Jennifer Greene - Toda una dama

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Toda una dama: краткое содержание, описание и аннотация

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El hogar está donde está el corazón, y Liz Brady había vuelto finalmente a Favensport, Wisconsin, a sus raíces… y a Clay Stewart, a quien amaba desde hacía años. En esta ocasión estaba totalmente decidida a demostrarle que no era la niña inocente a la que él solía proteger.
Pero Clay ya había notado que liz había madurado. Ahora era una dama, y las damas deben estar en pedestales. No se relacionan con tipos de dudosa reputación, sobre todo con los que dirigen un motel, con no muy buena fama, en las afueras del pueblo. Pero Clay no había contado con la determinación de Liz… ni con el poder de su amor por ella…

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– Hace cuatro años que te lo digo.

– Esta vez hablo en serio.

– Eso lo has dicho otras veces.

– Pensaba tener esto listo para el partido de la tele… ¿Qué hora es?

– Ya debe ir por el descanso.

Andy se puso de pie y se limpió las manos con un trapo.

– Vamos a entrar. Tomaremos una cerveza.

En cuanto Clay entró en la cocina, se intensificó su dolor de cabeza de una semana de duración. La habitación se había transformado desde la noche de la llegada de Liz. Sobre la mesa había un jarrón con flores amarillas y un jersey doblado en una silla. No había platos sucios en el fregadero y toda la casa olía a cera para muebles. Ella había aniquilado por completo uno de los últimos bastiones de la soltería de Ravensport.

Ella no estaba allí. Clay pasaba por allí frecuentemente para compartir con Andy una cerveza y un partido, pero había esperado que ella estuviera en casa.

– Juega el Dallas. Debería ser un buen partido.

Andy abrió la lata y le tendió a Clay una cerveza que no le apetecía.

– Estupendo. ¿Dónde está Liz? -preguntó Clay en tono indiferente.

– ¿Liz? -Andy abría la marcha hasta la leonera-. Seguir la pista de mi hermana estos días es como intentar cazar una luciérnaga -dijo irónicamente-. No puedo recordar lo que está haciendo esta noche. Creo que iba al cine.

Encendió el televisor y se dejó caer en el sillón más cercano.

Clay siguió el partido el tiempo necesario para ver el marcador.

– ¿Sola? -preguntó por fin.

Andy levantó la vista.

– ¿Sola qué?

– ¿Ha ido al cine sola?

– ¡Mira eso!

– Ya.

Clay se bebió la cerveza en tres sorbos. No hubo manera de distraer a Andy de la caja tonta. Clay miraba furioso el reloj y esperaba el descanso. La pantalla afirmaba que sólo faltaban tres minutos, pero en el rugby eso puede significar diez fácilmente.

Veinte minutos más tarde, Andy dejó su sillón con una sonrisa.

– Voy a hacer palomitas. ¿Quieres otra cerveza?

– No, gracias.

– ¿Cómo está el niño?

– Fastidioso.

Clay siempre tenía que hacer un esfuerzo para ocultar su orgullo.

– Anoche me senté a su lado para ayudarle con los deberes y ya me saca ventaja en matemáticas.

Apoyado en la puerta, Clay observó a su amigo echar aceite en una sartén y ponerla al fuego. Andy era una de las pocas personas que le dejaban hablar de Spencer, pero por una vez Clay no pensaba en su hijo.

– Por el bar van muchas mujeres recién divorciadas -empezó a decir-. Veo lo mismo una y otra vez. No importa la edad que tengan ni cuánto tiempo hayan estado casadas ni cómo les haya ido. Todas parecen haber pasado las mismas etapas durante el proceso de divorcio. Primero, pesar por un matrimonio que ha muerto.

Andy le dirigió una mirada mezcla de paciencia y humor. Anteriormente, sus conversaciones de hombre a hombre nunca habían tenido tintes filosóficos, pero los viejos amigos tienen derecho a ocasionales accesos de locura. Clay continuó tenazmente.

– Después viene la etapa de pánico. No están seguras de poder salir a flote solas, no tienen seguridad en sí mismas, temen volver a cometer un segundo error, intentarlo otra vez…

– ¿Te sientes bien? -interrumpió Andy.

– Me siento muy bien -Clay carraspeó-. Estas dos etapas son muy duras para las mujeres, pero la tercera es la más peligrosa. De repente, se sienten eufóricas. La libertad puede ser una droga potente después de estar atada por los problemas mucho tiempo. De repente una mujer tiene prisa por cambiar, por demostrarse que sigue siendo atractiva, que puede divertirse y volver a vivir. Y está muy bien… pero veo a muchas mujeres hacer cosas que no harían normalmente, cambiar demasiado deprisa, comportarse de un modo inusual, un poquito… raro.

– Muy interesante -dijo Andy gravemente.

Clay se pasó una mano por el pelo.

– Oye, estoy intentando hablar contigo de Liz.

– ¿De mi hermana?

Andy meneó la cabeza y soltó una carcajada.

– Vamos, Clay. Conoces a Liz tan bien como yo. No estoy diciendo que no lo esté pasando mal y además debe pensar que ha sido culpa suya. Pero tiene la cabeza sobre los hombros, como siempre.

– Sí.

– Liz es tan normal como la tarta de manzana.

– Sí.

– No es del tipo de mujer que hace locuras.

– Sí -volvió a admitir Clay, pero pensó: «No».

Debería haber sabido que no tenía sentido hablar con Andy. Liz no dejaría jamás que su hermano viera algo más que una dama decidida, de ojos brillantes y risa fácil.

El Dallas fue ganando hasta pasadas las once. La fuente de palomitas estaba vacía y Liz seguía sin volver a casa. Clay miraba el reloj cada tres segundos y se esforzaba por dominar su inquietud. La había evitado durante una semana. Los problemas de Liz no eran asunto suyo y estar cerca de ella siempre había sido para él tan peligroso como la dinamita. Una dama elegante graduada «cum laude» no necesitaba un hombre de mala reputación cerca de ella. ¡Demonios! Él había acabado la secundaria a duras penas, aunque había vivido mucho. No podía dejar de pensar en ella. Liz estaba en la etapa final del proceso de divorcio. Lo sabía. Lo había visto cientos de veces. Nadie podía rehuir aquellas etapas. Así era la verdad; era algo normal. Pero él no quería que Liz sufriera.

– ¿Qué diablos te pasa esta noche? -preguntó Andy finalmente-. Ni siquiera te has enterado del último tanto.

– Sí me he enterado.

No era verdad. Cuando sonó la puerta principal, saltó del sillón como si hubiera sufrido una descarga eléctrica, sin hacer caso de la mirada de su amigo. Ella se estaba quitando la chaqueta cuando apareció en la puerta. Él vio primero que no llevaba lápiz de labios… o quizás sí lo había llevado y la boca de un hombre lo había borrado. Llevaba un suéter de angora rosa que destacaba sus pechos. La falda dejaba ver demasiada pierna. Sus mejillas mostraban el beso del aire frío. Si hubiera vuelto a casa desde el cine, habría estado pálida.

– ¿Dónde has estado?

Las palabras surgieron antes de que él pudiera evitarlo. Liz acabó de quitarse la chaqueta y arqueó una ceja como respuesta. La sangre se había acelerado en sus venas desde que había visto el coche de Clay en el sendero. Él la miraba furioso. Llevaba vaqueros y una sudadera usada. Liz hubiera deseado que fuera desnudo. Las bibliotecarias sensatas y recatadas no debían pensar cosas así. Su búsqueda de la sinceridad psicológica era como abrir la caja de Pandora. «Limítate a sentir, Liz», decía una vocecita en su cabeza.

– Por ahí -contestó, y se acercó a la fuente de palomitas dirigiendo una mirada furiosa a su hermano-. ¿Cómo has podido comértelas todas?

– Clay se comió la mitad.

– Sois unos cochinos. Podíais haberme guardado unas pocas. ¿El Dallas ha sobrevivido sin mí?

– No -dijo Andy sombríamente.

– ¿Has salido con alguien que yo conozca?

Clay consiguió hablar esta vez en un tono más civilizado e indiferente. Ella le recompensó con una sonrisita.

– Con Frank Butler. Le recuerdas, ¿verdad? Fui al baile de graduación con él. Me he enterado de que estuvo casado, se divorció y se hizo cargo de la ferretería de su padre. Y frecuentaba el bar de Clay muchas noches de los viernes.

El mal humor de Clay empeoró. Se encontró siguiendo a Liz hasta el armario de la entrada, donde colgó la chaqueta; a la cocina, donde dejó la fuente de palomitas; a la entrada, en donde ella se detuvo con las manos en las caderas y gesto paciente.

– ¿Puedo ir al baño sola? -preguntó.

Él la estaba esperando cuando salió.

– No te estaba siguiendo.

– Ya me he dado cuenta.

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