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Susan Phillips: Besar a un Ángel

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Susan Phillips Besar a un Ángel

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La hermosa y caprichosa Daisy Devreaux puede ir a la cárcel o casarse con el misterioso hombre que le ha elegido su padre. Los matrimonios concertados no suceden en el mundo moderno, así que… ¿cómo se ha metido Daisy en este lío? Alex Markov, tan serio como guapo, no tiene la menor intención de hacer el papel de prometido amante de una consentida cabeza de chorlito con cierta debilidad por el champán. Aparta a Daisy de su vida llena de comodidades, la lleva de viaje con un ruinoso circo y se propone domarla. Pero este hombre sin alma ha encontrado la horma de su zapato en una mujer que es todo corazón. No pasará demasiado tiempo hasta que la pasión le haga remontar el vuelo sin red de seguridad… arriesgándolo todo en busca de un amor que durará para siempre.

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Y Sheba Quest, la orgullosa reina de la pista central, pasó majestuosamente junto a ellos con la cabeza en alto y su brillante pelo rojizo ondeando como un estandarte del circo.

Brady la alcanzó antes de que llegara a la puerta trasera, pero antes de que él pudiera decir algo, ella se volvió y le clavó el dedo índice en el pecho con tanta fuerza como pudo.

– ¡Y que nunca vuelva a oírte decir que no soy buena persona!

Lentamente, una picara sonrisa reemplazó la mirada atontada en la cara de Brady. Sin decir palabra, se inclinó y se la cargó al hombro.

Arrodillados todavía en el serrín de la pista, Daisy sacudió la cabeza con desconcierto y miró a Alex.

– Sheba lo tenía planeado todo. Sabía que Brady y yo no podríamos resistirnos a escuchar a escondidas. De alguna manera sabía cómo me sentía y ha preparado toda esta charada para que vea que es verdad que me amas.

Los ojos que cayeron sobre ella eran tan duros y fríos como el ámbar, y además estaban furiosos.

– Ni una palabra. -Ella abrió la boca. -¡Ni una palabra!

El orgullo de Alex había quedado maltrecho y no se lo estaba tomando demasiado bien. Daisy supo que tenía que actuar con rapidez. Después de haber llegado hasta ahí, no iba a perderlo ahora.

Le empujó en el pecho con todas sus fuerzas y, pillado por sorpresa, Alex cayó en el serrín. Antes de que pudiera incorporarse, ella se sentó a horcajadas sobre él.

– No seas tonto, Alex. Te entiendo. -Le metió los dedos entre los oscuros cabellos. -Te lo ruego. Hemos llegado demasiado lejos para que hagas el tonto ahora; ya lo he hecho yo por los dos. Aunque en parte fue por tu culpa, que lo sepas. Me has repetido tantas veces que no sabías amar que, cuando realmente lo hiciste, pensé que sólo te sentías culpable. Debería haberlo sabido. Debería…

– Deja que me levante, Daisy. Ella sabía que podía quitársela de encima con facilidad, pero también sabía que no lo hacía por el bebé. Y porque la amaba.

Se inclinó hacia él. Le rodeó el cuello con los brazos y apretó la mejilla contra la suya. Extendió las piernas sobre las de él y apoyó los dedos de los pies encima de sus tobillos.

– Creo que no. Ahora estás un poco furioso, pero se te pasará en un par de minutos, en cuanto lo reconsideres todo. Hasta entonces, no pienso dejarte hacer nada que puedas lamentar más tarde.

Daisy creyó sentir que él se relajaba, pero no se movió, porque Alex era un tramposo redomado y esa podía ser una de sus tácticas para pillarla con la guardia baja.

– Levántate ya, Daisy.

– No.

– Acabarás lamentándolo.

– Tú no me harías daño.

– ¿Quién ha dicho nada sobre hacer daño?

– Estás furioso.

– Soy muy feliz.

– Estás muy furioso por lo que Sheba te ha obligado a hacer.

– Ella no me obligó a hacer nada.

– Te aseguro que sí. -Daisy alzó la cabeza para dirigir una amplia sonrisa a aquella cara ceñuda. -Lo ha hecho muy bien. De veras. Si tenemos una niña podemos llamarla como ella.

– Sobre mi cadáver.

Daisy inclinó de nuevo la cabeza y esperó, acostada sobre él como si fuera el mejor colchón anatómico del mundo.

Alex le rozó la oreja con los labios.

– Quiero casarme antes de que nazca el bebé -susurró Daisy acurrucándose más contra él. Sintió la mano de Alex en su pelo.

– Ya estamos casados.

– Quiero hacerlo de nuevo.

– Dejémoslo sólo en hacerlo.

– ¿Te vas a poner vulgar?

– ¿Te levantarás si lo hago?

– ¿Me amas?

– Te amo.

– No suena como si me amases. Suena como si estuvieras rechinando los dientes.

– Estoy rechinando los dientes, pero eso no quiere decir que no te quiera con todo mi corazón.

– ¿De veras? -Daisy alzó de nuevo la cabeza y le brindó una sonrisa radiante. -Entonces, ¿por qué tienes tantas ganas de que me levante?

Alex esbozó una sonrisa picara.

– Para poder probarte mi amor.

– Empiezas a ponerme nerviosa.

– ¿Temes no ser lo bastante mujer para mí?

– Oh, no. Definitivamente eso no me pone nerviosa. -Daisy inclinó la cabeza y le mordisqueó el labio inferior. En menos de un segundo, él lo convirtió en un beso profundo y sensual. A Daisy se le saltaron las lágrimas porque todo era maravilloso.

Alex comenzó a besarle las lágrimas y ella le acarició la mejilla.

– Me amas de verdad, ¿no?

– Te amo de verdad -dijo él con voz ronca. -Y esta vez quiero que me creas. Te lo ruego, cariño.

Ella sonrió a través de las lágrimas.

– Te creo. Vámonos a casa.

EPÍLOGO

Daisy y Alex se casaron por segunda vez diez días después en un campo al norte de Tampa. La ceremonia tuvo lugar al amanecer porque la novia insistió en contar con la presencia de un invitado que los demás hubieran preferido que olvidara.

Sinjun descansaba a los pies de Daisy, y ambos estaban unidos por una larga correa plateada. Un extremo rodeaba el cuello del tigre y el otro envolvía la muñeca de la joven. Como resultado de la presencia del felino, el número de personas que asistían a la ceremonia nupcial a las seis de esa mañana de octubre era bastante reducido. Y parecían bastante nerviosas.

– No sé por qué no pudo dejarlo en la jaula -le susurró Sheba a su marido, el hombre con quien se había casado unos días antes en una ceremonia celebrada en la pista central que finalizó con una actuación en el trapecio de los hermanos Tolea.

– A mí me vas a hablar de mujeres tercas -repuso él. -Estoy casado con una.

Ella le dirigió una mirada de complicidad.

– Tienes suerte.

– Sí-asintió Brady, -tengo suerte.

Al lado de ellos, Heather acarició la trompa de Tater mientras miraba a Daisy con aire crítico. Si ésa fuera su boda, decidió, llevaría puesto algo más bonito que unos viejos vaqueros, sobre todo -y Heather lo sabía de buena tinta- cuando no podía abrocharlos en la cintura. De hecho, se había puesto una de las enormes camisas azules de Alex para ocultarlo.

De todas formas, Daisy estaba muy guapa. Tenía las mejillas sonrosadas y los ojos brillantes, y se había puesto una tiara de brillantes en forma de margaritas en el pelo. Alex se la había regalado por sorpresa, junto con un anillo de diamantes tan grande que era una suerte para todos que aún no hubiera salido el sol o se habrían quedado ciegos.

Ese verano había habido tantos cambios en la vida de Heather que todavía le costaba asimilarlos. Sheba no iba a vender el circo de los Hermanos Quest y a Heather le parecía genial que su padre y ella estuvieran intentando tener un bebé. Sheba era una madrastra la mar de guay. Le había dicho a Heather que podía empezar a salir con chicos ese año, aunque su padre había añadido que lo haría sobre su cadáver, y se había convertido en una persona casi tan cariñosa como Daisy.

Daisy le había comentado a Heather que se matricularía en la universidad donde daba clases Alex tan pronto como naciera el bebé para poder trabajar después en una guardería, y que los dos se irían a Rusia en diciembre para adquirir piezas para ese museo tan grande del que Alex era asesor. A pesar de todo, harían la gira del verano siguiente con el circo de los Hermanos Quest, y Daisy incluso le había dicho que volvería a actuar con Alex en la pista central. Le había confesado que ya no le daban miedo los látigos porque ya había experimentado lo peor que podía pasarle.

Alex comenzó a formular sus votos con una voz ronca y profunda y, cuando bajó la mirada hacia Daisy, su expresión era tierna como si tuviese ante sus ojos lo que más amaba en el mundo. Daisy, naturalmente, rompió a llorar y Jill tuvo que ofrecerle un pañuelo de papel. La joven respiró hondo y se dispuso a decir sus votos.

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