Jessica Steele - Viaje de descubrimiento

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Era obvio que Quintero se había formado una opinión muy pobre de Bliss. Desde luego, a ella no le importaba lo que él pensara, difícilmente se volverían a encontrar. Pero entonces ella se dio cuenta de que Quin era el amigo a quien su cuñado había asignado para cuidarla en esa exótica tierra. Así que no podía hacer otra cosa mas que resignarse y ser cortés con ese hombre, a pesar de que le resultara insoportable ¡Sin embargo, no intentaba enamorase de el!

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– Entonces ¿por qué…?

– No obstante, en vista de que me une una amistad muy grande con su cuñado -la ignoró-, y en vista de que, quiera usted o no, estuvo seriamente enferma hace poco, no puedo permitir que arrastre su maleta por todas partes mientras busca en dónde quedarse -fijó la vista en ella-. Ya está usted muy ruborizada ahora.

Cuando alargó una mano para tocarle la frente y averiguar si no tenía fiebre, Bliss ya no pudo pensar en nada. Toda su piel empezó a cosquillear al sentir el roce inesperado de esos dedos. Le costó mucho trabajo recobrar la compostura. Le apartó la mano y fijó la vista en el exterior, aunque por una vez no pudo admirar nada. Pensó que si de veras estaba ruborizada, era por estar furiosa con Quin Quintero.

El taxi se estacionó frente a un elegante hotel y Bliss ya estaba lo suficientemente serena para darse cuenta de que el hecho de que Quin le recomendara un hotel en Cuzco era algo que debía apreciar, pues lo mismo hicieron Dom y Erith en Lima.

Sin embargo, cualquier agradecimiento la abandonó cuando Quintero también bajó del taxi. Todavía estaba Bliss intentando darle las gracias, cuando vio que el chofer bajaba todo el equipaje y lo entregaba al portero que salió del hotel, y que su compañero de viaje pagaba al taxista.

– No piensa quedarse aquí también, ¿verdad? -preguntó Bliss cuando Quin la metió en el hotel con brusquedad. No le agradaba en absoluto la idea de que el amigo de su cuñado pensara cuidar de ella.

– Este hotel es lo bastante grande como para albergarnos a ambos -declaró.

“Eso es lo que usted cree”, pensó Bliss, enfadada, y miró hacia la puerta principal con la idea de pedirle al portero que bajara su maleta del carrito y le detuviera el primer taxi que pasara. Pero Quin Quintero susurró con voz sedosa:

– Claro, a menos que usted prefiera que, yo llame a su cuñado para preguntarle cuál es el hotel que él le recomienda.

– ¡No se atreva a hacer nada semejante! -explotó Bliss. Recibió una mirada congelada de esos ojos grises. Era obvio que a ese hombre no le gustaba que le hablaran de ese modo.

“Qué lástima”, se dijo la chica. Debía quedarse en ese hotel, pues por nada del mundo quería que Quin llamara a Dom. Resignada, se dirigió a la recepción.

– ¿Tiene algo que hacer en Cuzco? -Bliss no pudo resistirse a hacerle una última pregunta hostil.

– Eso no es algo que le incumba -replicó él… y por primera vez en su vida, la chica sintió deseos de pegarle a un hombre.

Claro que no le pegó, ni le dijo nada más. Fue la primera a quien le asignaron un cuarto. Se alejó con el portero sin dirigir a Quintero una palabra más, todavía ofendida porque él le hubiera advertido que se entrometiera en su vida.

En su cuarto, se sentó en una silla y reconoció que estaba un poco débil. Se dijo con firmeza que no había nada que una buena comida y un poco de descanso no pudiera curar.

No tenía mucho apetito, pero como no deseaba caer enferma de nuevo, decidió que descansaría media hora antes de visitar Cuzco a pie y buscar un restaurante.

Bliss regresó al hotel un poco después de las cinco, después de haber pasado unas horas muy agradables. Visitó la plaza de la ciudad, comió en el Café Roma y observó algunas ruinas Incas impresionantes. Estaba contenta de estar en Cuzco, la ciudad, con forma de puma. Por fortuna, de pronto se encontró con la calle Hatún-Rumiyoc. En esa calle de granito Inca miró el alto y peculiar muro hasta hallar la famosa piedra que encajaba a la perfección y que tenía doce lados.

Una vez que se hubo bañado y cambiado de ropa, decidió que cenaría temprano.

Mientras tomaba su sopa de calabaza, estuvo segura de que su decisión no tenía nada que ver con el hecho de que, al hacerlo, minimizaría el riesgo de toparse con Quin Quintero. Quería hacer muchas cosas al día siguiente, así que le pareció sensato cenar temprano para poder subir a su cuarto y planear su itinerario.

Le pareció raro que al regresar a su habitación tuviera la sensación e que algo le faltaba. Estaba segura de que eso no estaba relacionado de ninguna forma con el hecho de no ver a Quin Quintero desde la hora de la comida, pero no pudo evitar preguntarse si no había una faceta perversa en su naturaleza que disfrutara mucho de discutir con ese hombre.

A la mañana siguiente desechó cualquier noción de que su sensación de falta se debía a la ausencia de Quin Quintero. Tal vez sólo extrañaba su hogar y a su familia. Lo cual también era extraño, porque hasta ahora no había pensado mucho ni en su padre ni en su madrastra. Ese era el viaje con el que soñó toda su vida.

Bliss no vio a Quin durante el desayuno y se olvidó de él cuando salió a la ciudad que fue la capital del imperio Inca. Primero, se dirigió a la catedral, que fue construida sobre las bases del Palacio Inca de Wiracocha, en el siglo dieciséis. Y de allí fue a Korikancha, un convento que fue destruido en 1950 por un terremoto. Sin embargo, gracias a las técnicas arquitectónicas de los incas, las bases del edificio quedaron intactas.

Fue a comer y, mientras lo hacía, rumió la mejor manera de ver todo lo que quería visitar ese día. Le tomaría horas y horas si se ponía a caminar. Así que tomó la decisión de ir en taxi, y no se dio prisa. Cuatro horas más tarde, después de pasar el tiempo viendo lo que deseaba, Bliss regresó al hotel, feliz.

Como pasó todo el día subiendo y bajando, y recorriendo las ruinas, decidió descansar los pies antes de bajar a cenar.

A las siete se dio un baño y se puso su traje de seda. Bajó al restaurante, pensando en todas las cosas que había visto.

– ¿Mesa para usted tan sólo, señorita ? -un camarero sonriente se le acercó y la llevó a una mesa que tenía dos lugares.

– Gracias -sonrió al tomar la minuta.

Estaba absorta leyendo los platillos, cuando alguien más se dirigió a ella.

– ¿Puedo sentarme con usted? -inquirió la voz que le resultaba ya tan conocida.

Bliss alzó la vista. Tal vez el día anterior le hubiera sugerido que se fuera al demonio. Sin embargo, ahora se sentía dichosa… y supuso que era positivo que ese hombre tan arrogante le hubiera pedido permiso antes de sentarse.

– Por favor -sonrió y Quin Quintero tomó asiento frente a ella.

Bliss se dispuso a continuar leyendo la minuta, cuando se percató de que él contemplaba con fijeza su cabello. Se llevó una mano a la cabellera, sin saber que ésta reflejaba la luz de la lámpara que estaba sobre la mesa y que provocaba un efecto sorprendente.

– ¿Pasa… algo malo? -trató de no pensar que tal vez tenía un bicho en la cabeza.

– En absoluto -él sonrió con mucho encanto-. Mi pregunta es impertinente, pero, ¿es el color de su cabello natural?

El día anterior, ella hubiera protestado ante la sugerencia de que ese no podía provenir de un fresco. Sin embargo, esa era la primera vez que lo veía sonreír, y era algo muy impresionante.

Bliss tan sólo asintió y trató de ocultar el hecho de que ese hombre era muy guapo cuando sus ojos se tornaban cálidos, y de que, aparte de sus dientes tan perfectos, cuando su boca se curvaba con buen humor, podría derretir el más duro de los corazones.

– Lo es. Aunque no me pregunte cómo lo obtuve, porque mis padres tenían el cabello negro -por alguna razón volvió a experimentar la ya olvidada sensación de timidez y de querer que ese guapo peruano se fijara en otra cosa-. Erith, mi hermana, tiene el mismo tono, así que no es algo único -se apresuró a aclararle.

Halló un interés monumental en la minuta y la estudió como si saboreara cada platillo, cuando de hecho trataba de recuperar su sangre fría. Era muy raro que Quin Quintero sólo tuviera que sonreír para que ella empezara a tener una serie de ocurrencias muy extrañas.

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