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Jill Shalvis: Sedúceme

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Jill Shalvis Sedúceme

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Merecía la pena romper todas las reglas por un hombre como él… Regla número 1: Nada de citas a ciegas. Después de haberse enfrentado a muchas, Samantha O’Ryan no estaba dispuesta a volver a tener otra cita a ciegas… Hasta que su mejor amiga le pidió un favor y conoció a Jack Knight. Si hubiera sabido lo guapísimo que era, no habría protestado. Regla número 2: Nada de besos en la primera cita. El problema fue que, después de una sola cita con Jack, Sam quería mucho más que besos, lo cual debería haber sido motivo suficiente para no tener una segunda cita. Pero no lo fue. Regla número 3: Nada de enamorarse. Sam había decidido tener un romance sin ataduras… hasta que Jack empezó a hablar de amor…

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Cinco días después, todos los periódicos sensacionalistas decían que se había convertido en grosero y que se negaba a firmar autógrafos.

Era el problema de ser una estrella del baloncesto conocida por sus impresionantes saltos y su puntería infalible. No tenía intimidad en ninguna parte. Había pasado un año desde que la lesión de la rodilla lo había dejado fuera de la NBA y había provocado la rescisión de su contrato con los San Diego Eals. Un año.

Al principio, los paparazzi lo habían estado hostigando sin dar importancia al hecho de que la decisión de retirarse prácticamente lo había destrozado.

Y seguían persiguiéndolo sin darle tregua. No sabía si era porque los Eals no habían ganado el campeonato sin él o porque lo habían descubierto entrenando a unos jóvenes y pensaban que podía volver a jugar en la liga.

Pero aquello era impensable. Tenía la rodilla destrozada. Dos operaciones la habían dejado utilizable, pero no apta para un jugador de la NBA. Y, a decir verdad, había tenido que soportar tanto de la prensa, del público y de los entrenadores que no echaba de menos jugar tanto como para preocuparse por ello.

La gala de beneficencia de aquella noche, planeada meticulosamente por su filantrópica hermana, iba a ser una pesadilla para él. Aun así, había accedido a ir porque, por necio que pareciera, su sola presencia garantizaba dinero para los chicos a los que Heather se esforzaba tanto en ayudar. Aquel año estaba recaudando fondos para un nuevo centro recreativo, y él quería hacer cuanto estuviera en su mano para que aquellos chicos, a los que había estado entrenando como voluntario de la fundación, tuvieran un lugar donde hacer deporte y actividades después del colegio.

Miró de reojo a su acompañante mientras conducía por el paseo marítimo. Si su presencia servía para que Heather consiguiera dinero, la de Sam serviría para que él se ganara la aprobación de su hermana. Heather no sospecharía de Samantha O’Ryan. Tenía los ojos verdes y brillantes, los labios brillantes y la larga cabellera rubia peinada con un simpático moño, del que se escapaban algunos mechones que Jack se moría por tocar. Tenía un aspecto sofisticado y elegante, y a la vez descuidado, como si quisiera que la gente supiera que podía perder aquella imagen en cualquier momento. Si se lo preguntaban, a Jack le parecía increíblemente sensual. Era delgada, y el vestido negro que llevaba le realzaba tan bien las curvas, que tal vez pudiera sacar más provecho a la noche. Sin duda, tenía que darle las gracias a Cole.

– Te agradezco que hagas esto -dijo.

Ella se encogió de hombros y se inclinó hacia la ventana. A Jack lo conmovió ver el placer que le causaba sentir el viento en la cara.

– ¿Un bonito paseo y una cena gratis? No es problema.

Jack sonrió, aún impresionado por el hecho de que no tuviera idea de quién era. Cualquier otro hombre acostumbrado a que todo el mundo estuviera pendiente de él se habría molestado, pero Jack no. Para él era muy divertido y extrañamente refrescante.

– Ya has comentado que temías que fuera tu peor pesadilla -añadió.

Sam lo miró con mala cara.

– ¿Y cuál imaginas que sería mi peor pesadilla?

– No sé, tal vez un viejo, con una barriga considerable y un peluquín barato.

– No tengo nada en contra de la edad ni de las barrigas.

El gesto petulante de Sam lo hizo reír.

– Sé sincera. Algo te preocupaba. ¿Que tuviera mal aliento? ¿Que fuera enano?

– Por lo que sé, aún puedes tener mal aliento.

Él arqueó una ceja y le lanzó otra mirada arrolladora.

– ¿No vas a reconocer que podría haber sido peor?

– La noche es demasiado joven…

– ¿Qué podría salir mal?

En aquel momento, Jack prefería no pensar en la reacción de su hermana ni en el acoso de los paparazzi que seguramente lo esperaban en la puerta.

– Puede que mastiques con la boca abierta -contestó ella-. O que tengas seis dedos en un pie.

Él sacudió la cabeza.

– ¿Seis dedos?

– Los pies raros están prohibidos.

– ¿No puedes salir con un tipo que tenga los pies feos?

– No después de descubrir que los tiene.

Dentro de los zapatos, Jack flexionó los dedos, feliz de tener sólo diez, pero sin estar seguro de que no fueran feos, jamás había pensado en ello.

– Eres un poco intransigente, ¿no?

– Sí.

Él asintió. Valoraba la intransigencia. De hecho, era implacable consigo mismo. Pero no con una mujer. Si de algo estaba seguro, era de que nunca había echado a una mujer de su cama por tener los pies feos.

– Por cierto, ¿por qué necesitabas que te consiguieran una cita? -preguntó Sam, mirándolo con curiosidad-. No se puede decir que seas desagradable a la vista, ni pareces estar loco de atar.

Jack soltó una carcajada por el dudoso cumplido.

– Digamos que este año no he salido mucho, y si esta noche no aparezco con una mujer, mi hermana me echará la caballería encima.

– ¿La caballería?

– Sus amigas, las amigas de sus amigas y las amigas de las amigas de sus amigas. Créeme, es horrible.

– Ah.

La sonrisa comprensiva de Sam le hizo perder el hilo, y estuvo a punto de quedarse boquiabierto, porque ella tenía unos ojos preciosos y cuando sonreía de aquella forma era irresistible.

– Así que… -balbuceó Jack, ansioso por decir algo que la complaciera para que no dejara de sonreír-. ¿El Wild Cherries es tuyo?

– Sí.

– Debe de ser agradable que te preparen la comida todos los días.

Aquella vez fue Sam la que no pudo contener la risa.

– Soy yo la que cocina. Y la que atiende a los clientes, y como hemos estado bastante ocupados, supongo que debería pedirme un aumento. Aunque mi amiga Lorissa me ayuda, siempre tenemos mucho lío.

– Estoy impresionado -dijo él, tan fascinado con las carcajadas como con la sonrisa de Sam-. Yo suelo pedir comida a domicilio. ¿Cómo te las arreglas para hacerlo todo?

– El café es pequeño y, como has visto, sólo abrimos medio día, así que no es tan duro.

– Lo cual te deja tiempo para…

– No hablemos tanto de mí, que no hay mucho que contar. Mejor hablemos de ti.

A las mujeres les encantaba que les contara su vida, pero hacía años que no lo emocionaba tanta adoración. Lo último que quería era pensar en sí mismo, y mucho menos hablar de su vida.

– Créeme, tampoco hay tanto que contar.

– No sé por qué, pero no me lo creo -dijo ella, echando un vistazo a su alrededor-. Vives bien, e imagino que deberás de hacer algo para sostener este nivel de vida.

– Últimamente no.

Sam lo miró a los ojos.

– ¿Quieres decir que eres rico y no haces nada?

– Si.

Ella se encogió de hombros, quitándole importancia. Aquello era lo que a Jack le gustaba de Sam: que no le exigía respuestas. Y por primera vez en varios años se sentía relajado, él mismo, porque con ella no parecía haber explicaciones preconcebidas. No era una chica que se derritiera por las caras conocidas ni pretendía aprovecharse de su fama; sólo era una mujer que trataba de sobrellevar una cita a ciegas de la mejor manera.

A él le encantaba su actitud.

– Estoy retirado -reconoció.

Jack esperaba que se riera o que le exigiera más información. De hecho, probable mente merecía que le dijera más. Pero ella se limitó a asentir.

– Debiste de hacer una buena carrera antes de retirarte.

– Sí…

Había sido una carrera infernal. Su equipo era famoso por los escándalos sexuales, policiales y mafiosos. Y como capitán, Jack estaba siempre en el ojo del huracán. A la prensa le encantaban las travesuras de los Eals, y a ellos les encantaba que Jack los odiara. De hecho, después de que sus abogados ganaran varios juicios por difamación, habían etiquetado alegremente de divo a Jack el Escandaloso.

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