Rachel Gibson - Jane Juega Y Gana

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Un tanto desilusionada, bastante terca y cansada de acudir a citas a ciegas con hombres poco interesantes, Jane Acott parece llevar la típica existencia de mujer soltera en una gran ciudad. Sin embargo, tiene una doble vida. Durante el día es periodista deportiva, encargada de seguir a un equipo de hockey, y especialmente a su portero, Luc Martineau. Durante la noche es escritora, la creadora secreta de las escandalosas aventuras de una serie de la que todos hablan.
Luc tiene clara su opinión acerca de esos parásitos llamados periodistas, incluida Jane. Además, desde que tiene uso de razón se ha visto a sí mismo como un hombre soltero. Lo último que necesita es una reportera entrometida que escarbe en su pasado y se interponga en su camino.

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Pero no podía decir lo mismo de su vida íntima.

El entrenador de porteros lanzó uno de los discos con todas sus fuerzas, con un marcado efecto, pero Luc lo atrapó con su guante. A través del grueso acolchado, los doscientos cincuenta gramos de goma vulcanizada impactaron contra su mano. Se tiró de rodillas sobre el hielo al tiempo que otro disco volaba hacia la derecha y golpeaba en sus protecciones. Sintió el familiar tirón de dolor en sus tendones y ligamentos, pero no era que no pudiese soportar. Nada que no quisiese soportar, y nada que él fuese a admitir jamás de viva voz.

Algunos periodistas lo habían desahuciado después de la peor época de su carrera. Dos años atrás, cuando jugaba con los Red Wings, se lesionó ambas rodillas. Tras unas cuantas intervenciones quirúrgicas de consideración, incontables horas de rehabilitación, una estancia en la clínica Betty Ford para recuperarse de su adicción a los tranquilizantes, y el traspaso a los Seattle Chinooks, Luc estaba de vuelta y en mejor forma que nunca.

Aquella temporada tenía algo que demostrar. Había vuelto a exhibir las cualidades que le habían llevado a ser uno de los mejores. Luc disponía de un indescriptible sexto sentido, lo cual le permitía intuir la jugada segundos antes de que se produjese, y si no podía detener el lanzamiento con sus veloces manos, siempre le quedaba el recurso a la fuerza bruta y a algún movimiento sacado de la manga.

Cuando acabó el entrenamiento, Luc se puso unos pantalones cortos y una camiseta y se fue al gimnasio. Estuvo montado en la bicicleta estática cuarenta y cinco minutos antes de pasar a las pesas. Durante hora y media, trabajó los brazos, el pecho y el abdomen. Los músculos de sus piernas y de la espalda le ardían y el sudor le resbalaba por las sienes mientras tomaba aire sin pararse a pensar en el dolor.

Se dio una lenta ducha, se ató una toalla alrededor de la cintura y después se dirigió a los vestuarios. Allí estaban los demás chicos, tirados sobre sillas y banquillos, escuchando lo que Gamache les decía.

Virgil Duffy también se encontraba en mitad de la sala, y empezó a hablar acerca de la venta de entradas. Aquello, se dijo Luc, no tenía nada que ver con su trabajo. Su trabajo consistía en mantener la portería a cero y ayudar a que el equipo ganase partidos. Así pues, él cumplía con su misión.

Luc apoyó un hombro desnudo contra el marco de la puerta. Se cruzó de brazos, y posó la mirada en la mujer bajita que había visto antes. Estaba junto a Duffy, y Luc la estudió. Era una de esas mujeres naturales que optan por no maquillarse. Sus cejas negras eran la única nota de color en su pálido rostro. Los pantalones negros y la chaqueta no dejaban entrever forma alguna, ocultando todo asomo de curvas. De uno de sus hombros colgaba un bolso de piel, y en la mano portaba una taza de papel de Starbucks.

No era fea, sino extremadamente… sencilla. A algunos hombres les gustaban las mujeres de aire natural. A Luc no. A él le gustaba que las mujeres se pintasen los labios, oliesen a polvos de maquillaje y se depilasen las piernas. Le gustaban las mujeres que se esforzaban por tener buen aspecto. Y aquélla no se esforzaba en absoluto, eso saltaba a la vista.

– Sin duda estáis al corriente de que el reportero Chris Evans causa baja por causas médicas. En su lugar, Jane Alcott escribirá las crónicas de nuestros partidos en casa -explicó el dueño del equipo-, y también viajará con nosotros el resto de la temporada.

Los jugadores permanecieron en silencio, desconcertados. Nadie dijo una palabra, pero Luc sabía que estaban pensando lo mismo que él: que preferiría recibir un golpe del disco a que un cronista deportivo, y menos aún una mujer, viajase con el equipo.

Los jugadores miraron hacia su capitán, Mark Asesino Bressler, después centraron su atención en los entrenadores, que también permanecían en silencio. Esperaban que alguien dijese algo, que les rescatasen de aquella pesadilla bajita y de pelo oscuro que se les iba a pegar como una lapa.

– Bueno, no creo que sea buena idea -dijo finalmente el Asesino, pero una mirada a los helados ojos grises de Virgil Duffy le hizo callar.

Nadie más se atrevió a abrir la boca.

Nadie excepto Luc Martineau. Respetaba a Virgil. Incluso le gustaba un poco. Pero Luc estaba jugando la mejor temporada de su vida. Los Chinooks tenían el título de liga al alcance de la mano, y no estaba dispuesto a dejar que una periodista lo echase todo a perder. Ya habían escrito demasiadas cosas malas sobre él.

– Con todos mis respetos, señor Duffy, ¿ha perdido usted el jodido sentido común? -preguntó apartándose de la pared.

Cuando estaban de viaje, sucedían ciertas cosas que uno no deseaba que todo el país pudiese leer durante el desayuno. Luc era más discreto que algunos de sus compañeros, pero lo último que necesitaba era una reportera viajando con ellos.

Y, por otra parte, también había que tener en cuenta el factor mala suerte. Cualquier cosa que se saliese de la norma podía enviar al traste su buena suerte. Y que una mujer viajase con ellos era, a todas luces, algo fuera de la norma.

– Entiendo vuestros reparos, chicos -dijo Virgil Duffy-, pero después de pensarlo mucho, y de que tanto el Times como la señorita Alcott me diesen su palabra, puedo aseguraros que tendréis intimidad. Los reportajes no se inmiscuirán en vuestra vida privada.

«Gilipolleces», pensó Luc, pero no se molestó en gastar saliva expresándolo. Al apreciar la determinación en el rostro del propietario del equipo, supo que discutir carecía de sentido. Luc tenía que aceptarlo.

– Bueno, será mejor que prepare a la señorita para el lenguaje rudo -le advirtió Luc.

La señorita Alcott centró su atención en él. Su mirada fue directa y firme. Alzó uno de los extremos de la boca, como si le hubiese sorprendido el comentario.

– Soy periodista, señor Martineau -replicó con un tono de voz más sutil que su mirada, una extraña mezcla de suave feminidad y determinación-. Su lenguaje no va a incomodarme.

Él le ofreció una sonrisa desafiante y se encaminó hacia su taquilla al fondo del vestuario.

– ¿Es usted la mujer que escrrribe esa columna sobrrre cómo encontrarrr pareja? -preguntó Vlad Empalador Fetisov.

– Escribo la columna «Soltera en la ciudad» en el Times -respondió.

– Pensé que se trataba de una mujer oriental -comentó Bruce Fish.

– No, sólo se me fue un poco la mano con el delineador de ojos -explicó la señorita Alcott.

Dios santo, ni siquiera era una auténtica cronista deportiva. Luc había leído su columna un par de veces, o al menos lo había intentado. Escribía sobre sus problemas, y los de sus amigas, con los hombres. Era una de esas mujeres a las que les gustaba hablar de «relaciones y aventuras», como si todo tuviese que ser analizado una y otra vez. Como si, en cualquier caso, la mayor parte de los problemas entre hombres y mujeres no fueran simple y llanamente una invención de estas últimas.

– ¿Con quién compartirá habitación mientras estemos de viaje? -preguntó alguien desde la izquierda, y una oleada de risas relajó la tensión.

La conversación se apartó del tema de la señorita Alcott para centrarse en el análisis de los siguientes cuatro partidos, que tenían que disputar en sólo ocho días.

Luc recogió la toalla del suelo y la metió en su bolsa de lona. Virgil Duffy estaba senil, pensó Luc mientras dejaba los calzoncillos blancos y la camiseta sobre el banquillo. O eso, o el divorcio por el que estaba pasando lo había vuelto loco. Aquella mujer probablemente no supiera una sola palabra de hockey. Lo más seguro era que quisiese escribir acerca de sentimientos y problemas de pareja. Bueno, podía interrogarlo al respecto hasta que se le pusiese la cara morada de tanto hablar, que él no iba a soltar prenda. Después de los problemas del último año, Luc ya no respondía a las preguntas de los periodistas. Nunca. Que viajase con ellos no iba a hacer que cambiase de idea.

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