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Rachel Gibson: Jane Juega Y Gana

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Rachel Gibson Jane Juega Y Gana

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Un tanto desilusionada, bastante terca y cansada de acudir a citas a ciegas con hombres poco interesantes, Jane Acott parece llevar la típica existencia de mujer soltera en una gran ciudad. Sin embargo, tiene una doble vida. Durante el día es periodista deportiva, encargada de seguir a un equipo de hockey, y especialmente a su portero, Luc Martineau. Durante la noche es escritora, la creadora secreta de las escandalosas aventuras de una serie de la que todos hablan. Luc tiene clara su opinión acerca de esos parásitos llamados periodistas, incluida Jane. Además, desde que tiene uso de razón se ha visto a sí mismo como un hombre soltero. Lo último que necesita es una reportera entrometida que escarbe en su pasado y se interponga en su camino.

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Marie. Había llegado antes de lo previsto.

Luc recorrió el pasillo y dejó la mochila y su propia bolsa sobre el sofá. Llamó a la puerta del primero de los tres dormitorios, y abrió. Marie estaba tendida sobre la cama, con el corto pelo oscuro recogido en lo alto de la cabeza formando una especie de plumero. Tenía restos de crema bajo los ojos y sus mejillas estaban pálidas. Abrazaba un osito de peluche contra su pecho.

– ¿Qué estás haciendo en casa? -le preguntó.

– Intentaron llamarte del colegio. No me encuentro bien.

Luc entró en la habitación y se acercó a su hermana de dieciséis años, hecha un ovillo sobre el edredón. Supuso que lloraba porque se acordaba otra vez de su madre. Había pasado sólo un mes desde el funeral, y pensó que tenía que decir algo para consolar a Marie, aunque no sabía realmente qué decir, y estaba convencido de que siempre que lo intentaba las cosas empeoraban.

– ¿Has pillado la gripe? -acabó preguntando. El parecido de la chica con su madre, o como mínimo con el recuerdo que él tenía de ella, era impresionante.

– No.

– ¿Te has resfriado?

– No.

– ¿Qué te pasa entonces?

– Me siento mal, eso es todo.

Luc acababa de cumplir dieciséis años cuando la cuarta esposa de su padre había dado a luz a Marie. Aparte de alguna que otra visita durante las vacaciones, Luc nunca había pasado mucho tiempo con ella. Él se había hecho mayor. Ellos vivían en Los Ángeles y él en el otro extremo del país. Había estado demasiado ocupado con las cuestiones relativas a su propia vida, y hasta que ella se fue a vivir con él, el mes anterior, no había vuelto a verla desde el funeral de su padre, hacía diez años. Y de repente era el responsable de una hermana a la que ni siquiera conocía. Era el único pariente cercano que aún no había alcanzado la edad de la jubilación. Era jugador de hockey. Soltero. Hombre. Y no tenía ni la más remota idea de lo que podría hacer con ella.

– ¿Quieres un poco de sopa? -preguntó.

Marie se encogió de hombros.

– Por qué no -respondió entre sollozos.

Aliviado, Luc salió rápidamente de la habitación rumbo a la cocina. Sacó una lata grande de caldo de pollo del armario y la colocó bajo el abrelatas automático que había en la encimera de mármol negro. Sabía que la chica estaba pasando por un mal momento, pero, por todos los demonios, lo estaba volviendo loco. Cuando no lloraba, estaba de morros. Cuando no estaba de morros, lo trataba como si fuese un retrasado mental.

Luc vertió la sopa en dos tazones y le añadió agua. Le había propuesto que viese a un psicólogo, y así lo había hecho durante la enfermedad de su madre, pero Marie creía que ya había tenido bastante.

Introdujo los tazones en el microondas y programó el reloj. Aparte de enloquecerle, tener en casa a una chica adolescente y temperamental había afectado seriamente su vida social. Últimamente, sólo disfrutaba de tiempo para sí mismo cuando salía de viaje. Algo tenía que cambiar. La situación no era la adecuada para ninguno de los dos. Se había visto obligado a contratar a una mujer para que se quedase en casa con Marie cuando él estaba fuera. Su nombre era Gloria Jackson y rondaba la sesentena. A Marie no le gustaba, pero eso no era nada nuevo.

Lo más conveniente era encontrar un buen internado para Marie. Allí sería feliz, conviviendo con chicas de su edad que supiesen de maquillaje y de peinados y a las que les gustase escuchar música rap. Luc sintió una punzada de culpabilidad. Sus razones para enviarla a un internado no eran del todo altruistas. Quería recuperar su antigua vida. Eso tal vez le hiciese parecer un maldito egoísta, pero había trabajado muy duro para disfrutar de aquel tipo de existencia. Para conseguir alzarse sobre el caos y alcanzar una relativa calma.

– Necesito algo de dinero.

El comentario hizo que Luc apartase la vista de los tazones que daban vueltas dentro del microondas y mirase a su hermana, que estaba apoyada contra el marco de la puerta de la cocina. Ya habían hablado acerca de la cuenta corriente especial a su nombre.

– Cuando vendamos la casa de tu madre y te demos de alta en la Seguridad Social…

– Lo necesito hoy -lo interrumpió-. Ahora mismo.

Luc sacó su cartera del bolsillo posterior del pantalón.

– ¿Cuánto necesitas?

– Unos siete u ocho dólares.

– ¿Siete u ocho?

– Digamos diez, para estar seguros.

Luc sintió curiosidad y también pensó que debía preguntarlo, así que dijo:

– ¿Para qué necesitas el dinero?

– No tengo la gripe -dijo ella, ruborizándose.

– ¿Qué te pasa?

– Tengo calambres y no tengo nada. -Bajó la vista hacia los pies cubiertos por calcetines-. No conozco a ninguna chica del colegio a la que pedirle, y ya era demasiado tarde para ir a la enfermería. Por eso me vine a casa.

– ¿Demasiado tarde para qué? ¿De qué estás hablando?

– Tengo calambres y no tengo… -Marie se ruborizó aún más-. Tampones. Busqué en tu lavabo, porque pensé que tal vez alguna de tus novias podría haber dejado alguno. Pero no tienes ninguno.

La campanilla del microondas sonó justo en el momento en que Luc entendió el problema de Marie. Abrió la portezuela y se quemó los dedos al dejar los tazones de sopa sobre la encimera.

– Oh. -Sacó dos cucharas de un cajón y, como no sabía qué decir, preguntó-: ¿Quieres galletas saladas?

– Sí.

De algún modo, no le había parecido una chica lo suficientemente mayor. ¿Acaso las chicas empezaban a tener la menstruación a partir de los dieciséis? Suponía que debía de ser así, pero nunca había pensado en ello. Había crecido como un hijo único, y sus pensamientos siempre habían estado relacionados con el hockey.

– ¿Quieres una aspirina? -Una de las mujeres con las que había salido tomaba sus analgésicos cuando tenía dolores menstruales. Al recordarla, Luc se dio cuenta que el dinero y su adicción había sido lo único que compartieron.

– No.

– Iremos al supermercado después de comer -dijo-. Necesito desodorante.

Ella alzó la vista finalmente, pero no se movió.

– ¿Tienes que ir ahora?

– Sí.

Él la observó; parecía incómoda y molesta. La culpa que había sentido minutos antes se vio aliviada. Enviarla a un lugar en el que podría vivir con chicas de su edad era, a todas luces, lo más adecuado. En un internado para chicas estarían al corriente de calambres menstruales y otras cuestiones femeninas.

– Voy a coger las llaves -dijo Luc.

Sólo tendría que encontrar el momento adecuado para exponer su idea sin que sonase como si pretendiera librarse de ella.

2. Intercambio de cumplidos

– ¿Qué has dicho? -preguntó Caroline Masón cuando se disponía a llevarse a la boca un trozo de pollo.

– Voy a encargarme de escribir las crónicas de los partidos de los Chinooks. Viajaré con ellos -repitió Jane atendiendo a la amistad que las unía desde la infancia.

– ¿El equipo de hockey?

Caroline trabajaba en Nordstrom's vendiendo aquello de lo cual era una completa adicta: zapatos. A primera vista, Jane y ella eran diametralmente opuestas. Era alta, rubia, de ojos azules, poco menos que un anuncio andante de belleza y buen gusto. Y sus caracteres tampoco eran muy parecidos. Jane era introvertida, en tanto que Caroline no se guardaba en el tintero ningún pensamiento o emoción. Jane compraba por catálogo. Caroline consideraba los catálogos una herramienta del Demonio.

– Sí, por eso estoy en esta parte de la ciudad. He venido a encontrarme con el dueño del equipo.

Aquellas dos amigas eran como el fuego y el hielo, como la noche y el día, pero compartían experiencias y un pasado que las mantenía profundamente unidas.

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