Jill Shalvis - Una princesa en apuros

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Una princesa en apuros: краткое содержание, описание и аннотация

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¿Qué hacía una princesa en un rancho de Texas…?
Había ido de primera a tercera clase, le habían robado, después se había calado en mitad de una tormenta y finalmente había acabado perdida en un rancho lleno de animales aterradores… En resumen, la princesa Natalia Brunner había tenido días mejores que aquel. Si no hubiera sido por el oportuno rescate de aquel guapísimo cowboy, se habría dado por vencida. Pero, como en las viejas películas del oeste, el sexy Tim Banning iba a pedirle que se olvidara de la corona y se quedara por allí un tiempo…

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Natalia se apresuró a apartar la mirada.

– Claro que no.

– Claro que sí.

Ya, no. Aunque le fuera la vida en ello, estaba decidida a no volver a mirarlo. De hecho, ni siquiera iba a mirar por la ventana, no se fuera a creer que lo estaba mirando a él. Giró la cabeza hacia el otro lado y se encontró con la mujer gorda roncando de nuevo.

Suspiró y se quedó mirando al frente con una pose todo lo real y tranquila que pudo. Consiguió aparentar calma incluso cuando el avión entró en una nube de turbulencias.

¿Hubiera sido demasiado pedir que la agarrara otra vez de la mano, por favor?

El avión aterrizó a su hora y al salir la tripulación se burló de ella, especialmente Fran.

– Despídanse de Su Majestad -bromeó haciendo reír a Tim.

«Muy gracioso», pensó Natalia mirándolo a los ojos.

Se apresuró a salir de allí. Tenía que encontrar la próxima puerta de embarque en aquel tremendo aeropuerto. ¿Dónde estaba exactamente? Ah, sí, en Dallas, Texas, donde las mujeres llevaban el pelo exageradamente ahuecado y los hombres lucían hebillas más grandes que…

Bueno, mejor no hacer comparaciones.

No estaba dispuesta a encontrarse de nuevo con la historia del overbooking, así que se dirigió a toda prisa a la terminal B, pero iba tan contenta de que todo el mundo la mirara que se equivocó y apareció en la C.

No estaba dispuesta a perder el vuelo, así que se puso a correr con aquellas botas, que eran muy bonitas, pero, desde luego, no estaban diseñadas para correr el maratón.

No había llegado aún y ya estaba toda sudada y con la respiración entrecortada.

«Me tengo que poner en forma», pensó haciendo una parada para no ahogarse.

– Eh, quítese de en medio -le gritó el conductor de un cochecito de golf.

¡Un cochecito de golf!

– Menos mal -dijo intentando subirse-. Lléveme a la puerta… -se interrumpió para consultar la tarjeta de embarque…

– No la llevo a ningún sitio -dijo el hombre.

– ¿Cómo? Usted no sabe quién soy yo, ¿verdad?

– Me importa un bledo. A mí, como si es usted Santa Claus -contestó el hombre-. Esto es solo para pasajeros mayores -concluyó alejándose y dejándola allí con cara de boba.

No había alternativa. A correr otra vez. Consiguió llegar a la puerta de embarque dos minutos antes de que saliera el vuelo.

Se apoyó sobre el mostrador incapaz de hablar. La azafata la miró sin misericordia mientras golpeaba el mostrador varias veces con el bolígrafo.

– ¿Puedo… embarcar? -consiguió decir con una gran sonrisa. Por si acaso.

– Lo siento, pero el vuelo ha sido cancelado a causa de las condiciones climatológicas.

– ¿Qué?

– Hay una terrible tormenta en Nuevo México.

– Pero si es precisamente allí donde tengo que ir.

– Sí, usted y doscientas personas más.

Muy bien, había llegado el momento de sacar el móvil y llamar a casa. Sí, seguro que su padre y Amelia la sacarían de aquel horror. Aquel pensamiento la llenó de satisfacción. Amelia era su Mary Poppins privada y sus hermanas y ella ya habían asumido hacía tiempo que cuando su niñera estaba cerca ocurrían cosas extrañas que no tenían explicación.

Amelia siempre percibía cuándo la necesitaban sus niñas y seguro que aquella vez no habría sido diferente.

Le diría «ya te lo dije» mil veces porque Amelia, que olía los problemas a distancia, no había querido que Natalia viajara sola, pero daba igual. Cualquier cosa con tal de arreglar aquella situación.

– No hay vuelo hasta mañana -le informó la azafata.

– ¿Mañana?

– Mañana.

Natalia sintió deseos de golpearse la cabeza contra el mostrador y ponerse a llorar, pero, por supuesto, no lo iba a hacer.

– ¿Y mi equipaje?

– Lo encontrará en su destino final.

– ¿Está usted de broma?

La mujer ni sonrió.

– No está de broma.

– Bromear no forma parte de mi trabajo -le aseguró la azafata.

Natalia negó con la cabeza.

– Esto no puede estar sucediendo.

– Le sugiero que consulte el horario de autobuses.

– ¿Autobuses?

– Autobuses.

Autobuses.

Sí, efectivamente, había un horario de autobuses fuera y allí fue donde se encontró Natalia tres cuartos de hora después. Bajo el ardiente sol, con un calor sofocante y esperando al autobús.

«En los autobuses no dan de comer», pensó mientras se quitaba la cazadora de cuero. «Ni hay azafatas ni bolsitas de cacahuetes».

Menos mal que le habían dicho que sí que había «retrete».

Gracias a Dios.

Lo malo era que se estaba muriendo de hambre.

Como estaba un poco rellenita, no pasaba nada porque se saltara una comida.

«Como estoy rellenita, tengo buenos pechos», se recordó.

Claro que tener buenos pechos daba igual porque se había pasado la vida con carabina.

«Ahora, no», se dijo.

Sonrió. Estaba sola, lo que siempre había querido. Tenía que conseguir que su familia se sintiera orgullosa de ella. Costara lo que costara.

La vida le parecía maravillosa y sabía que era una privilegiada, pero quería ver qué había más allá de las fiestas de beneficencia.

No solo verlo sino probarlo.

Difícil con dos hermanas, guardaespaldas, niñera, un pueblo entero y un padre protector. Menos mal que había conseguido volar sola. Aquello iba a ser una aventura. Bueno, ir a la boda de la hija de la mejor amiga de su madre no era precisamente una gran aventura, pero ya era algo. Aunque su hermana mayor, Andrea, también iba a ir, Natalia había conseguido ir por su cuenta. A su padre no le había encantado la idea, pero había acabado cediendo. No sin antes repetirle hasta la saciedad que tuviera cuidado y que llamara a menudo.

Natalia se moría de ganas por ver a su hermana mayor, que era un chicazo, vestida de forma femenina en la boda. En ese momento, restalló un trueno y la hizo dar un respingo. Ojalá cualquiera de sus hermanas estuviera allí. Sería divertido que la pequeña Lili, que tenía veintitrés años, hubiera podido ir con ella, pero tenía sus responsabilidades y habían quedado en encontrarse en Taos.

Inmediatamente, un relámpago iluminó el cielo. Oh, oh, aquello no era buena señal. Natalia abrazó el teléfono y se preguntó si no sería hora de llamar a casa. Solo porque estarían preocupados, claro.

Un trueno y un relámpago más fueron suficientes para que marcara el número a toda velocidad.

– Cuéntamelo todo -dijo la voz de Amelia.

– ¿Y si no hay nada que contar? -contestó Natalia.

– Natalia, cariño, tú siempre tienes algo que contar. Suéltalo ya. Sé que estás bien, eso seguro.

– Sí, estoy bien -dijo mirando al cielo-. Muy bien, la verdad -añadió para que no hubiera dudas-. Estoy perfectamente -tartamudeó ante otro trueno.

– Hmm.

Hubo un silencio. Obviamente, Amelia estaba esperando a que lo soltara todo, pero Natalia consiguió morderse la lengua.

– Ya sabes que, si nos necesitas, estamos aquí.

– ¿Quieres decir si la fastidio?

– Las princesas no hablan así, señorita -le reprendió Amelia-. Si necesitas algo, lo que sea, ya sabes que solo tienes que llamarme.

Claro que lo sabía y la reconfortaba mucho.

Sintió un nudo en la garganta al darse cuenta de lo mucho que la quería. Precisamente porque ella también quería mucho a los suyos tenía que hacer bien su papel para que se sintieran orgullosos. Y si, de paso, podía tener aventuras, mejor.

– Natalia, ya sé que querías pasar una semana sola, pero es mucho tiempo para alguien como tú. No pasa nada por que lo reconozcas.

– ¿Lo dices porque no tengo experiencia en el mundo real?

– Si necesitas algo…

– No necesito nada -contestó Natalia-. Amelia, tú me entiendes, ¿verdad?

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