Jessica Steele - Cuestión de principios

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Carlyle Hetherington era un hombre de negocios que estaba acostumbrado a tomar decisiones rápidas.
Y no perdió mucho tiempo en sacar sus propias conclusiones acerca de Kelsa. Esta, nunca había conocido a un hombre tan arrogante y hostil como el. ¿Cómo se atrevía este a asumir que ella era el tipo de chica que estaría dispuesta a progresar, convirtiéndose el la amante del presidente de la compañía, en este caso, el padre de Carlyle?

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Despertó a las seis y su primer pensamiento fue para Lyle. Durante unos diez segundos, estuvo segura de que estaba completamente equivocada y que también la madre de él tenía una idea del todo errónea. ¡Era demasiado increíble para ser creíble! Pero luego, la cruda realidad la dominó. Cruda, porque Lyle había dicho que un hombre podía perder la cabeza por ella… pero él no había perdido la cabeza, ¿verdad? Todo el tiempo que la estuvo conquistando, debió de tener la mente muy clara. A diferencia de ella, que entonces y desde entonces había sido completamente estúpida. ¡Qué inexperta era! La dolorosa verdad era que él nunca perdería la cabeza por ella. ¡Si ni siquiera le gustaban las rubias! Con demasiada claridad recordó a la hermosa y elegante mujer que lo había acompañado la última vez que ella y Nadine habían cenado con su padre y, bruscamente, saltó de la cama.

Entró a la sala, invadida por los celos, porque aunque Lyle la había sacado a cenar una vez, no eran las rubias las que le gustaban, sino que siempre preferiría a las morenas.

A Kelsa todavía se le hacía difícil creer, que él iría tan lejos como casarse , para obtener el control del Grupo Hetherington. Luego, de pronto recordó algo más que le cayó como un golpe y le heló la sangre. Sus pensamientos regresaron al jueves pasado. Ese había sido el día siguiente a aquél en que fueron a ver a su tía Alicia… cuando la señora Ecclestone había confirmado que ella no era la hermana de Lyle, porque su medio hermana había muerto desde pequeña. Lyle había pasado por la oficina de Kelsa el jueves y, después de unas palabras, la había invitado a cenar esa noche. Ella, desde luego, había aceptado y había estado hechizada por el encanto de él toda la velada. Pero regresando a la mañana en la oficina, cuando Ramsey Ford vio a Lyle y le preguntó acerca de sus planes de expansión, Lyle le respondió: “Estoy trabajando en eso”, y teniendo en cuenta que él y Kelsa no estaban emparentados, había dicho: “Anoche pensé en una manera excelente de conseguir el financiamiento que necesito”.

Atónita, al darse cuenta de que ella debía ser tan ingenua como su madre, Kelsa comprendió que había llegado el momento de tomar una decisión. Puesto que, de todos modos, tenía la intención de transferirle toda su herencia a Lyle, no tenía importancia si él se casaba con ella por interés o no. Lo que estaba en juego era su orgullo y cómo se sentiría cuando, al enterarse Lyle de que toda la fortuna era suya, olvidara por completo sus promesas de: “Me comunicaré contigo cuando regrese”, olvidara que le envió flores, y su mensaje de: “¿Puedo suponer que estás pensando en mí como yo pienso en ti?” y, probablemente, la ignoraría por completo la siguiente vez que se encontraran en los corredores de Hetheringtons. O lo que sería peor, ejecutaría su amenaza de despedirla, en cuanto él estuviera al mando. Sin pensarlo más, la cuestión estaba resuelta para Kelsa.

No fue a trabajar y como a las nueve y diez telefoneó a la oficina y pidió hablar con Nadine.

– Nadine…-empezó.

– Te dormiste -supuso Nadine.

– No; no es eso -corrigió Kelsa rápidamente y habiendo tenido tres horas para pensar lo que iba a decir, continuó-: ¿Te importaría mucho si no trabajo el resto del tiempo, de mi aviso de renuncia?

Hubo un silencio atónito en el otro extremo de la línea y luego Nadine, para alivio de Kelsa, recuperó su acostumbrada serenidad.

– Suenas muy seria, Kelsa. ¿Tienes algún problema en el que yo te pueda ayudar?

– No, no es ningún problema -tuvo que mentir Kelsa-. Sólo es que… estuve pensándolo el fin de semana… y… me parece que es lo que debo hacer. Si tú puedes arreglártelas…

– Claro que puedo arreglármelas… o buscar ayuda de alguien, ¿pero estás segura…?

Pasaron otros cinco difíciles minutos hasta que, sintiéndose bastante mal al concluir su trabajo en Hetheringtons, por fin colgó la bocina.

Hecho esto, telefoneó al agente por medio de quien había rentado su apartamento, para rescindir su contrato, ya que había decidido regresar a Drifton Edge al anochecer. Sabiendo que el agente no tendría ninguna dificultad para volver a alquilar su apartamento, Kelsa lo encontró muy dispuesto a comunicarse con los de la mudanza y otros servicios.

– Con que me entregue usted la llave cuando termine, lo demás no será problema -le aseguró-. Si es que ya está cerrada la oficina, eche aquella en el buzón… etiquetada, desde luego -le recordó él.

Kelsa pasó una mañana y parte de la tarde muy ocupada, empacando las cosas que pudiera transportar en el coche y pensando en cómo había coqueteado brevemente con Londres, y se había quemado los dedos; y ahora, mientras todavía le quedaba su orgullo, se iba de ahí.

Pero una prueba de lo mucho que deseaba quedarse, fue cuando iba a tirar la canasta de flores de Lyle y encontró que simplemente no podía hacerlo . Tenía la mano sobre el asa de la canasta, cuando se quedó inmóvil. ¡Maldito!, pensó, furiosa, y odió a Lyle como se odió a sí misma, por ser tan vulnerable. Aun cuando sabía que esas flores eran una mentira, no podía tirarlas.

Todavía tenía algunas cosas que hacer, cuando se dio cuenta de que debía dejar lo que estaba haciendo, si quería llegar a tiempo a la cita que tenía a las cuatro y media con Brian Rawlings.

Había pensado irse directamente a Drifton Edge de la oficina de los abogados, pero el tiempo estaba en su contra y se fue a su cita, sabiendo que tendría que regresar al apartamento.

– Pase, señorita Stevens -le sonrió Brian Rawlings, dándole la mano cuando la secretaria la introdujo a su oficina-. Dígame, ¿en qué puedo servirle?

La cita fue más larga de lo que Kelsa planeó, pues, aunque ella creía que simplemente tenía que decir que no quería el legado y ya, Brian Rawlings parecía dispuesto a ponerle obstáculos.

– Tiene usted que estar muy segura -insistió él-. A lo que usted piensa renunciar es…

– No pienso señor Rawlings -dijo Kelsa con firmeza-; lo hago. Y estoy muy segura… Y… -no sabiendo mucho del aspecto legal, empezó a sentir pánico-… y nadie puede obligarme a aceptarlo, si no lo quiero.

– Pero el señor Garwood Hetherington quería que usted…

Así continuó la discusión media hora más, hasta que por fin Kelsa convenció a Brian Rawlings de lo inflexible de sus intenciones. Le dio su dirección y el teléfono de Drifton Edge, para el caso de que necesitara alguna firma o tuviera alguna duda y salió de la oficina para ir a su apartamento por última vez.

Ahí, terminó de empacar y después de llevar el último bulto a su coche, regresó al apartamento a echar un último vistazo. Estaba a punto de salir, cuando sonó el teléfono. Se acercó, sabiendo que sería la última vez que lo contestaría en ese domicilio, y alzó la bocina.

– ¿Hola? -dijo y por poco se desmaya al oír la voz de Lyle.

– ¿Me extrañas? -preguntó él con suavidad, haciendo que el corazón de Kelsa se acelerara tontamente, a pesar del antídoto de orgullo que había recibido. Lo único que se le ocurrió era que tenía que desengañar a este hombre, dueño de su corazón, de cualquier noción de que ella lo encontraba maravilloso.

– ¿Extrañarte? -repitió, y con una risita-: ¡Pero si sólo has estado ausente cinco minutos!

El silencio que siguió a esas palabras era tangible, pero el tono de voz de Lyle era sereno cuando preguntó, un segundo después:

– ¿Pasa algo malo, Kelsa?

– ¿Malo? -replicó ella-. ¡No, nada! Sólo estoy apurada para salir.

– ¡Tienes una cita ! -se molestó él.

– Yo… no quiero tenerlo esperando -aprovechó ella y de inmediato recibió una letanía del Lyle Hetherington que conoció al principio, pues él, con la rapidez de un rayo, vociferó:

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