Su hermana se quedó mirándola a los ojos con cara de pocos amigos.
El parecido entre ambas saltaba a la vista pues las dos tenían el pelo ondulado y de color castaño claro, los ojos marrones y los labios voluminosos.
Lo que las diferenciada era que Lily siempre sonreía.
– Sabes perfectamente que yo no habría hecho nada que pudiera contrariar los deseos de la abuela.
– Puede que conscientemente no, pero, tarde o temprano lo habrías hecho. Ya estamos a tope, no tenemos más capacidad y cada vez hay más esquiadores. Obviamente, si por ti fuera, construirías otro edificio con más habitaciones para dar cabida a más clientes. Al final, convertirías este lugar en un hotel grande e impersonal. Qué horror.
– Lily Rose, no soy una mala persona.
– El término «malo» es muy relativo.
– Tú lo sabes por experiencia, ¿verdad?
– Exacto. ¿Sabes? No hay nada de malo en portarse mal de vez en cuando.
Gwyneth suspiró exasperada.
– No se puede razonar contigo porque dices unas cosas muy raras. Yo lo único que he comentado en alguna ocasión es que ampliando un poco Bay Moon…
– Sería la bomba, sí, ya me lo has dicho no sé cuántas veces. Al final, este lugar se convertiría en lo que no es.
Nadie mejor que Lily sabía que el encanto de Bay Moon era su tamaño. Allí todo el mundo se conocía bien y Lily quería que siguiera siendo así.
– La abuela sabía lo que Sara y tú haríais con este lugar y, aunque lo lógico habría sido que, siendo las mayores, hubierais heredado vosotras, prefirió dejármelo todo a mí.
Una carga que ella no había pedido ni deseado. Si por ella hubiera sido, habría preferido pasarse la vida en el equipo de salvamento alpino.
– Sí, la abuela te lo dejó a ti -contestó Gwyneth-. A pesar de que no tenías absolutamente ninguna experiencia en dirección de empresas ni sabes nada de números. Por no hablar de que jamás has sido capaz de tener una relación seria y duradera.
– ¿Y eso qué tiene que ver?
– Demuestra que no eres capaz de comprometerte ni con nada ni con nadie.
No, lo que demostraba era que Lily no quería ser capaz de comprometerse. Y todo por culpa de su querida familia. Lily veía el amor como una carga.
– Mira, mejor dejamos la lista de mis defectos para un momento mejor, ¿de acuerdo? ¿Qué tal para el Día de Acción de Gracias, cuando puedas compartirlo con todo el mundo? De momento, todas tenemos trabajo y vivimos bien, ¿no?
– Sí -contestó Gwyneth mirándola de arriba abajo-. Vaya, veo que tú te vas a ganar hoy el sueldo escaqueándote de nuevo.
Lily ya había estado trabajando un par de horas, pero no pensaba defenderse. Si su hermana no quería abrir los ojos y reconocer la cantidad de horas que se pasaba en el despacho, peor para ella.
– Salir a patrullar no es escaquearse.
– Tenemos gente contratada para hacerlo.
– Nunca hay suficientes patrulleros. La seguridad es lo primero -contestó Lily recitando con una sonrisa el mantra de su abuela.
Aunque estaba completamente entregada a aquel lugar, lo cierto era que el día a día de dirigir el hotel se le estaba haciendo muy cuesta arriba y, a veces, le dolía hasta el alma.
– Si necesitas algo, estaré en mi oficina -dijo Gwyneth girándose y desapareciendo.
«Sin duda, aterrorizando a Carrie», pensó Lily apiadándose de la pobre secretaria.
Lily echaba horriblemente de menos a su abuela porque ella sí que la comprendía. También echaba de menos a su abuelo, que había muerto mucho antes. Sus padres no habían muerto, pero, simplemente, no formaban parte de su vida.
Lily levantó el mentón, abrió la puerta de madera, salió y aspiró aire con fuerza mientras disfrutaba del maravilloso paisaje.
No le tocaba hacer turno de patrulla aquel día, pero se le había ocurrido que, al verla con la cazadora del equipo, sus hermanas la dejarían en paz y, salvo el pequeño encuentro con Gwyneth, había dado resultado.
¡Libre!
Tras atarse las botas, se colocó sobre la tabla y se deslizó hacia el telesilla con la intención de subir a lo más alto de la montaña.
Apenas eran las ocho y cuarto de la mañana y los telesillas no abrían hasta y media, así que Lily se puso a la cola.
Al formar parte del equipo de salvamento, lo que se veía claramente porque iba de rojo y con una cruz blanca en la espalda, podría haberse colado, pero nunca lo hacía a no ser que hubiera una emergencia.
Así que Lily se colocó detrás de una pareja que iba con sus dos hijos. Llegó otro esquiador que se colocó a su derecha y, al girarse para saludar, sintió que un escalofrío la recorría de pies a cabeza.
El hombre que le había provocado aquel escalofrío le sonrió y «madre mía», Lily sintió que la adrenalina le corría por las venas.
A Lily no le dio tiempo ni a devolverle la sonrisa porque, de repente, sintió un empujón y, de no haber sido por el hombre de la sonrisa increíble, habría caído de bruces.
Sintió su mano en el brazo, equilibrándola. Lily sonrió, le dio las gracias y aprovechó para fijarse bien en él.
Era un hombre de pelo ondulado y moreno, de complexión bronceada, parecía italiano, y de labios voluminosos y firmes, que inmediatamente le hicieron pensar en una larga noche de placer.
Lily no podía verle los ojos porque el desconocido llevaba gafas de sol, pero se dio cuenta, al ver cómo enarcaba una ceja, de que se había percatado de cómo lo estaba mirando.
Al instante, sonrió con picardía y Lily detectó en él un aura de peligro, una actitud deliciosamente rebelde.
Madre mía, cómo le gustaban aquel tipo de hombres.
Y, por supuesto, su físico no tenía ningún desperdicio. Aquel hombre tenía un cuerpo bien cuidado y ejercitado. A lo mejor era un atleta.
Ñam, ñam.
– ¿Sola? -le preguntó el desconocido a medida que se fueron acercando al telesilla.
Lily sabía que se refería a si iba sola a esquiar, pero contestó tanto a aquella pregunta como a que estaba sola en la vida.
– Sí, completamente.
El desconocido sonrió de nuevo y juntos avanzaron hacia el telesilla. Aquella mañana estaba Eric de operador, un chico de veinticinco años que era un encanto.
– ¿Vas a la Endiablada? -le preguntó a Lily.
– Efectivamente -contestó Lily.
– ¿La Endiablada? -preguntó el desconocido mientras se sentaba en la silla y comenzaban a sobrevolar una pista en la que había mucha gente.
– Sí, es una pista que hay en la ladera norte, al otro lado de la cornisa -le explicó Lily.
– Parece una buena pista para empezar.
– Oh, no -rió Lily-. Es la peor pista para empezar. Es una pista negra, sólo apta para expertos.
La noche anterior había nevado y Lily sintió que la adrenalina recorría todo su torrente sanguíneo. Le encantaban los días en los que había nieve polvo cubriéndolo todo, sobre todo la Endiablada, una pista de cinco kilómetros de largo con un desnivel casi vertical.
El desconocido se quitó las gafas y la miró.
«Chocolate», pensó Lily al instante.
– ¿Es una pista negra?
– Sí. ¿Has estado aquí antes?
– No.
– Pero no es la primera vez que esquías -comentó Lily fijándose en la equipación del desconocido.
– No, he esquiado otras veces.
Lily decidió que no debía fiarse de las apariencias pues no sería la primera vez que tras una fachada perfectamente ataviada de esquiador experto se escondía una persona con poca habilidad para desplazarse sobre la nieve.
¡Y para otras muchas cosas!
Lily era una mujer que entendía y apreciaba el maravilloso placer de compartir una noche de sexo con una persona y resultaba ser extremadamente selectiva.
Lo cierto era que hacía ya algún tiempo que no se permitía semejante placer y, a lo mejor, ya iba siendo hora.
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