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Jennifer Greene: Toda una dama

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Jennifer Greene Toda una dama

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El hogar está donde está el corazón, y Liz Brady había vuelto finalmente a Favensport, Wisconsin, a sus raíces… y a Clay Stewart, a quien amaba desde hacía años. En esta ocasión estaba totalmente decidida a demostrarle que no era la niña inocente a la que él solía proteger. Pero Clay ya había notado que liz había madurado. Ahora era una dama, y las damas deben estar en pedestales. No se relacionan con tipos de dudosa reputación, sobre todo con los que dirigen un motel, con no muy buena fama, en las afueras del pueblo. Pero Clay no había contado con la determinación de Liz… ni con el poder de su amor por ella…

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Cuando Clay puso fin al abrazo, Liz estaba sonriendo. La sonrisa se convirtió en una risita cuando él le empujó la barbilla y le subió la cremallera del chaquetón hasta el cuello como si fuera a enviar a una niña a una tormenta de nieve.

– ¿Tienes algo para la cabeza?

– No.

Él hizo una mueca burlona.

– Nunca quisiste comprarte un sombrero.

– Ni tú tampoco.

– Pero yo soy más duro que tú -le acarició la nariz con la punta del dedo-. De regreso a casa, no aceptes limonadas de hombres que no conozcas.

Ella fingió reflexionar.

– No sé, Clay. Siempre me ha encantado la limonada.

– ¿Serías tan amable de largarte de aquí para que yo pueda trabajar un rato?

La sonrisa de Clay desapareció mientras la veía correr por el aparcamiento resbaladizo por la lluvia. No había tenido intención de abrazarla, ni de tocarla siquiera, pero sólo podía pensar en el bastardo que la había hecho daño. «Estoy perfectamente», había dicho ella. ¿Perfectamente? Tenía la intención de tirar a la basura su profesión, mudarse alocadamente y cambiar toda su vida. Liz representaba para él la luz, el sol, la dulzura… todo lo bueno de la vida, todo lo que es vulnerable. Clay habría cambiado cinco años por cinco minutos con el ex marido de Liz. Debía afrontar la verdad. «La has abrazado porque la deseabas», pensó, «porque siempre la has deseado. Déjala en paz. Ahora mismo es tan vulnerable como el cristal». Liz había sido siempre una dama para caballeros andantes blancos, no para los negros. El coche de ella se había ido y seguía lloviznando mientras él permanecía allí, de pie.

Capítulo Tres

Las hojas se arremolinaban en los tobillos de Liz mientras volvía a casa desde el pueblo. Cada árbol alineado en las calles del vecindario parecía arder al reflejarse el sol en las hojas bermejas, ámbar, melocotón y oro. En las ventanas había pegatinas de esqueletos y calabazas como anticipo de Halloween. Alguien estaba quemando hojas; el olor era delicioso.

Llegó a la alta valla que rodeaba los terrenos de la escuela elemental. Entonces se detuvo. Las niñas saltaban a la cuerda y los niños jugaban al baloncesto. Las risas y los chillidos parecían flotar suspendidos en el aire. Liz recordaba los recreos y la espera para subir a los columpios metálicos como si hubiera sucedido el día anterior.

Llevaba en casa dos semanas Y seguía esperando que la depresión volviera a aparecer. «¿Qué haces jugando con las hojas secas cuando estás sin trabajo, Liz? ¿No te preocupa el estado de tu cuenta corriente?»

Sí, estaba preocupada. Daba largos paseos, algo que no había hecho durante diez años. Otras mejoras incluían dormir y comer bien, recordar la sensación del sol en la cara, ver a viejos amigos, hacer cosas nuevas. La vida era maravillosa. ¿Cómo había podido olvidado durante tanto tiempo? La cara de su ex marido relampagueó en su mente. Pensó en David, y en todas las amigas con las que había ido a la escuela. Muchas se habían casado nada más terminar la secundaria, con destellos en la mirada y sueños de felicidad eterna. Ella no había querido cometer semejante error. Sus padres se habían querido y, a pesar de ello, su matrimonio había terminado en divorcio. Obviamente una relación no requería amor para funcionar. Requería esfuerzo y compromiso. Se había casado con un buen hombre y había tenido la intención de ser una buena esposa para él. Lo había intentado. Había planchado sus camisas y había leído libros de cocina, había escuchado sinfonías y había practicado ‹‹jogging», todo porque quería ser una buena esposa para David. Detestaba planchar, cocinar, la música clásica y sudar. Siempre lo había detestado. En aquella época, había creído que las mentiras inocentes eran necesarias. Había creído que se estaba enfrentando a la vida, que estaba haciendo lo que debía para que su matrimonio funcionara. La mujer debía ser la más generosa. Pero nunca había imaginado que el precio en desesperación pudiera ser tan elevado. Lo peor para Liz había sido descubrir lo difícil que era acostarse noche tras noche con un hombre al que no amaba. Cuando había descubierto que David se estaba acostando con otra, su primera reacción había sido sentirse desolada y desilusionada. La segunda, de alivio. David se había opuesto al divorcio durante más de un año, insistiendo en que merecía la pena luchar por su matrimonio. Le había dicho que no le habría sido infiel si ella no hubiera sido tan fría. Ella podía ser una mentirosa imperdonable, pero no era fría.

Liz cerró los ojos para saborear el calor del sol en la cara y el susurro de las hojas sobre su cabeza. La culpa había lastrado sus pasos durante un año. Había cometido un gran error, pero la única manera posible de corregido era asegurarse de que no volviera a suceder. Nunca en toda su vida se había sentido menos segura que, durante aquellas dos semanas sin trabajo y sin nada más a lo que aferrarse que una cuenta corriente en disminución. Estaba totalmente asustada… pero cada vez más decidida. En el pasado había apostado por la seguridad. Nunca más.

Un balón saltó la valla de la escuela y una docena de chicos corrieron hacia ella. Recogió el balón con una sonrisa y lo devolvió y sólo entonces vio a un chico pequeño en medio del grupo. Debía tener ocho o nueve años. Las pecas de su nariz brillaban al sol. Su cabeza era una greña de pelo castaño claro. Sus zapatillas estaban desatadas y tenía un libro enorme en el regazo. El balón pasaba por encima de su cabeza y los otros chicos saltaban a su alrededor. Nunca se movía. En una ocasión levantó la mano pacientemente para evitar un inminente choque entre su cabeza y el balón. Liz estuvo segura de que era el hijo de Clay. No porque estuviera leyendo, ya que Clay jamás había cogido un libro en la escuela a menos que se viera obligado, sino por la actitud del niño. La obstinación de un niño en pos de lo que quería a pesar de la gente. Estaba sentado allí ignorando el peligro. Su aislamiento, su determinación de ser parte de los demás pero no totalmente, fue otra pista. El timbre del recreo provocó un coro de protestas y una estampida de pies hacia las puertas de la escuela. El pequeño se puso de pie con el libro todavía abierto. Liz no pudo resistir la tentación.

– ¿Spencer?

Él se volvió con los ojos castaños guiñados por el sol. Tenía los ojos oscuros de su padre y la misma barbilla desafiante.

– ¿Me conoces?

– No. Conozco a tu padre y en cuanto te vi supe que eras el hijo de Clay.

– Mi papá se llama Clay, pero yo no hablo con desconocidos.

– Haces bien. Sólo quería conocerte, decirte hola. Ya sé que tienes que entrar.

– Sí, arman un jaleo de todos los demonios si llegas tarde -se despidió con la mano-Hasta luego.

Ella parpadeó ante su lenguaje; luego sonrió mientras le observaba. Se dirigía a la puerta con paso tranquilo, arrastrando los cordones de las zapatillas, con la chaqueta abierta a pesar del frío día. Definitivamente era el hijo de Clay

Había algo especial en los varones Stewart. En menos de sesenta segundos de conversación se había enamorado del niño de ocho años. Y una de las verdades a las que estaba intentando enfrentarse después de diez años de ausencia, era que nunca había conseguido dejar de amar a su padre.

En cuanto Clay salió del coche, oyó las maldiciones. Subió la cremallera para protegerse del frío viento y caminó hacia las luces amarillas del garaje. Los imaginativos epítetos salían de debajo del oxidado armazón de un coche. Clay sólo podía ver las largas piernas de Andy extendidas sobre el cemento.

– ¿Necesitas ayuda?

Andy apareció con la cara y las manos tan negras como su ceño.

– Lo que necesito es un coche nuevo.

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