Jessica Steele
Rapsodia húngara
Rapsodia húngara (1994)
Título Original: Hungarian rhapsody (1992)
– No queda más que cancelar el viaje -concluyó Constance Thorneloe ante la mirada incrédula y consternada de Ella. Su padre sabía muy bien la ilusión con que su madre había esperado hacer el viaje a Sudamérica y ahora, a sólo cinco semanas de la fecha fijada, llamó por teléfono para cancelarlo, bajo la excusa de no poder ausentarse de la oficina por tanto tiempo.
A pesar de todo, su madre insistía en defenderlo.
– Supongo que no es buena idea dejar solo el negocio por tanto tiempo -añadió Constance, haciendo a un lado su frustración.
– ¡Ni siquiera se dignó decírtelo personalmente a la hora del desayuno! -protestó Ella, molesta ante la siempre resignada actitud de su madre-. ¡Tú y papá no han salido de vacaciones en años!
– Lo sé, querida, pero…
– ¡Nada! -exclamó Ella furiosa. No había excusa posible. Su padre siempre ponía pretextos para no ir a ningún lado. De hecho, Ella dudaba que él hubiera tenido la intención de hacer el viaje a Sudamérica. En realidad, tal parecía que su padre se deleitaba frustrando siempre lo planeado por ambas, pero ahora tendría que pasar sobre su cadáver para cancelar el viaje que su madre tanto había anhelado. ¡Ya era tiempo de que alguien se enfrentara al dueño y señor de Thorneloe Hall!-. ¿Qué te parece si voy yo en su lugar? -preguntó, tratando de controlar su rabia.
– ¿Lo harías? -el rostro de su madre se iluminó al escuchar la proposición de la joven-. ¿No crees que tu padre se opondrá?
– ¡Por supuesto que no! -replicó Ella con voz firme, aunque dudando en secreto.
– Pero, ¿y la tienda? -tal parecía que Constance Thorneloe tenía que pensar de inmediato en un obstáculo.
Ella era la principal organizadora de una tienda de beneficencia de la ciudad. Y puesto que su marido no le permitía a su hija trabajar por un salario, ésta le ayudaba en la tienda dos días a la semana, así como en las otras muchas obras de caridad que Constance promovía.
Sin embargo, al llegar la noche todos los posibles obstáculos habían sido hechos a un lado. Dos buenos amigos de Ella, Hatty Anvers y Mimi Orchard, aceptaron ayudar en la tienda mientras las dos salían de vacaciones. Lo único que faltaba era informarle a Rolf Thorneloe acerca de los nuevos planes.
Para no irritar a su padre antes de darle la noticia, Ella se propuso no llegar tarde a la cena. Su hermano David, dos años más grande que la joven y de carácter dulce y apacible como el de su madre, ya estaba presente cuando la chica arribó.
“Mi querido hermano”, pensó la joven al verlo. Aunque Ella y su padre podían enfrascarse en furiosas riñas, no así David, quien prefería callar sus opiniones para evitar altercados. Un año antes, sin embargo, los había sorprendido al protestar con energía, después de ser regañado por su padre.
– ¡Serás tratado como un adulto cuando actúes como tal! -exclamó el señor en esa ocasión. Y debido a su mal humor, continuó haciéndoles la vida imposible a todos durante el resto de la semana.
– ¿Ninguna cita esta noche, David? -preguntó Ella, orando para que no hubiera razón alguna para contrariar a su padre.
– Aún está en el salón de belleza -bromeó David, y Ella tuvo el presentimiento de que si se atrevía a preguntar sobre la relación de su hermano con Viola Edmonds, una ex compañera de la universidad con la cual había estado saliendo, él se encerraría en su acostumbrado mutismo-. El viejo ha estado de buen humor hoy -comentó David, cambiando de tema.
“Por supuesto que está de buen humor”, pensó Ella, tratando de no enfurecerse. Después de cancelar el viaje por teléfono, él tenía razón para estarlo, pero no sabía lo que le esperaba.
En ese momento la puerta del comedor se abrió para dar paso a sus padres. Un vistazo al adusto rostro de Rolf Thorneloe la convenció de que cualquier indicio de buen humor que David hubiera visto en la oficina, había desaparecido. Con seguridad se enteró de que su madre decidió viajar sin él.
Ella miró a su hermano y pensó: “David, prepárate porque esta noche va a ser una cena poco cordial”. Entonces la joven se sentó a la mesa. Su padre, conservador hasta la exageración, guardó silencio mientras que Gwendoline Gilbert, el ama de llaves, sirvió la sopa y se retiró. Entonces habló:
– Supongo que fue tuya la ridícula idea de ir con tu madre a Sudamérica a pesar de todo, ¿no es verdad, Arabella? -preguntó de improviso, dirigiéndose a la chica por su nombre completo como era su costumbre, lo cual Ella aborrecía.
– Así es -contestó la joven sin mirar a su madre, quien con seguridad le imploraría no hacer enfurecer más a su padre-, aunque yo no veo qué hay de ridículo en eso -continuó, mirándolo desafiante.
– Ni siquiera ha pasado por tu mente -replicó él furioso-, que mientras ustedes se divierten de lo lindo, tu hermano y yo no tendremos a nadie para que nos atienda, ¿verdad?
¡Nadie que los atienda! Indignada, Ella miró a su hermano, pero al verlo con los ojos clavados en su plato, se dio cuenta de que él prefería vivir de pan y agua con tal de evitar un altercado.
En lugar de informarle a su padre que no vivían en la Edad Media y muchos hombres podían prepararse algo de comer sin ayuda, Ella decidió emplear otras tácticas.
– Estoy segura de que Gwennie podrá cuidarlos de una manera espléndida, como siempre lo ha hecho.
Rolf Thorneloe la miró enfadado. No sería tan fácil convencerlo de abandonar sus anticuadas ideas acerca del lugar que deben ocupar las mujeres en la casa.
– Como puedes ver -continuó Ella con valentía-. No hay ninguna razón por la cual mamá y yo…
– Ya le dije a tu madre que no es mi intención estropear sus ansiadas vacaciones -la interrumpió él-. Pero tengo otro proyecto para ti, Arabella.
A Ella no le agradó su tono de voz. Era evidente que él tenía otros planes, pero la chica estaba dispuesta a luchar por las vacaciones, aunque su madre tuviera que viajar sola, si era necesario.
– ¿Cómo dices? -inquirió, aunque tuvo que esperar a que Gwennie terminara de retirar los platos de la mesa para recibir alguna respuesta.
– Debes recordar -continuo su padre después de que el ama de llaves desapareció por la puerta de la cocina-, que es una tradición dentro de la familia Thorneloe que las mujeres manden pintar su retrato al cumplir los veintiún años. Pensé que ya lo había mencionado -añadió después con sarcasmo.
¡Y vaya si lo hizo! Al acercarse su cumpleaños número veintidós, a Ella le parecía que todo el tiempo la había estado forzando a posar para el consabido retrato tradicional.
– El solo hecho de ser una tradición, no lo hace indispensable -replicó, decidida a no tener que añadir su retrato a la larga hilera de pinturas de las jóvenes hijas de la familia Thorneloe que colgaban a un lado de la escalera. El porqué de su oposición no era muy claro pues belleza no le faltaba. En realidad, en más de una ocasión habían elogiado su largo y cobrizo cabello, su blanca piel y sus grandes ojos azules. Tal vez sólo era su obstinación por no dejarse vencer por su padre, tal como lo había hecho al renunciar a conseguir un trabajo cuando terminó sus estudios-. De cualquier manera -continuó- tengo cosas más importantes que hacer, que sentarme a posar durante horas.
– ¡Si el irte de vacaciones con tu madre es una de esas cosas “importantes”, mejor olvídalo! -y mientras Ella pensaba decirle a su padre que estaba equivocado pues lo que había planeado hacer era ir a arreglar la casa del anciano señor Wadcombe para cuando saliera del hospital, Rolf Thorneloe anunció-: Por medio de un viejo amigo, hoy me presentaron al señor Zoltán Fazekas.
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