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Jill Shalvis: Sedúceme

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Jill Shalvis Sedúceme

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Merecía la pena romper todas las reglas por un hombre como él… Regla número 1: Nada de citas a ciegas. Después de haberse enfrentado a muchas, Samantha O’Ryan no estaba dispuesta a volver a tener otra cita a ciegas… Hasta que su mejor amiga le pidió un favor y conoció a Jack Knight. Si hubiera sabido lo guapísimo que era, no habría protestado. Regla número 2: Nada de besos en la primera cita. El problema fue que, después de una sola cita con Jack, Sam quería mucho más que besos, lo cual debería haber sido motivo suficiente para no tener una segunda cita. Pero no lo fue. Regla número 3: Nada de enamorarse. Sam había decidido tener un romance sin ataduras… hasta que Jack empezó a hablar de amor…

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Jill Shalvis Sedúceme Sedúceme 2005 Título Original Seduce me 2004 - фото 1

Jill Shalvis

Sedúceme

Sedúceme (2005)

Título Original: Seduce me (2004)

Capítulo 1

Samantha O’Ryan llevaba horas viendo hombres semidesnudos y mojados con la excusa de enseñarles a hacer surf. Se habían ofrecido a pagarle, pero ella ya obtenía la mejor parte del trato. Le encantaba estar en el agua, en su tabla. Después de aconsejar al grupo de universitarios, caminó por la playa y subió las escaleras de su café al aire libre, para dedicarse a su segunda pasión: la creación de emparedados exóticos y divertidos.

Mientras atendía a sus clientes se dio cuenta de que no tenía planes para después del trabajo. Era el tipo de noche que le gustaba. Si quería, podía hacer surf a la luz de la luna o conducir por el paseo marítimo, bordeando el Pacífico, rumbo a ninguna parte.

Era lo mejor de no tener compromisos afectivos.

Aunque disfrutaba de sus noches libres y no le importaba estar temporalmente sola, hacía demasiado tiempo que no había un hombre en su vida. Y ella tenía la culpa.

– Lo has vendido todo -dijo Lorissa Barrett, su mejor amiga y camarera a tiempo parcial en el Wild Cherries, mirando sorprendida los expositores casi vacíos-. Bueno, salvo los brownies. Haces unos brownies horribles.

– Gracias.

Por mucho que le pesara, Lorissa tenía razón. Con excepción de los brownies, se había vendido todo, incluso el nuevo emparedado de pavo con mango. Sam era capaz de combinar los ingredientes con una audacia admirable y de preparar las galletas más sabrosas del mundo, pero los brownies siempre le salían mal. Sabía por qué, y prefería no pensar en ello.

Lorissa se apoyó en la barra, y su expresión divertida desapareció lentamente.

– Oh, oh -dijo Sam-. ¿Qué pasa?

– Nada.

Su amistad se remontaba largo tiempo atrás, y se conocían mejor que nadie.

– Si no es nada, deja de mirarme como si quisieras decirme algo.

– No te estoy mirando así.

Sam se encogió de hombros y se volvió para limpiar el mostrador.

Lorissa suspiró.

– Está bien -reconoció-. Necesito que me hagas un favor.

– Ni hablar.

Hacía mucho calor, y Sam se enjugó la frente antes de pasar un trapo a los expositores.

– No puedes negarte cuando ni siquiera sabes de qué se trata.

Lorissa se echó hacia atrás su larga cabellera roja y frunció los labios, en un gesto que podía funcionar muy bien con los hombres, pero no con su amiga.

– Por supuesto que puedo. De hecho, acabo de hacerlo -replicó Sam, saliendo a cerrar las sombrillas de la terraza con vistas al Pacífico-. Te conozco y sé que cuando me pides un favor con ese tono puede tratarse de un entierro.

Sam movió el cuello para estirar los músculos y pensó que, a falta de un hombre, salir a nadar a medianoche era justo lo que necesitaba.

– Al menos podrías escuchar de qué se trata.

– No quiero una cita a ciegas -declaró Sam, tajante.

Lorissa puso los ojos en blanco.

– Me da pavor cómo me lees la mente.

– No hace falta ser adivino. Estás saliendo con ese tal Cole, y te ha pedido que les consigas chicas a sus amigos.

– Perdón, pero es lo que pasa cuando se es la mejor amiga de alguien.

– Los halagos no te van a servir de nada. Sabes que he tenido mucha paciencia con todas las espantosas citas a ciegas que me has organizado a lo largo de los años, y no tengo ninguna gana de soportar otra.

– No todas fueron espantosas.

– Sólo diré dos palabras: don Dedos.

– De acuerdo, pero ésa la puedo explicar. Se me había olvidado tu extraña manía con los pies, pero además, ¿por qué iba a saber lo de su accidente con la cortadora de césped?

– Esta noche no quiero salir con nadie.

– Mejor, porque la cita es mañana.

Sam volvió a la cocina y echó un vistazo para comprobar que todo estuviera en orden. Lo único que le quedaba por hacer era apagar las luces. Podía salir o sencillamente subir a su piso, situado justo encima del café. Era un apartamento muy pequeño, pero le gustaba y era suyo. Era su casa.

– Mañana estaré ocupada.

– Por favor, Sam -dijo Lorissa, con gesto de súplica-. Lo único que te pido es que salgas un día con el amigo de Cole. Me ha asegurado que es rico.

Apagó las luces, cerró con llave la puerta de la cocina y desplegó la verja de la zona del patio.

– Y aun así necesita que le consigan una chica. Hay algo que no me cuadra.

Lorissa se llevó los dedos a las sienes y cerró los ojos. Cuando los abrió, estaban llenos de emoción.

– Este tipo me gusta mucho, Sammie.

Samantha la miró con detenimiento. Hacía veinte años que se conocían, desde el jardín de infancia, y habían pasado juntas por muchas cosas. El desagradable divorcio de los padres de Lorissa; el suicidio de su madre cuando tenían doce años; y la sobredosis de un amigo cuando tenían trece. Y a los catorce, Sam había perdido a sus padres en un accidente de tráfico. Entre las dos habían recorrido más kilómetros en la carretera de la vida que la mayoría de las personas de su edad.

Y habían sobrevivido, cada una a su manera. Lorissa se había quedado con su padre, que había vuelto a casarse, y había tratado de estudiar en la Universidad de San Diego, pero finalmente había decidido que estudiar no era para ella. De momento, hacía caricaturas en la playa y, los fines de semana, en la feria de artesanía de Malibú. Se le daba suficientemente bien como para vivir holgadamente. Para complementar sus ingresos, entre semana trabajaba como camarera en el Wild Cherries, cuando no estaba haciendo surf.

En cuanto a Sam, se había ido a vivir con Red, un hermano de su madre muy aficionado a la playa, que no había sabido lidiar con el dolor de su sobrina, porque era incapaz de sobrellevar su propia pena. El accidente en el que habían muerto los padres de Sam había sido culpa de su padre, y habían tardado años en superarlo. Para entonces, a ella apenas le quedaba dinero y había empezado a trabajar en el local de Red, el Wild Cherries. Era feliz por tener a sus amigos y vivía el momento, haciendo surf por las mañanas y trabajando para el maniático de su tío por las tardes.

Las pocas veces que pensaba en su vida, se recordaba su lema. Disfrutar de todo y valorar cada segundo Se lo repetía a menudo, como un mantra, porque sabía que si pensaba en todo lo que había pasado, se derrumbaría. Como mecanismo de defensa, había funcionado.

Con el paso de los años, las cosas habían cambiado poco. Red se había jubilado, y Sam se había endeudado para comprarle el negocio. Pero con veintiséis años tenía la impresión de que las cosas le iban bien. Si no se había comprometido mucho emocionalmente, era porque no había querido. Era consciente de ello, y suficientemente inteligente para saber que no podía zambullirse en aquella piscina, porque era demasiado profunda.

Al igual que Sam, Lorissa era poco propensa a entablar relaciones amorosas. Era raro que saliera más de una vez con un hombre y mucho menos que reconociera que le gustaba de verdad.

– ¿Estás segura con el tal Cole? -preguntó Sam-. Ya sabes que los ricos son como los hombres muy guapos. Siempre terminan siendo unos imbéciles.

– Este no -afirmó Lorissa, con una sonrisa embelesada-. Por favor, Sam. Sólo una cita. Sólo una noche…

Sam estaba impresionada por el interés que mostraba su amiga por Cole.

– De acuerdo -accedió a regañadientes.

– No será tan terrible, y tienes el móvil; puedes llamarme todas las veces que quieras. Si me necesitas, iré a rescatarte. Te lo prometo. Además…

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