorprendió mirándolo fascinada. Aquel no podía ser el detective jubilado que Carol le había puesto por las nubes. De pronto, se sintió desanimada. Un hombre mayor podía ser más maleable. Pero de aquel desconocido no sabía qué pensar.

Tal vez el señor Mcfarlane no podía acudir esa noche y había mandado un sustituto. En ese caso, era posible que no la dejara entrar en la clase. Pero, por otra parte, tal vez fuera simplemente un ayudante y el señor Mcfarlane llegaría enseguida. Solo tenía que entrar en el aula y preguntarlo.

Tras mirarlo un minuto más, cayó en la cuenta de lo embarazoso que sería que la sorprendiera observándolo con tan evidente delectación. Armándose de valor, entró en la clase y contuvo el aliento al ver que él levantaba la vista. Entre sus espesas pestañas negras relucían dos ojos de un azul brillante, del mismo tono que su camisa. Aquellos ojos la observaron con admiración contenida.

– Hola -dijeron los dos al mismo tiempo.

Él sonrió y dejó la tiza.

– Hola. Soy el detective Gideon Poletti.

– Yo soy Heidi Ellis.

Su mirada entornada vagó por el rostro y cabello de Heidi. A ella se le aceleró el pulso.

– Su nombre no está en la lista.

– No. He venido pronto para ver si podía unirme a la clase -dijo ella, notando con desagrado que apenas le salía la voz-. Supongo que tendré que esperar para hablar con el señor Mcfarlane.

– Al señor Mcfarlane lo operaron esta mañana y no podrá venir al menos durante un mes.

– ¡Oh, vaya! -ella se mordió el labio para contener las lágrimas que amenazaron con saltársele en cuanto supo que el señor Mcfarlane no iría. Contaba con aquella oportunidad para intentar ayudar a Dana, aunque fuera a largo plazo. Últimamente tenía los nervios a flor de piel. Apenas podía ocultar sus emociones.

El detective la miró con preocupación.

– Comprendo su decepción. Daniel es una leyenda en esta parte del estado. Por desgracia tuvo que buscar un sustituto y me pidió a mí que hiciera los honores. Yo no le llego ni a la suela del zapato, pero es usted bienvenida si quiere unirse a la clase.

– Gracias -musitó ella-. Muchísimas gracias. Por favor, no crea que tengo algo personal contra usted por cómo he reaccionado. Es que esperaba que el señor Mcfarlane me admitiera en el curso. Y cuando me dijo que no iba a venir, pensé que…

– No se preocupe -le aseguró él antes de que pudiera acabar-. Bienvenida a la clase.

Ella le estrechó la mano que le tendía, agradecida. Al sentir la fortaleza de su mano, notó que una especie de tibieza se extendía por su cuerpo. Se preguntó si él habría sentido lo mismo.

Al separarse de ella, Gideon dijo:

– Siéntese en el semicírculo. Parece que el profesor que da clase aquí durante el día se tomó la molestia de ordenar la clase para nosotros. Tendré que buscar un modo de darle las gracias, sea quien sea.

– Ya lo ha hecho -contesto ella con voz trémula.

Él parpadeo, asombrado.

– ¿Esta es su aula?

– En efecto. Así es como me enteré de lo del curso de criminología. El señor Mcfarlane dejó algo escrito en la pizarra el miércoles por la noche.

Gideon esbozó una sonrisa.

– ¿Qué ponía?

– Regla número uno: nunca dar nada por sentado.

– Eso es muy propio de Daniel.

– ¿Se conocen ustedes bien?

– Fue mi jefe hasta que se jubiló, el año pasado.

Ella no conseguía apartar los ojos de su intensa mirada.

– Si lo eligió a usted para que lo sustituyera, esta clase debe de ser muy afortunada.

«Yo soy muy afortunada», pensó. «Tal vez tú puedas ayudarme».

– No la entiendo.

– Teniendo en cuenta su reputación, estoy segura de que el señor Mcfarlane no le habría pedido que lo reemplazara si no fuera usted el mejor.

– Eso sería muy halagüeño, de ser cierto.

El encanto de aquel hombre empezaba a surtir efecto sobre Heidi.

– Gracias otra vez por permitirme participar. Iré a pagar la matrícula después de clase.

– Bien -él se acercó a la mesa del profesor y le entregó la hoja de asistencia-. ¿Por qué no anota aquí su nombre? Asegúrese de poner también su número de teléfono, por si tuviera que ponerme en contacto con usted. No creo que me surja ningún imprevisto, pero nunca se sabe.

Heidi tomó la hoja. Al lado de cada uno de los nombres de los demás alumnos había un número de teléfono. Era ridículo, pero por un instante Heidi había pensado que el detective Poletti quería el suyo por razones personales.

Gideon se dio la vuelta y se puso a escribir en la pizarra. Era importante que se mantuviera ocupado hasta que llegaran el resto de los alumnos. Si no, caería en la tentación de contemplar a la maestra sentada a solo unos pasos de él.

Solo había una palabra para describirla: impresionante. Aquella mujer era impresionante.

Baja y curvilínea, tenía una cabellera roja y brillante que le caía sobre los hombros, y unos ojos azules que se iluminaban o ensombrecían dependiendo de sus emociones. Gideon pensó que todos sus alumnos debían de estar enamorados de ella. Era como el adorno más reluciente del árbol de Navidad, aquel que atraía las miradas una y otra vez.

Solo habían cruzado unas pocas palabras, pero Gideon ya acusaba el impacto de su personalidad y se sentía extrañamente excitado. ¿Cuántos años hacía que no sentía una conexión tan inmediata al conocer a una mujer?

Su aula era tan impresionante como ella. A Gideon le gustaba la idea de que aquel fuera su ámbito. Aquello le decía muchas cosas sobre ella. Artefactos y fotografías de todos los continentes colgaban de las paredes, dispuestos con el buen gusto de un decorador.

El mobiliario tampoco era el típico de un colegio. Heidi había hecho llevar a su aula una enorme mesa de caoba, además de una pequeña lámpara de escritorio de bronce, una cómoda silla de cuero acolchado y una alfombra oriental en tonos azules y verdes. Había varios arbolillos plantados en tiestos y rodeados de docenas de macetas con plantas florecidas. Heidi había conseguido crear un ambiente confortable y acogedor. Gideon nunca había visto una clase como aquella. Todo en aquel lugar lo atraía. Ella lo atraía. Sin darse cuenta, dejó que su mirada vagara hasta su pelo, que parecía tener vida propia.

No llevaba anillo de casada, lo cual resultaba sorprendente. Una mujer tan femenina y deseable sin duda habría sido reclamada por algún hombre afortunado hacía mucho tiempo. Pero tal vez viviera con alguien.

Desde su divorcio, Gideon había demostrado una actitud glacial hacia el sexo opuesto. Por eso le resultaba perturbador descubrir que podía sentirse tan atraído por una mujer de apenas un metro sesenta, a la que tendría que alzar en brazos si quería besarla.

– Señoras y señores -dijo una voz masculina por el sistema de megafonía, sacando a Gideon de los pensamientos en los que llevaba enfrascado largo rato-. Soy Larry Johnson, jefe del programa de educación para adultos de la región norte. Bienvenidos al colegio Mesa. Son las siete, hora de que empiecen las clases. Si tienen problemas para encontrar su aula, por favor pásense por la secretaría de la escuela municipal en el vestíbulo principal. Disponemos de planos del edificio. A las ocho y media, la sirena anunciará el final de las clases. Si tienen que resolver algún asunto en la oficina, la secretaria, Carol Sargent, estará allí hasta las nueve. Los profesores, por favor, recuerden que deben llevar las hojas de asistencia a secretaría antes de marcharse. Que disfruten de sus clases.

Mientras Gideon estaba perdido en sus pensamientos, el resto de los alumnos había entrado en el aula. Cuando se dio la vuelta, descubrió que todas las sillas del semicírculo estaban ocupadas. Dos hombres y ocho mujeres lo miraban expectantes, aguardando una explicación. Nueve mujeres, contando a la atractiva recién llegada que parecía más preocupada que los demás. Gideon no lograba quitarse de la cabeza la expresión de desilusión que había visto en sus ojos al decirle que Daniel no podría impartir el curso.

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