Jennifer Greene - Un toque caliente

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Ella tenía la norma de no mezclar los negocios con el placer… pero había normas que había que romper…
Aceptar un cliente como Fox Lockwood era buscarse problemas, pero Phoebe Schneider utilizaba su talento como masajista para curar a quien la necesitaba. Fox no tardaría en hacerle considerar la idea de cruzar una línea a la que jamás se había atrevido a acercarse siquiera. Cuanto más tiempo pasaba Fox con Phoebe, más vivo se sentía, pero había algo que impedía que Phoebe permitiera que la relación fuese más allá del deseo y él iba a descubrir el misterio.

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Antes de que pudiera salir de la furgoneta se encendieron las luces del porche, de modo que los hermanos debían de estar esperándola, pensó.

Mop y Duster saltaron del asiento y galoparon entre las sombras para hacer pis antes de dirigirse corriendo hacia ellos. Phoebe las siguió, más despacio. Los mismos Lockwood que la habían convencido en el aparcamiento del hospital estaban ahora acariciando a sus perritas, pero se pusieron muy serios en cuanto ella se acercó.

– Voy a pagarte ahora mismo -dijo Harry.

– Anda, cállate. Te he dicho que quinientos dólares es una barbaridad. No me gustan los chantajes -replicó Phoebe-. Y tampoco sé hacer milagros.

– No es eso lo que nos han dicho.

– Bueno, pues os han informado mal. Esto no tiene nada que ver con lo mío. Tu hermano pensará que estáis locos por traer aquí una masajista. Y yo también.

Encogiéndose de hombros, Ben le hizo un gesto para que lo siguiera, con las perritas adelantándose, como si conocieran el camino.

No era su tipo de decoración, pero la casa le gustaba. La cocina estaba llena de platos y fuentes de comida sin tocar, había armarios con puertas de cristal y el suelo era de barro. Tenía que identificar las cosas con la luz del pasillo porque, aparentemente, allí nadie creía en los beneficios de la electricidad.

Además de la cocina y un par de dormitorios, a la derecha estaba el salón. Phoebe estaba mirando la chimenea de piedra cuando oyó una especie de gruñido:

– ¿Qué demonios…?

Estaba claro que sus perritas se habían presentado ante Fox Lockwood.

El salón estaba apenas iluminado por una lamparita con una bombilla de cuarenta, pero enseguida vio que allí había mucha testosterona. Nada de estampados alegres en el sofá o las cortinas. Suelos de madera, persianas, muebles de madera oscura: la casa de un hombre. El sofá y los sillones, tapizados en tono granate, una mesa de madera con marcas de vasos… La habitación olía a polvo y al whisky de la noche anterior.

La soledad de ese cuarto le tocó el corazón… y sí, también la solitaria figura sentada en el sofá.

Si sus hormonas se hubieran despertado a primera vista, habría salido corriendo. Ésa era la amenaza, claro. Que le gustara un hombre que pudiera volver a hacerle daño… un hombre que pensara lo que no era de su profesión, que la juzgara por las apariencias.

Pero eso no iba a pasar. No con aquel hombre.

Fox era tan seguro que bajó la guardia. No iba a hacerle daño. Y tampoco iba a fijarse en ella.

Una sola mirada y su corazón se llenó de compasión.

Había pensado que Fox Lockwood sería guapo porque sus hermanos lo eran. Pero era más largo que Abraham Lincoln e igual de delgado. Tenía los ojos oscuros, hundidos, un rostro anguloso de mandíbula cuadrada y labios delgados. Los hombros anchos, como sus hermanos, pero los vaqueros le quedaban grandes, como si hubiera adelgazado recientemente.

Sus hermanos tenían una sonrisa encantadora. Sin embargo, en los ojos de Fox había tanto dolor que Phoebe tuvo que contener el aliento.

Sólo tuvo un momento para mirarlo y para darse cuenta de que sus dos bolas de pelo estaban encima de él… antes de que él la viera en la puerta.

– Oso, Alce, sacadla de aquí.

No lo gritó. Su tono no era ni remotamente grosero. Era simplemente frío y cansado. Los dos hermanos salieron de la cocina.

– Tranquilo. Sólo queremos que hables…

Quizá Fox era el más joven de los dos, y el más débil, y sin embargo, parecía el jefe de la familia.

– No sé qué queríais hacer, pero no va a pasar. Fuera de aquí. Dejadme en paz.

¿Quién habría pensado que el flaco y antipático Fox pudiera expresar tanta autoridad?, se preguntó Phoebe.

Pero ésa no era la razón por la que su corazón había empezado a latir como loco.

Él ni siquiera la había mirado. Ni a sus hermanos. Tenía los ojos cansados y la piel cetrina por la falta de sol.

Pero sus perritas no se separaban de él. Las dos sabían a qué humano había que evitar y cuál necesitaba atención. Las dos respondían instintivamente al dolor.

Ahora entendía por qué aquel sitio estaba tan oscuro. La luz, sin duda, le haría daño.

Se dijo a sí misma que su pulso latía acelerado por razones obvias: le importaba aquel hombre que estaba sufriendo. Siempre le pasaba igual. No estaba respondiendo porque fuera del género opuesto. De eso no tenía que preocuparse, estaba segura. Y no podía alejarse de un ser humano que estaba sufriendo.

– Salid un momento -le dijo a los dos hermanos-. Dejad que hable a solas con él. Mop, Duster, tranquilas, ¿eh?

Las perritas obedecieron de inmediato, pero los chicos no eran tan fáciles de convencer.

– A lo mejor nos hemos equivocado -empezó a decir Harry-. No podemos dejarte a solas con…

– No pasa nada -insistió ella, empujándolos hacia el pasillo.

Por supuesto, no fue tan fácil. En cuanto cerró la puerta, la casa se quedó en completo silencio y un escalofrío recorrió su espalda al ver el brillo furioso en los ojos de Fox.

Pero Phoebe sólo tenía miedo de una cosa.

Y no era aquélla.

Tenía miedo de los seductores. Pero un alma torturada y malhumorada como Fox Lockwood era pan comido. El pobre no sabía a quién habían llevado sus hermanos a cenar.

Capítulo 2

– Fox, me llamo Phoebe Schneider. Tus hermanos me han pedido que viniera.

Él oyó la voz y vio la sombra, pero era como intentar procesar información a través de una niebla. Le dolía la cabeza si intentaba concentrarse. Y cuando intentaba hablar. Y cada vez que respiraba sentía como si le clavaran cuchillos en los costados.

– Me da igual quien sea. Vete.

Parecía haber un perro… no, dos, sobre sus piernas. Podía sentir sus hocicos mojados, pero no le importaba. Quizá era la sorpresa, el pelo rizado bajo los dedos. Pero entonces la mujer les ordenó que bajaran al suelo y ellos obedecieron de inmediato.

– Me encantaría marcharme, Fox. La verdad, yo no quería venir aquí para nada. Pero tus hermanos son unos pesados… Se les metió en la cabeza que podía ayudarte y no me dejaron ir hasta que les prometí que, al menos, lo intentaría.

Los dolores de cabeza siempre aparecían con retazos de memoria. El chico de pelo oscuro y preciosos ojos tristes tomando la tableta de chocolate y luego… la explosión.

Los dolores de cabeza repetían siempre el mismo patrón. A veces, como en aquel momento, literalmente veía las estrellas. Irónicamente, eran preciosas, con un aura plateada que lo habría hipnotizado si no hubiera un martillo golpeando sus sientes. Y sí, oía la voz de la mujer. Su voz era como de terciopelo, suave, sexy, tranquilizadora. Pero no entendía bien sus palabras porque nada se registraba en su cerebro en aquel momento.

Pero seguía allí. Eso lo sabía.

Oyó un ruido, como si soltara sobre el sofá un jersey o una chaqueta. Y entonces, de repente, percibió nuevos olores en la habitación: camelias, fresas, naranjas. Y le pareció ver una larga melena color canela oscura.

Cuando el dolor de cabeza era tan horrible, nunca estaba seguro de qué era realidad y qué era alucinación.

– No quiero que desperdicies tu energía hablando, pero me gustaría saber el porqué de estos dolores de cabeza. Tus hermanos me han dicho que estás recuperándote de una explosión. ¿Dónde recibiste el impacto, en la cabeza o en el cuello?

El intentó contestar sin mover los labios.

– Tengo trozos de metralla por todo el cuerpo. Pero no en el cuello ni en la cabeza… Demonios -entonces cerró los ojos y apretó los dientes-. Vete de aquí.

– Lo haré -prometió ella-. Entonces, ¿son migrañas?

Fox no contestó.

– Si son migrañas -siguió Phoebe -supongo que el médico te habrá dado unas pastillas…

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