Jill Shalvis - Sedúceme

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Merecía la pena romper todas las reglas por un hombre como él…
Regla número 1: Nada de citas a ciegas.
Después de haberse enfrentado a muchas, Samantha O’Ryan no estaba dispuesta a volver a tener otra cita a ciegas… Hasta que su mejor amiga le pidió un favor y conoció a Jack Knight. Si hubiera sabido lo guapísimo que era, no habría protestado.
Regla número 2: Nada de besos en la primera cita.
El problema fue que, después de una sola cita con Jack, Sam quería mucho más que besos, lo cual debería haber sido motivo suficiente para no tener una segunda cita. Pero no lo fue.
Regla número 3: Nada de enamorarse.
Sam había decidido tener un romance sin ataduras… hasta que Jack empezó a hablar de amor…

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– He dicho que sí.

– Te daré…

– Lor, cariño, voy a quedar con él.

Lorissa parpadeó y sonrió aliviada.

– ¿En serio?

– Sí, pero te advierto que si tiene el pelo sucio, le huele el aliento a ajo o trata de indagar en mis sentimientos, me largo.

– Hecho.

Sam se dio la vuelta y miró hacia la playa. Había cuatro o cinco surfistas, y varias personas corriendo por la arena. Para ser una noche cálida de agosto, el lugar estaba tranquilo.

– Vamos a nadar.

Lorissa miró el reloj, algo que hacía raras veces. De hecho, Sam no se podía creer que llevara puesto un reloj.

– Tengo una hora antes de salir con Cole -advirtió.

– Has llegado tarde desde el día en que naciste. ¿A qué se debe esta repentina preocupación por la puntualidad?

– Voy a conocer a sus padres.

Samantha tardó en reaccionar. Al parecer, la relación con Cole era más sería de lo que había pensado.

– ¿Cuánto hace que estáis juntos? ¿Una semana?

– Sí, pero parece toda la vida -suspiró Lorissa.

De camino hacia el agua, Sam adoptó una actitud protectora.

– ¿A qué se dedica?

– A la mercadotecnia.

– Mercadotecnia… -repitió, pensando en lo imprecisa que era aquella contestación.

Siempre llevaban el traje de baño puesto, y se quitaron el vestido.

– Te prometo que te va a encantar -dijo Lorissa.

Sam no acababa de creerla. En su fuero interno, estaba dispuesta a odiar al hombre que había cautivado el corazón de su mejor amiga. Más le valía tratarla bien, porque de lo contrario tendría que vérselas con ella.

– Lo que me recuerda -añadió Lorissa, con una mueca- que hay una condición para tu cita.

– ¿Una condición?

– Además de ser amigo suyo, el tipo es cliente de Cole. Tienes que ir con él a una gala benéfica…

– ¿Con ropa de fiesta?

– Sí. Tienes que ser amable en la cena y en la subasta, y no puedes hablar con la prensa.

– ¿Quién es ese tipo?

Sam imaginó a un hombre de negocios meloso y estrafalario de Hollywood.

– Sólo recuerda que es rico.

– Genial.

– Entonces, ¿aceptas la condición? ¿Lo de no hablar con la prensa y eso? -preguntó Lorissa, mirándola con preocupación-. Aunque como nunca les has tenido mucho cariño a los periodistas, no debería ser ningún problema, ¿verdad?

La noche siguiente iba a ser un gran ejercicio de paciencia para Sam. No tenía nada en contra de las citas. Bien al contrario, le gustaba salir y conocer a hombres. Pero salir con uno al que no había elegido y teniendo que atenerse a ciertas reglas iba en contra de sus principios.

Aun así, al ver el gesto esperanzado de su amiga no pudo negarse.

– No hay problema -dijo, con una sonrisa poco convincente.

A Lorissa se le iluminó la cara.

– Te debo una.

– Sí. No lo olvides.

Acto seguido se zambulleron en una ola en perfecta sincronía.

Al anochecer del día siguiente, Sam estaba tumbada en la tabla entre las olas, mirando el sol que se hundía en el mar; era aquella hora deliciosa entre el día y la noche, en la que los pájaros y las estrellas pugnaban por un espacio en el cielo oscuro. No había viento, el aire estaba caliente y el agua fresca le acariciaba la piel con su vaivén tranquilizante.

Sam pensó que podría quedarse así el resto de la noche y que nunca se cansaría.

– ¡Sam!

Lorissa la había encontrado y, probablemente, justo a tiempo para la cita. Por el vocabulario soez que oía por encima del rumor de las olas, Sam supo que no le quedaba mucho tiempo para la hora convenida, pero permaneció en el agua, como si esperase que se llevara las dudas. No solía angustiarse, o al menos era lo que le gustaba pensar, pero aquel día estaba muy inquieta.

Le habría gustado no haber accedido a quedar con aquel desconocido. Habría preferido quedarse viendo la televisión y cenando sola. Sabía que tenía los ingredientes del último emparedado de queso que había creado, y nada le apetecía más que darse un atracón.

– ¡Samantha Anne O’Ryan, sal del agua!

Con un suspiro, se dio la vuelta y dejó que una ola la arrastrase a la playa. Al llegar a la arena caliente, se apartó el pelo de los ojos y sonrió.

– Hola.

Lorissa puso los brazos en jarras y la miró con seriedad.

– No le veo la gracia.

– Bueno, voy a llegar un poco tarde.

– ¿Te parece bonito?

– Aún faltan diez minutos para que venga a buscarme.

– Ya está aquí.

– Oh, no -dijo Sam, sentándose y tomando la toalla que Lorissa le había arrojado a la cara-. Un obsesivo compulsivo.

– Le he dado un refresco. Está en una de las mesas de la terraza.

– Pero si ya he cerrado.

– Y yo he vuelto a abrir. Cerraré cuando te hayas ido. Vamos. Entremos por la puerta trasera e iremos al cuarto de baño para que te arregles.

Samantha se miró el biquini. Estaba cubierta de arena y tenía cardenales en el muslo y en la cadera, por culpa de la caída que había sufrido aquella mañana con la tabla.

– Estoy bien así -dijo.

– Ni se te ocurra.

– Era una broma. Anímate; soy yo la que tiene una noche aburrida por delante -replicó Sam, poniéndose en pie y acariciándole la mejilla-. La verdad es que estás tan mona cuando te pones maternal y me gritas, usando hasta mi segundo nombre…

– Si no te das prisa, seré menos maternal al gritarte.

– Está bien. Ya voy.

Acto seguido, con cuidado de que no las vieran, entraron en la cocina del Wild Cherries y se escabulleron por detrás de la barra. Ya en el cuarto de baño, Sam se acercó al lavabo y se miró al espejo. El reflejo no mentía; tenía el pelo enredado y no llevaba maquillaje.

– Empieza a arreglarte; estás hecha un asco -dijo su supuesta mejor amiga, señalando el agua fría que salía del grifo.

– De verdad que me debes una.

Sam maldijo, pero se sacudió la arena del cuerpo y metió la cabeza bajo el agua para quitarse la sal del pelo. Después pidió una toalla y empezó a secarse.

– Recuerda que no debes hablar con la prensa.

– Lo recuerdo -afirmó Sam, descolgando el vestido negro de fiesta que tenía en el ropero del baño-. Lo que no recuerdo es que me hayas dicho si es atractivo o no.

Lorissa la miró a los ojos a través del espejo mientras Sam se ponía el estrecho vestido sobre el biquini y se calzaba unas sandalias de tacón de las que sus compañeros de surf se habrían reído, sabiendo que, como mucho, tendría media hora de comodidad antes de que sus pies se convirtieran en un infierno de ampollas.

– No puedes ponerte el biquini debajo del vestido -dijo Lorissa.

– ¿Cuánto te apuestas a que sí?

– Se ven los tirantes.

– De acuerdo.

Sam levantó los brazos, se quitó la parte de arriba, aún húmeda, y la guardó en el bolso.

– Por si acaso -añadió.

– ¿Por si acabas nadando en el club de campo Palisades?

Cuando se había enterado del lugar al que iban, Sam lo había buscado en Internet y había visto que era el lugar más elegante de la ciudad. Imaginaba que debían de servir caviar y cócteles que ni siquiera sabría pronunciar. Se tocó el pelo mientras se echaba otro vistazo en el espejo. No estaba bien.

– Debería secármelo, ¿verdad?

– El secador se rompió hace seis meses, y no te compraste otro.

– No importa -afirmó Sam, haciéndose un moño y buscando algo con qué sujetárselo.

Lorissa puso los ojos en blanco y se quitó el broche que llevaba para ofrecérselo,

– Maquillaje -dijo.

Samantha sabía que no era una petición y levantó la cara para que su amiga pudiera ponerle colorete, rímel y brillo de labios.

– Quédate con el brillo y ponte un poco de vez en cuando. No te olvides, por favor. Ahora, sal y…

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