Jill Shalvis - Sedúceme

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Merecía la pena romper todas las reglas por un hombre como él…
Regla número 1: Nada de citas a ciegas.
Después de haberse enfrentado a muchas, Samantha O’Ryan no estaba dispuesta a volver a tener otra cita a ciegas… Hasta que su mejor amiga le pidió un favor y conoció a Jack Knight. Si hubiera sabido lo guapísimo que era, no habría protestado.
Regla número 2: Nada de besos en la primera cita.
El problema fue que, después de una sola cita con Jack, Sam quería mucho más que besos, lo cual debería haber sido motivo suficiente para no tener una segunda cita. Pero no lo fue.
Regla número 3: Nada de enamorarse.
Sam había decidido tener un romance sin ataduras… hasta que Jack empezó a hablar de amor…

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Podía recorrer veinte kilómetros al día en bicicleta, superar a cualquier jugador y conseguir numerosos récords en la NBA, pero la gente lo recordaría como un estúpido divo.

Las cosas se habían puesto tan feas que los propietarios y los entrenadores habían tomado medidas drásticas en el equipo, castigando a los jugadores con toques de queda y entrenamientos salvajes ante el menor atisbo de problemas.

Había pasado un año desde que Jack se había retirado, y tres desde que le habían puesto el sobrenombre de «Escandaloso».

Pero a pesar del tiempo transcurrido, a pesar de todo lo que se había ocultado, la prensa seguía pendiente de él. Por ser un divo.

Aquello lo había destrozado. Su vida como jugador retirado era mucho más sencilla que cuando estaba en la NBA. Podía evitar el contacto con la prensa, salvo cuando su hermana necesitaba su nombre para recaudar fondos. Y tras superar el impacto inicial y la decepción de haber dejado de jugar profesionalmente, su vida había sido más feliz. Aunque tenía que reconocer que tal vez resultara también un poco aburrida.

Salió del paseo marítimo y entró en el lujoso terreno del club de campo donde se celebraba la fiesta. El camino, flanqueado de palmeras, recorría una cuesta con césped perfectamente segado y vistas al mar. El sol parecía un balón partido por el horizonte.

Su acompañante echó un vistazo al club, un edificio de estilo clásico construido en mitad de un jardín imponente, y soltó un silbido que podía ser tanto de fastidio como de alegría.

– ¿Algún problema? -preguntó él, volviéndose a mirarla tras aparcar.

– ¿Bromeas? Es increíble. Presuntuoso, pero increíble. Estoy segura de que la comida es estupenda -dijo, haciendo una mueca-. Digamos que me sentiría más cómoda en la cocina que en el salón.

Jack no esperaba un comentario así de una mujer a la que consideraba muy segura de sí misma, y se sintió sorprendido y curiosamente protector.

Pero antes de que pudiera decir nada, Sam salió del coche, cerró la puerta y lo obligó a correr para alcanzarla. No era fácil con la rodilla dolorida; aquella semana se había excedido jugando con un grupo de jóvenes exaltados. Rodeó el coche trotando y la tomó de la mano para detenerla.

– He pensado que podíamos aparecer juntos -sugirió, con una sonrisa.

– Es verdad. Lo siento.

– No lo sientas -replicó él, cautivado por aquellos ojos verdes-. Pareces incómoda. ¿Qué puedo hacer para cambiar eso?

Sam se quedó mirándolo unos segundos y sonrió.

– Creo que acabas de hacerlo.

Jack le acarició la mejilla y, aunque el contacto con su suave piel fue mínimo, se sintió feliz.

– Bien.

– Disculpe, señor Knight. ¿Podría darme un autógrafo y permitir que le saque una foto?

El hombre con la enorme cámara y el pase de prensa había salido de la nada, y Jack se detuvo en seco.

– Con el autógrafo no hay problema -contestó-. Pero si pudiéramos evitar la foto…

Un fogonazo les iluminó la cara. Jack maldijo entre dientes, y cuando recuperó la vista, el fotógrafo se había ido.

– Perdón -le dijo a Sam, tomándola de la mano.

– ¿Quien era?

– Una plaga. Vamos.

La entrada del club tenía una alfombra blanca, y la terraza superior estaba cubierta con toldos blancos bajo los cuales colgaban plantas con flores de todos los colores. Al final de la alfombra había un grupo de paparazzi esperando al famoso de turno.

Él.

A Jack le empezó a picar la piel, una antigua reacción a las malas experiencias. Sabía que si quería tener un poco de paz, tendría que darles algo cuando entrara.

– Mantente pegada a mí -le dijo a Sam.

– ¿Qué pasa, Jack?

– Después te lo explico.

Jack la sacó del camino y la empujó al césped húmedo. Sam soltó un grito ahogado, se tambaleó cuando sus tacones se hundieron en la tierra y lo miró con desconcierto.

– ¿Te llevo a caballito o en brazos? -preguntó él.

– ¿Qué?

– Vamos a entrar por detrás.

Cualquiera de las mujeres con las que había salido se habría parado en seco, lo habría mirado como si estuviera loco y, probablemente, le habría propinado un puñetazo. O, como mínimo, habría llamado la atención quejándose de que se le estropeaban los tacones.

Aquella mujer no.

Se colgó el bolso al hombro y se levantó la falda del vestido hasta la parte superior de los muslos.

– A caballito.

Jack la habría besado, pero se limitó a darse la vuelta y a agacharse un poco para que pudiera subirse a su espalda. Cuando la tuvo encima sintió que se giraba, probablemente para comprobar que no los habían visto.

– Ya está -anunció.

Él le tomó las piernas y se las puso a los lados. En aquel momento descubrió que Sam tenía unos muslos suaves y firmes, igual que los brazos, con los que le abrazaba el cuello.

– No te caigas -dijo, disfrutando de sentirla apretada contra él.

– No te preocupes -le susurró ella al oído.

Jack sintió un delicioso escalofrío en la espalda, que le recordó que llevaba mucho tiempo sin permitirse disfrutar del momento. A pesar del calor de la noche, empezó a andar a toda velocidad, haciendo caso omiso del dolor de rodilla y concentrándose en el cuerpo atlético y delicado que llevaba a su espalda.

Llegaron a la línea de palmeras sin que los descubrieran y se metieron entre los árboles. Estaban bastante lejos del camino, y si alguien miraba hacia allí, vería a una pareja caminando, pero no podría identificarla.

– ¿Estás bien? -preguntó.

– Sí…

Al sentir la vibración del sonido en su espalda, a Jack le temblaron las manos sobre los muslos desnudos de Sam. Lo que había empezado como una situación inocente se había vuelto inesperada y agradablemente sensual.

– ¿Y tú? -le preguntó ella al oído, provocándole más escalofríos.

Jack se estaba derritiendo, y no tenía nada que ver con el clima.

– Créeme: soy el que mejor lo está pasando con esto -aseguró, consciente de sus dedos sobre la piel de Sam.

Llegaron al edificio, y Jack avanzó por uno de los laterales hasta encontrar la entrada de la cocina. Finalmente volvió al suelo de cemento y, a su pesar, soltó las piernas de Sam para que pudiera ponerse en pie. Mientras ella bajaba, sintió cada centímetro de su cuerpo, y cuando la oyó poner los pies en el suelo, se dio la vuelta. Antes de que pudiera decir una palabra, se abrió la puerta y apareció Heather, con un vestido largo dorado y la larga cabellera caoba recogida en un peinado muy elaborado.

– Lo has conseguido -dijo, con alivio-. Deprisa, entrad.

– Has avisado a la prensa -la acusó Jack.

– Sí, pero sólo porque esta vez los muy desgraciados van a tener que hablar del trabajo benéfico que hacemos. Además, me he asegurado de que pagaran los mil dólares de la entrada. Cada uno.

Heather los hizo entrar en una cocina enorme y llena de gente que se movía de un lado a otro, cerró la puerta y abrazó a su hermano con fuerza.

– Eres un encanto por hacer esto -dijo.

– Recuérdalo la próxima vez que te enfades conmigo -replicó Jack, apartándose y tornando a Sam de la mano-. Sam, te presento a mi hermana Heather. Heather, Samantha O’Ryan.

– La acompañante que te supliqué que encontraras.

Heather miró a Sam de arriba abajo. Jack sonrió al ver que su dura, versátil, intrigante y bella chica de playa le sostenía la mirada.

– ¿Eres real? -preguntó Heather.

Sam parpadeó sorprendida.

– ¿Cómo que si soy real?

– ¿Te ha contratado o sales con él de verdad?

– No empieces, Heather -la reprendió su hermano.

Sam soltó una carcajada.

– Dime que no estás tan necesitado como para contratar a alguien -le pidió a Jack.

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