Rebecca Winters - Mi detective privado

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Dana estaba en la cárcel por un delito que no había cometido, y su amiga Heidi había decidido descubrir quién era el culpable y así poder liberarla. El problema era que no sabía ni por dónde empezar.
Entonces, como respuesta a sus plegarias, apareció Gideon Poletti, un detective de homicidios de San Diego que estaba allí para dar unas clases de criminología.
Además de buen detective, Gideon resultó ser el hombre más atractivo que Heidi había tenido el placer de conocer, pero sabía perfectamente que ahora no tenía tiempo para romances; sólo tenía tiempo para sacar a su amiga de la cárcel.
La investigación que emprendieron juntos los llevó a descubrir algo que Heidi jamás habría sospechado. Como tampoco habría sospechado que Gideon se enamoraría de ella tanto como ella de él.

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Las dos se echaron a reír, aunque en realidad aquello no tenía mucha gracia.

– Sheila, ¿podrías decirle a uno de tus ayudantes que me traiga una lista de los profesores que se encargaron de mis clases ayer? Quisiera darles las gracias.

– Claro.

– Luego nos vemos.

Apagó el intercomunicador y escribió en la pizarra un esquema del tema de Oriente Medio. Pero mientras escribía no dejaba de pensar en las palabras que acababa de borrar: Regla número uno: nunca dar nada por sentado.

Sus pensamientos retornaron a aquel aciago día de finales de agosto en que se enteró de las malas noticias. Basándose en pruebas circunstanciales, el jurado había declarado a Dana culpable de asesinato en primer grado. El juez la sentenció a treinta años de prisión por matar a Amy.

Desde que se enteró de que su amiga había sido condenada por un crimen que no había cometido, la alegría abandonó su vida. Muchas veces desde aquel día había hablado con los padres de Dana sobre la posibilidad de reabrir el caso, pero no se habían presentado nuevas pruebas. El señor Cobb tenía las manos atadas. Y Dana había perdido toda esperanza.

Heidi no podía culpar ni a Dana ni a sus padres por sentirse tan completamente derrotados. Por eso alguien ajeno a la familia debía encargarse de emprender nuevas acciones. Y Heidi era la persona indicada. A menudo deseaba ser abogada y conocer los procedimientos legales para emprender una investigación por su cuenta. Habría dado cualquier cosa por encontrar una prueba que demostrara la inocencia de su amiga. Si ese curso de criminología podía serle de alguna ayuda…

Cuando se dio cuenta de lo lejos que habían llegado sus torturados pensamientos, la segunda sirena ya había sonado y los delegados de los alumnos habían empezado a dar sus anuncios por el sistema de megafonía.

– Hola a todos. Queremos felicitar a nuestras chicas del equipo de voleibol por su victoria de ayer ante Clairemont. ¡Así se hace, Mesa! La semana que viene estaremos todos animándoos en el partido decisivo contra Torrey Pines. El siguiente anuncio corresponde al programa del servicio de asuntos sociales previsto para hoy. Los alumnos cuyos apellidos empiecen de la A a la M, irán esta mañana. Los autobuses estarán esperando fuera del edificio dentro de quince minutos. Que los profesores pasen lista, por favor. Avisaremos a los estudiantes cuando sea la hora.

Aquella convocatoria afectaba a un tercio de la clase de Heidi. Por desgracia, se le había olvidado por completo. A decir verdad, últimamente se le olvidaban muchas cosas. Desde su charla con Dana el domingo anterior estaba tan apesadumbrada que le resultaba difícil concentrarse o mostrar interés por algo.

Cuando acabaron los anuncios, Heidi dijo:

– Buenos días, chicos. Los que tengáis que iros en el autobús, aún tenéis tiempo de copiar el esquema de la pizarra. Nadie está exento de los deberes de hoy, así que daos prisa.

Sus alumnos rezongaron, pero sabían que hablaba en serio y se pusieron manos a la obra. Mientras escribían, Heidi no dejaba de pensar en su amiga. Por más que intentaba ponerse en su lugar, no lo lograba.

Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que valía la pena asistir al curso nocturno de criminología que se daba en su aula. Al menos sería una forma de empezar, de despejar algunas incógnitas. Heidi ignoraba cuánto tiempo soportaría ver que su amiga se consumía en prisión. Sobre todo, sabiendo que el verdadero asesino seguía suelto.

Seis horas después, cerró la puerta del aula y atravesó los pasillos atestados de gente que llevaban a la secretaría de la escuela municipal. La secretaria de Larry Johnson seguía en su puesto.

– ¿Carol?

La otra mujer levantó la vista y sonrió.

– Hola, forastera. No te veía desde la fiesta de Navidad, cuando ibas con ese estudiante de medicina con el que salías. Oí decir que la cosa iba en serio.

– Sí, yo pensaba que podía ser el hombre de mi vida, pero al final no funcionó.

Jeff Madsen no había podido soportar la angustia que el caso de Dana le había provocado a Heidi. Tal vez fuera demasiado pedirle a un hombre agobiado por los estudios y las rotaciones en el hospital. En cualquier caso, su relación fue perdiendo sentido. Él dejó de llamarla tan a menudo. Ella dejó de preocuparse. Y un buen día se despertó y comprendió que se había acabado.

– Bueno, ya sabes lo que dicen: has tenido suerte de escapar de una relación abocada al fracaso. Yo pasé por esa misma experiencia varias veces antes de casarme. Recuerda mis palabras. Ahí fuera hay un hombre maravilloso esperándote.

– Ojalá.

La ruptura con Jeff le había pasado factura. Pero mucho más la preocupaba el confinamiento de Dana, que le había robado por completo la posibilidad de ser feliz.

– ¿Con tu físico? ¿Estás de broma?

– Eres muy amable por decir eso, Carol.

– Solo digo la verdad -suspiró-. En fin, debe de haber una buena razón para que entres aquí después de clase.

Heidi asintió.

– Quisiera apuntarme al curso nocturno que se da en mi aula.

Carol hizo girar los ojos.

– Tú y mil más.

– ¿De veras?

– Ese curso lo da toda una eminencia.

– Sheila me dijo que era un tal señor Mcfarlane.

– Sí, el mismísimo Daniel Mcfarlane en persona. Se jubiló el año pasado, cuando era jefe de la brigada de homicidios de San Diego. Ese hombre tiene más medallas que un general. Su hija está en la junta directiva de la escuela municipal, y da la casualidad de que este es el único colegio que tiene la suerte de contar con él para dar un curso de criminología. Es una oportunidad única. Todo el mundo quiere apuntarse. Lo malo es que el señor Mcfarlane no admite más que diez alumnos, y el cupo se completó enseguida. Lo siento.

Capítulo 2

¡La clase estaba completa!

Heidi se sintió sumamente decepcionada. Llevaba todo el día pensando en asistir a aquel curso. Cuantas más vueltas le daba, más se convencía de que era justamente lo que necesitaba para aprender a investigar un crimen.

Debió de quejarse en voz alta, porque Carol dijo:

– Ojalá no tuviera que decirte que no. Sin embargo, se me está ocurriendo una idea…

– Creo que es la misma que se me ha ocurrido a mí. Carol, pero no sería justo quedarme rondando por el aula con el pretexto de que tengo mucho que hacer.

– Entonces, habla con él antes de clase. Pregúntale si está dispuesto a admitir a alguien más en su clase. Nunca se sabe.

Sí, decidió. Eso haría.

– Tienes razón. Lo intentaré. Gracias.

Regresó a su aula, borró la pizarra y colocó las sillas en semicírculo para la clase nocturna. Luego se apresuró a volver a casa para cenar y cambiarse con la intención de regresar al colegio. A las seis y cuarto aparcó en el aparcamiento del colegio y volvió a entrar en el edificio a toda prisa. No quería que Mcfarlane supiera que era su aula la que estaba usando, para que no creyera que intentaba presionarlo. Su plan consistía en esperar en el pasillo hasta que apareciera. Entonces le rogaría que la admitiera en su clase. Si le decía que sí, le diría cómo había tenido noticia del curso.

Unas cuantas personas entraron en el edificio delante de ella. Heidi dejó atrás la secretaría y se dirigió con decisión hacia el ala oeste, pero aminoró el paso al ver que la puerta de su aula estaba abierta. Miró su reloj. El señor Mcfarlane llegaba con cuarenta minutos de antelación. Si se había adelantado para preparar su clase, tal vez no querría que lo molestaran.

Tras una leve vacilación, Heidi asomó la cabeza por el quicio de la puerta. Abrió los ojos desmesuradamente al ver a un hombre de facciones ásperas y unos treinta y cinco años escribiendo en el encerado. Debía de medir un metro ochenta cinco o metro noventa y tenía el pelo negro, muy corto y ondulado. Su traje azul marino, conjuntado con una camisa azul cielo, no conseguía disimular su musculatura.

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