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Jennifer Greene: Un toque caliente

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Jennifer Greene Un toque caliente

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Ella tenía la norma de no mezclar los negocios con el placer… pero había normas que había que romper… Aceptar un cliente como Fox Lockwood era buscarse problemas, pero Phoebe Schneider utilizaba su talento como masajista para curar a quien la necesitaba. Fox no tardaría en hacerle considerar la idea de cruzar una línea a la que jamás se había atrevido a acercarse siquiera. Cuanto más tiempo pasaba Fox con Phoebe, más vivo se sentía, pero había algo que impedía que Phoebe permitiera que la relación fuese más allá del deseo y él iba a descubrir el misterio.

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No funcionaba.

– Yo antes tomaba montones de pastillas: codeína, ergotamina, pastillas de calcio… pero he dejado de tomarlas. Vomito cuando tomo pastillas…

Alarmado, él notó que se acercaba. Y sí, definitivamente, tenía el pelo largo, color canela oscura. Otras impresiones lo bombardeaban: el olor a fresas, a camelias. Una boca sensual, de labios generosos. Los ojos claros. Azules. Muy azules.

– Vete -repitió.

Si tenía que echarla a empujones, lo haría. Acabaría agotado, pero lo haría.

Por fin, ella pareció entenderlo porque se dio la vuelta. Fox oyó sus pasos, oyó el ruido de la puerta, las voces de sus hermanos y luego la puerta cerrándose de nuevo.

El repentino silencio debería haberlo hecho sentirse en paz, pero no era tan fácil. Fox se concentró en cerrar los ojos, sin moverse, sin pensar, sin respirar más de lo necesario. Pero el rostro del niño volvía a aparecer en su mente. Un niño pequeño, como los niños a los que solía dar clase de historia…

Y el golpeteo que sonaba en su cabeza era como el mazo de un juez, como si lo estuviera acusando de un terrible crimen, como si lo hubiesen declarado culpable sin darle la oportunidad de defenderse.

Entonces volvió a oír su voz otra vez… su voz, su presencia y sí, sus perros. Uno se sentó en su estómago e intentó chupar su mano.

– Abajo, Mop -dijo ella y, de nuevo, el animal obedeció-. Normalmente trabajo en casa, así que mis perritas están acostumbradas a mis pacientes. Y cuando no estoy en casa, dejo abierta una puertecita que da al jardín. Pero no les gusta que me vaya por las noches, así que suelo llevarlas conmigo.

– No… -murmuró Fox.

Aquello había ido demasiado lejos. El propósito de la charla era distraerlo y estaba harto. Entonces oyó que encendía una cerilla. La chica apagó la lámpara y encendió una vela. Aquella desconocida había apagado la lámpara y encendido una vela… Aunque la oscuridad era mucho más agradable para sus ojos, para su cabeza.

– Cierra los ojos.

– Por Dios bendito… ¿tengo que echarte de mi casa a empujones?

– Cierra los ojos y relájate. No tienes que preocuparte por mí, no voy a molestarte. Calla y relájate.

Aquello era tan ridículo que Fox se quedó momentáneamente estupefacto. Incluso desaparecieron los recuerdos. Imaginaba que debía de ser enfermera o algo parecido, pero le daba igual.

– No sé qué demonios estás… yo, ¿qué…?

Lo había tocado.

Estaba detrás de él y había puesto las manos en sus sienes. Unos dedos largos, suaves, acariciaban sus sienes y su frente. Le estaba poniendo una sustancia, una crema. Ella empezó a masajear su frente, el puente de la nariz, el cuero cabelludo…

Fox abrió la boca para decirle que se fuera, incluso pudo emitir la «J» de la palabra que iba a decir, pero no lo hizo.

Quería decir un taco, pero no le salía nada.

Exasperado, intentó hablar, pero ella seguía masajeando su cabeza con aquella crema…

– No puedo eliminar una migraña, pero si podemos conseguir que te relajes, al menos podrás dormir un rato. Estás tan tenso por el dolor que no puedes relajarte. Si pudieras moverte un poco, el brazo del sofá no me molestaría tanto…

Él había dejado de escucharla. No podía escucharla. Estaba demasiado ocupado… sintiendo.

Aquella chica seguía masajeando sus sienes, sus orejas, su cuello. Frotando, calmando, acariciando.

Cuanto más lo masajeaba, más sentía él una profunda excitación sexual. Aunque no le estaba haciendo nada sexual, no lo tocaba por debajo del cuello.

El dolor de cabeza no desapareció inmediatamente, pero las sensaciones que invocaba eran más grandes que el dolor, tanto como para distraerlo.

Ella empezó a canturrear por lo bajo la canción Summertime. Esa canción sobre lo fácil que era la vida cuando el algodón florece. Cantaba fatal. No tenía oído y debería ponerlo de los nervios, pero no era sí.

Las yemas de sus dedos acariciaban sus ojos cerrados, tan suavemente como si fueran de seda. Rozaba sus pómulos, su mandíbula, volvían a subir…

De repente se puso duro, lo cual era tan imposible como el resurgimiento del ave fénix. Ningún hombre podía tener una erección con tal dolor de cabeza. La idea era absurda.

Pero ninguna mujer lo había tocado así. Nunca había sentido esa conexión. Como si hubiera alguien al otro lado del oscuro abismo y ya no estuviera solo, como si supiera cosas íntimas de él, cosas sobre sus sentimientos que no sabía nadie más.

Era aterrador.

El no dejaba a nadie entrar en su vida. O no lo hacía desde que volvió de Oriente Medio. Desde entonces, su vida había cambiado irrevocablemente. Quería que lo dejaran solo y en paz. Tampoco la quería a ella a su lado, pero… demonios.

Se veía tragado poco a poco por una especie de hechizo.

Aquella chica podía decir lo que quisiera, hacer lo que quisiera mientras siguiera dándole ese masaje. Toda la rehabilitación en el hospital no había servido de nada.

Hasta que ella apareció.

Tenía los ojos cerrados y podía sentir que llegaba. El sueño. El sueño de verdad, no ése en el que despertaría sobresaltado, cubierto de sudor, con el corazón acelerado, viendo gritos y explosiones y la cara de aquel niño.

No, ése no. El otro sueño. El sueño reparador, el sueño en el que uno se hunde en la oscuridad y puede… dejarse… ir.

Mop y Duster levantaron la cabeza cuando apagó las velas. Phoebe esperó para comprobar el ritmo de la respiración de su paciente y luego tomó sus cosas y salió del salón intentando no hacer ruido.

Ben y Harry estaban esperando en la puerta.

– Se ha dormido.

Los dos hermanos se miraron.

– No puede ser. Ya no duerme. De hecho, eso es parte del problema, que no puede descansar.

– Pues ahora está profundamente dormido -dijo Phoebe.

No sabía cuánto tiempo había estado dentro de la casa, pero ahora el cielo estaba negro como el carbón.

Era normal que le temblasen un poco las manos después de un masaje. Pero aquella noche había otra razón para ese temblor, una razón que la turbaba. Y, encima los hermanos Lockwood la miraban como si fuera una santa.

– No he hecho nada especial. No puedo curar las migrañas. Pero lo mejor para la gente con dolores de cabeza es que duerman. Podría haberlo hecho cualquiera…

– Pero nadie lo ha conseguido. Y no sabes cuánta gente ha pasado por aquí.

Phoebe no pensaba discutir. Además, le dolían las rodillas de estar inclinada en el sofá y sus manos… seguían sintiéndolo.

– Estará mejor cuando despierte… ¿vive solo aquí?

– Sí -contestó Harry-. Mi madre vive en la casa grande, sola desde que murió mi padre y nosotros nos independizamos. Ben tiene una casa en el campo y yo vivo en un apartamento encima de mi restaurante.

– Ya veo.

– La casa de soltero llevaba años vacía, pero Fox dejó su apartamento cuando entró en el ejército. Y cuando volvió, destrozado, esta casa nos pareció el mejor sitio.

– Venimos a verlo casi todos los días desde hace dos meses. Fox quiere estar solo, pero no puede cuidar de sí mismo…

– No puedo creer que esté dormido -suspiró Harry.

– No me mires con esa cara -dijo Phoebe.

La miraban como si fuera un ángel, lo cual era ridículo.

– ¿Con qué cara?

– Como si hubiera hecho un milagro.

– Es un milagro.

– De eso nada. Es que llegué justo a tiempo. Tenía sueño.

– Sí, seguro -dijo Ben.

– Sí, bueno, no pienso volver, así que no insistáis. Vuestro hermano ha dejado claro que no quiere volver a verme por aquí.

– ¿Volverías si él te lo pidiera?

– No me lo pedirá -contestó Phoebe.

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