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Rachel Gibson: Jane Juega Y Gana

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Rachel Gibson Jane Juega Y Gana

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Un tanto desilusionada, bastante terca y cansada de acudir a citas a ciegas con hombres poco interesantes, Jane Acott parece llevar la típica existencia de mujer soltera en una gran ciudad. Sin embargo, tiene una doble vida. Durante el día es periodista deportiva, encargada de seguir a un equipo de hockey, y especialmente a su portero, Luc Martineau. Durante la noche es escritora, la creadora secreta de las escandalosas aventuras de una serie de la que todos hablan. Luc tiene clara su opinión acerca de esos parásitos llamados periodistas, incluida Jane. Además, desde que tiene uso de razón se ha visto a sí mismo como un hombre soltero. Lo último que necesita es una reportera entrometida que escarbe en su pasado y se interponga en su camino.

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Estupendo. Su trabajo estaba en manos de jugadores supersticiosos. Despegó una nota antigua de la agenda, en la que se leía «Fecha de entrega "Bomboncito de Miel"», y la arrojó a la papelera.

Tras unos minutos más de conversación, colgó el auricular y cogió la taza de café. Como la mayoría de los habitantes de Seattle, le sonaban los nombres de algunos famosos jugadores de hockey. La temporada era larga y en el noticiario King-5 News hablaban de hockey casi todas las noches, pero en aquel momento sólo conocía a uno de los integrantes de los Chinooks, el portero del que Leonard había hablado, Luc Martineau.

Le habían presentado al hombre de los treinta y tres millones de dólares en la fiesta que habían dado los Chinooks el verano anterior en el Press Club, justo después de su fichaje. Estaba en mitad de la sala, con aspecto saludable y en forma, como si de un rey recibiendo a su corte se tratase. Habida cuenta de la legendaria reputación de Luc, tanto dentro como fuera de la pista, Jane se sorprendió al comprobar que era más bajo de lo que había imaginado. No llegaba al metro ochenta, pero era puro músculo. El cabello, de un rubio ceniza, le cubría las orejas y el cuello de la camisa, era ligeramente ondulado y se notaba que lo peinaba con las manos.

Tenía los ojos azules y sendas cicatrices pequeñas, una en la mejilla izquierda y otra en la barbilla. No había nada que objetar a su aspecto impactantemente varonil. Se habían dicho tantas cosas malas de él que no había una sola mujer en aquella sala que no se preguntase si realmente sería tan malo como decían.

Llevaba una americana de color gris claro y una gastada corbata de seda roja. Lucía un Rolex de oro en la muñeca, y una rubia de neumáticas curvas se había pegado a él como una ventosa.

A aquel hombre le gustaba llevar los complementos a juego.

Jane y el portero intercambiaron saludos y se dieron la mano. Él apenas si le dirigió la mirada antes de irse con la rubia. En menos de un segundo, Jane desapareció del mapa para él. Era lo habitual. Por lo general, los hombres como Luc no acostumbraban a prestarle mucha atención a mujeres como Jane. Un metro cincuenta y cinco de estatura, pelo castaño oscuro, ojos verdes y barbilla afilada. No solían formar un círculo a su alrededor para descubrir si tenía algo interesante que decir.

Si el resto de integrantes de los Chinooks la ignoraban con tanta rapidez como Luc Martineau, iban a ser unos meses bastante duros; aunque viajar con el equipo era una oportunidad demasiado buena para dejarla pasar. Escribiría las crónicas deportivas desde el punto de vista de una mujer. Destacaría los mejores momentos del partido, tal como se esperaba que hiciese, pero prestaría mayor atención a todo lo que aconteciese en el vestuario. Nada de tamaños de pene o costumbres sexuales…, a ella le traían sin cuidado esa clase de cosas. Deseaba saber si en el siglo XXI las mujeres tenían que seguir enfrentándose a la discriminación.

Jane se sentó de nuevo frente al ordenador portátil y volvió a centrarse en la historia de «Bomboncito de Miel» que tenía que entregarle al editor al día siguiente, destinada a aparecer en el número de febrero de la revista. Muchos de los hombres que consideraban que su columna «Soltera en la ciudad» no trataba más que de chismorreos y afirmaban no leerla jamás, no se perdían un solo capítulo de la serie «Bomboncito de Miel». Nadie a excepción de Eddie Goldman, el editor de la revista, y de su mejor amiga desde el instituto, Caroline Masón, sabía que era ella la que escribía aquellos lucrativos artículos mensuales. Y su deseo era que siguiese siendo un secreto.

Bomboncito era el álter ego de Jane. Hermosa. Desinhibida. El sueño de todo hombre. Una mujer hedonista capaz de dejar exhaustos y sin habla a los hombres de Seattle, y al mismo tiempo dispuestos a pedir más. Bomboncito tenía un enorme club de fans, y también una docena de páginas web en Internet dedicadas a ella. Algunas eran tristes y otras divertidas. En una de esas páginas electrónicas se hacían cábalas sobre la posibilidad de que el autor de las aventuras de «Bomboncito de Miel» fuese un hombre.

A Jane le gustaba aquel rumor. En su cara apareció una sonrisa cuando leyó la última línea que había escrito antes de que Leonard llamase. Volvió a ponerse manos a la obra para hacer que los hombres pidiesen más.

1. La iniciación del novato

En el vestuario no decían más que tonterías mientras Luc Lucky Martineau se ponía su ropa y fijaba bien sus complementos. La mayoría de sus compañeros de equipo estaban de pie en torno a Daniel Holstrom, el novato sueco, comentándole las posibilidades que ofrecía la iniciación. Tenía dos opciones: o dejar que los chicos le afeitasen la cabeza al estilo mohicano o invitar a todo el equipo a cenar. Como las cenas de los novatos no bajaban de diez mil dólares, Luc supuso que el joven extremo acabaría pareciéndose a un punk durante un tiempo.

Daniel, con los ojos muy abiertos, buscó entre sus compañeros algún signo que le indicase que estaban bromeando. No encontró ninguno. Todos habían sido novatos en alguna ocasión, y todos habían tenido que pasar por malos tragos como aquél. En la temporada en que Luc empezó, los cordones de sus patines desaparecieron en más de una ocasión, y las sábanas de las habitaciones de hotel en las que dormía aparecían cortadas.

Luc cogió su stick y se encaminó hacia el túnel. Dejó atrás a algunos de los chicos, que calentaban con sopletes las cuchillas de sus patines. Junto a la salida del túnel, el entrenador Larry Nystrom y el director deportivo Clark Gamache hablaban con una mujer bajita vestida por completo de negro. Ambos tenían los brazos cruzados sobre el pecho y miraban a la mujer con el entrecejo fruncido mientras ésta les hablaba. Llevaba el oscuro cabello recogido en la nuca en un extraño moño.

Más allá de una moderada curiosidad, Luc le prestó escasa atención a Jane, olvidándose de ella por completo cuando salió a la pista a entrenar. Oyó el suave sonido de las cuchillas de los patines al deslizarse sobre el hielo, algo lógico tras pasarse una hora afilándolas. Mientras daba unas cuantas vueltas de calentamiento, notó que el aire frío le llenaba los pulmones y rozaba sus mejillas a través de la rejilla de la máscara.

Al igual que todos los porteros, Luc era un miembro más del equipo, aunque estaba un tanto al margen debido a la naturaleza solitaria de su puesto. No había cobertura posible para un hombre como él. Cuando ponían el disco en movimiento, los flashes de las cámaras estallaban formando una enorme señal de neón. Para ponerse partido tras partido entre los tres palos hacía falta algo más intenso que la determinación y las agallas. Se necesitaba ser lo suficientemente competitivo y arrogante para creerse invencible.

El entrenador de porteros, Don Boclair, hizo deslizarse una cesta con discos por el hielo mientras Luc llevaba a cabo el mismo ritual que había venido siguiendo durante los últimos once años, tanto en los partidos como en los entrenamientos. Rodeaba tres veces la portería en el sentido de las agujas del reloj, y una vez más en sentido opuesto. Ocupaba su lugar entre los palos y golpeaba con su stick las bases de los postes, primero la izquierda y después la derecha. Tras esto se santiguaba, como un sacerdote que se dirige al Señor. Situado sobre la línea azul, y durante los siguientes treinta minutos, el entrenador patinaba a su alrededor, lanzando el disco como un francotirador hacia todos los rincones y también desde el punto de penalti.

A los treinta y dos años, Luc se sentía bien. Bien respecto al hockey, y bien respecto a su condición física. Estaba, más o menos, libre de dolor, y el medicamento más fuerte que tomaba era Advil, un analgésico. Estaba jugando la mejor temporada de su carrera, y camino de la final de liga, su cuerpo se encontraba en excelentes condiciones. Su vida profesional iba de maravillas.

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