Rachel Gibson - Jane Juega Y Gana

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Jane Juega Y Gana: краткое содержание, описание и аннотация

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Un tanto desilusionada, bastante terca y cansada de acudir a citas a ciegas con hombres poco interesantes, Jane Acott parece llevar la típica existencia de mujer soltera en una gran ciudad. Sin embargo, tiene una doble vida. Durante el día es periodista deportiva, encargada de seguir a un equipo de hockey, y especialmente a su portero, Luc Martineau. Durante la noche es escritora, la creadora secreta de las escandalosas aventuras de una serie de la que todos hablan.
Luc tiene clara su opinión acerca de esos parásitos llamados periodistas, incluida Jane. Además, desde que tiene uso de razón se ha visto a sí mismo como un hombre soltero. Lo último que necesita es una reportera entrometida que escarbe en su pasado y se interponga en su camino.

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Se puso los calzoncillos dándole la espalda a la señorita Alcott, y la miró por encima del hombro antes de ponerse la camiseta. La pilló mirándose los zapatos. No era nada nuevo la presencia de mujeres periodistas en los vestuarios. Si a una mujer no le importaba entrar en una habitación repleta de hombres malhablados, por lo general sus compañeros solían comportarse bien con ella. Pero la señorita Alcott parecía tan incómoda como una vieja tía solterona y virgen. Aunque él sabía más bien poco de vírgenes.

Acabó de vestirse enfundándose unos gastados Levi's y un grueso jersey azul. Después metió los pies en sus botas negras y se abrochó el Rolex de oro en la muñeca. El reloj había sido un regalo personal de Virgil Duffy tras la firma del contrato. Un pequeño detalle para sellar el negocio.

Luc se puso su cazadora de cuero, cogió la bolsa de lona y se encaminó a la oficina del club. Allí se hizo con la hoja que indicaba el itinerario de los siguientes ocho días y estuvo hablando un rato con el encargado de la oficina para asegurarse de que recordaba que él quería una habitación individual. Durante la última estancia en Toronto, compartió habitación con Rob Sutter. Por lo general, Luc se dormía a los pocos segundos de meterse en la cama, pero Rob roncaba como una sierra mecánica.

Luc salió de las instalaciones justo después de las doce del mediodía, oyendo el eco de sus pasos contra las paredes de hormigón mientras se dirigía a la salida. Una vez fuera, la niebla le golpeó el rostro y se introdujo por el cuello de su chaqueta. No parecía que fuese a llover, pero era un día triste y lúgubre. El tipo de clima que acostumbraba imperar en Seattle. Esa era una de las razones por las que le gustaba jugar fuera de la ciudad, pero no la más importante. La más importante era la paz que le proporcionaba el hecho de estar en ruta. Aunque esta vez tenía un mal presentimiento al respecto: esa paz se veía amenazada por la presencia de la mujer que se encontraba en esos momentos a pocos pasos de él, con el bolso colgado del hombro.

La señorita Alcott estaba envuelta en algo parecido a un indescriptible impermeable ceñido a la cintura por un cinturón. Era largo y negro, y el viento de la bahía hacía ondear los faldones, dando la impresión de que llevase un lastre en el culo. En la mano acarreaba todavía la taza de papel de Starbucks.

– El vuelo de las seis de la mañana a Phoenix es terrible -dijo él mientras caminaba en dirección al aparcamiento-. No te retrases. Sería vergonzoso que lo perdieses.

– Allí estaré -respondió ella cuando pasó por su lado-. No quieres que viaje con el equipo, ¿verdad? ¿Se debe a que soy una mujer?

Él se detuvo, y se volvió y la miró a la cara. La molesta brisa hacía aletear las solapas del impermeable de Jane, y también hizo que varios mechones de su cola de caballo se soltasen para ir a parar a sus rosadas mejillas. Tras un análisis más detallado, podía comprobarse que eso no mejoraba mucho su aspecto.

– No. No me gustan los periodistas -contestó.

– Es comprensible, supongo, teniendo en cuenta tu historia.

Sin duda, había leído sobre él.

– ¿Qué historia?

Se preguntó si habría leído aquel maldito libro, Los chicos malos del hockey, en el que le habían dedicado cinco capítulos, con fotografías y todo. Más o menos la mitad de lo que el autor afirmaba allí eran puros cotilleos o simples invenciones. Y el único motivo por el cual Luc no le había denunciado era que no quería atraer la atención de los medios.

– Tu historia con la prensa. -Jane bebió un sorbo de café y se encogió de hombros-. El omnipresente seguimiento de tus problemas con las drogas y las mujeres.

Efectivamente, lo había leído. ¿Y quién demonios utilizaba palabras como «omnipresente»? Sólo los periodistas.

– Para tu información, te diré que nunca he tenido problemas con las mujeres. Omnipresentes ni de cualquier otro tipo. Deberías informarte mejor en lugar de creer todo lo que lees.

Al menos, respecto a cuestiones delictivas. Y su adicción a los tranquilizantes era cosa del pasado. Donde él deseaba que quedase para siempre.

Luc recorrió con la mirada el cabello recogido de Jane, la perfecta piel de su rostro, y descendió hacia el resto de su cuerpo, enfundado en aquel horroroso impermeable. Tal vez si hubiese llevado el pelo suelto no le habría parecido tan estirada.

– He leído algunas de tus columnas del periódico -dijo alzando la vista hacia sus ojos verdes-. Tú eres la soltera que se queja de la falta de compromiso y que no consigue encontrar a un hombre de verdad.

Ella frunció ligeramente el entrecejo y endureció la mirada.

– Viéndote, puedo entender tus problemas -remató él sin mover un solo músculo.

Bien. Quizás así ella se mantuviese a distancia.

– ¿Ya no tomas nada, estás limpio? -preguntó Jane.

Luc supuso que, si no contestaba, ella imaginaría ciertas cosas. Siempre era así.

– Totalmente -respondió.

– ¿En serio? -Jane alzó las cejas, que formaron unos arcos perfectos, dándole a entender que ponía en duda sus palabras.

Él dio un paso hacia ella.

– ¿Quieres ver cómo me meo en tu taza de café? -preguntó con la mirada encendida, cabreado, frente a aquella mujer que seguramente no había hecho el amor en cinco años.

– No, gracias, me gusta el café solo.

De no haberse tratado de una periodista, Luc se habría detenido a apreciar por unos segundos la agudeza de su réplica, pero había sonado como una provocación, le gustase o no admitirlo.

– Si cambias de opinión, házmelo saber -masculló Luc-. Y no creas que el hecho de que Virgil Duffy te haya presentado a los chicos va a hacer que tu trabajo sea más fácil.

– ¿Qué quieres decir con eso?

– Quiero decir lo que a ti te dé la gana que quiero decir -respondió él mientras se alejaba.

Caminó el corto trecho que le separaba del aparcamiento y encontró su Ducati gris en su sitio, junto a las plazas para discapacitados. El color de la motocicleta casaba a la perfección con las densas nubes que colgaban sobre la ciudad y también con el sombrío aparcamiento. Colocó la bolsa en la parte trasera de la moto y se sentó en el asiento negro. Con el talón de su bota apretó la palanca de arranque y puso en marcha el motor de dos cilindros. No le dedicó un solo pensamiento más a la señorita Alcott y salió a toda prisa del aparcamiento, dejando tras de sí el rugido del motor. Enfiló Broad, dejando atrás el bar Tini Bigs, camino de Second Avenue. Tras unas cuantas manzanas, entró en el aparcamiento comunitario del complejo residencial en el que vivía y dejó la motocicleta junto a su Land Cruiser.

Consultó la hora en su reloj y cogió la bolsa pensando que se disponía a afrontar tres horas de calma. Se dijo que tal vez podría poner la cinta de algún partido en el vídeo y relajarse frente a la enorme pantalla de su enorme televisor. Tal vez podría llamar a alguna amiga y quedar para comer. Cierta pelirroja de piernas largas le vino a la mente.

Salió del ascensor en la planta diecinueve y recorrió el pasillo hasta la esquina nororiental del edificio. Había comprado aquel piso poco después de fichar por los Chinooks, el verano anterior. No le había apasionado el interior -pues le recordaba a las decoraciones de la vieja serie de dibujos animados Los Supersónicos: piedra, acero y esquinas redondeadas-, pero las vistas… Las vistas eran impresionantes.

Abrió la puerta y sus planes para el día se vinieron abajo cuando tropezó con una mochila North Face de color azul que descansaba sobre la moqueta beige. En el sofá de piel color azul marino, un anorak rojo, y encima de una de las mesitas de cristal, varios anillos y pulseras amontonados. En el equipo de música rugía la música rap y Shaggy se movía sin parar en la pantalla del televisor de Luc, sintonizada en la MTV.

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