Susan Mallery - El Jeque y el Amor

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El príncipe Jefri de Bahania se sentía obnubilado… ¡por una mujer! Y no cualquier mujer, sino Billie Van Horn; su guapísima y exigente instructora de vuelo, que era todo un desafío para un hombre como él. Quizá fuera todo un as en el aire, pero en lo que se refería al amor, Billie prefería mantener los pies en la tierra. ¿Por qué entonces sentía que flotaba por encima de las nubes cada vez que estaba con aquel jeque tan sexy? Además, sabía que en cuanto el honor se lo exigiera, él se marcharía de su lado… A menos que desafiara a su destino y eligiera el amor…
Aquella mujer ponía a prueba su honor… y su masculinidad

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– ¿Estarás cómoda? -preguntó él.

– Ya lo creo. Y si tuviera que subarrendar una parte para complementar mis ingresos, habría sitio de sobra para dos o tres inquilinos -añadió con una sonrisa-. A esto me podría acostumbrar.

– Considera el palacio tu casa mientras estés en Bahania.

– Ten cuidado con esa invitación. ¿Y si no me quiero ir nunca?

Entonces podría verla siempre que quisiera, pensó él. Qué lástima que su padre eliminara el harén al principio de su reinado. Billie habría sido una maravillosa adición.

– Por favor, si necesitas algo habla con el personal -dijo, en lugar de decirle lo que estaba pensando.

– Sí, aunque no creo que necesite nada más. Esta habitación es alucinante.

Billie se inclinó y dejó a la perrita en el suelo. La bola de pelo trotó hacia el sofá y empezó a olisquear los muebles.

– ¿Siempre viajas con ella? -preguntó Jefri.

– Sí, incluso la llevo cuando vuelo.

– ¿Y le gusta? -preguntó él, extrañado.

– No lo sé -reconoció Billie -. No vomita, así que eso es buena señal.

Jefri no quería seguir hablando de la perrita, y se acercó a las puertas acristaladas que daban a la terraza. Desde allí se divisaba una magnífica vista de los jardines con el mar al fondo.

– La terraza rodea todo el palacio-la informó él-. Desde el extremo sur se puede ver Lucia-Se-rrat.

– He oído hablar de la isla. Dicen que es muy bonita.

– Casi toda esta zona lo es.

Billie sacudió la cabeza.

– Pensaba que era todo arena. Pero la ciudad se extiende en una zona mucho más amplia de lo que había imaginado. Claro que una vez la dejas atrás, el desierto se extiende de forma interminable.

– ¿Lo has visto desde el aire?

Billie asintió.

– Sí, no tenía mucho más que hacer. Los primeros días de los combates aéreos son bastante aburridos porque…

Se interrumpió. Tragó saliva y lo miró sin alzar la vista.

– Qué metedura de pata, ¿eh? -dijo-. Acabo de insultar a un príncipe. ¿Hay algún castigo? ¿Por eso me encierran en las mazmorras?

– ¿A qué viene tanta preocupación? -preguntó él-. En el aeropuerto me has dicho que no te ganaría nunca.

– Y no me ganarás – le aseguró ella -, pero supongo que debería ser más diplomática.

– ¿Porque estás en el palacio?

– Porque, poniendo la cosas en perspectiva, yo sólo soy una simple chica de pueblo y tú… no.

– Desde luego. Tampoco nadie me llamaría una chica de ciudad.

Los labios femeninos esbozaron una sonrisa.

– Ya me entiendes. Podrías pasarme unas notas. Algo como: «Veinte formas seguras de no ofender a la realeza».

– Si quieres puedo enviarte al encargado del protocolo -propuso él.

Billie arrugó la nariz.

– Te estás burlando de mí, ¿no?

– Sólo un poco.

– Vaya, además tienes sentido del humor. ¿Cuál es la siguiente sorpresa? ¿También te lavas la ropa?

– Nunca.

– Como todos los hombres. Mis hermanos tampoco…

Un aullido interrumpió la conversación. Jefri se volvió hacia el sonido, pero Billie ya corría hacia el lugar de los ladridos.

– ¡Muffin! -gritó, lanzándose en medio del revuelo de pelo, patas, dientes y colas.

Jefri reparó en las manos y las piernas desnudas de Billie, y aunque no tenía ningún deseo particular de rescatar a la perra, se sintió obligado a ayudarla. Sujetando a Billie por la cintura, la apartó.

– Yo me ocupo – dijo él, metiéndose entre el grupo de gatos y sacando una pequeña bola de pelo que gemía y ladraba con desespero.

Su amabilidad le costó varios rasguños, un mordisco de la perra y un traje negro cubierto de pelo.

– Creo que esto es tuyo -dijo, entregándole a Muffin.

– ¡Muffin! ¿Te han hecho daño? -preguntó Billie, pasándole las manos por el cuerpo-. ¡Qué salvajes!

Tras asegurarse de que Muffin no estaba herida, Billie miró angustiada a su anfitrión.

– No sé qué decir -dijo-. Podían haberla matado.

Jefri se examinó la mano. El mordisco de Muffin no le había hecho mella, pero algunos gatos habían dejado la marca de sus garras.

– Creo que habría sobrevivido al enfrentamiento.

Jefri fue hasta la puerta del pasillo y la abrió. Después sacó a los gatos de la habitación.

– Puede que aún queden uno o dos por ahí- dijo él -. Sólo tienes que echarlos.

Ella miró a su alrededor, intranquila, y después se acercó a él.

– ¿Cómo puedo agradecértelo?

El tono de su voz era bajo e intenso. Si hubiera sido una mujer de su círculo social habitual, Jefri habría asumido que la oferta era algo más que un sincero agradecimiento. Pero con Billie no estaba seguro. Además, a pesar de lo mucho que la quería en su cama, su intención era seducirla despacio, paso a paso.

– No tiene importancia.

– Ya lo creo que la tiene -dijo ella, dejando a Muffin en el sofá-. Esos gatos son horribles -estiró la mano y le tomó la suya-. ¡Estás sangrando!

Algunos de los rasguños tenían sangre. A Jefri no lo preocupaban, pero no protestó cuando Billie lo llevó al espacioso cuarto de baño y le echó agua en la mano.

La piel femenina era suave y cálida, y Billie estaba lo bastante cerca de él como para sentir el calor de su cuerpo y el ligero roce de los senos en el brazo.

– Has sido muy valiente -dijo ella.

– Sólo son gatos.

– Asesinos por naturaleza -murmuró ella, a la vez que buscaba una toalla.

Jefri se secó las manos y después le puso el dedo en la barbilla.

– ¿Qué te pasó para que les tengas tanto miedo? Ya sé que son cazadores, pero son muy pequeños para representar un peligro real.

Billie se encogió de hombros.

– No me gustan.

– Eso ya lo sé. ¿Por qué?

Billie suspiró. El aliento fue una suave caricia para la piel masculina, y Jefri dejó caer la mano a un lado.

– Cuando era pequeña quería tener una mascota, algo que fuera sólo mío -dijo ella-, y cuando cumplí siete años, mis tres hermanos me regalaron entre todos una ratoncita blanca preciosa.

Billie sonrió al recordarlo.

– Sé que lo hicieron porque pensaron que un ratón me asustaría, pero no me asustó en absoluto. Todo lo contrario.

– ¿Tienes tres hermanos mayores? -preguntó él.

Ella sintió.

Jefri pensó en Doy le Van Horn, en su tamaño y en su fuerza, y supo que Billie tuvo que ser dura para sobrevivir con ellos.

– Se llamaba Missy, y yo la adoraba.

– ¿La ratoncita Missy? -preguntó él, arqueando las cejas.

– Sí -sonrió ella-. Era una monada, y yo le enseñaba trucos, como ponerse de pie cuando le daba comida.

– Pero eso no es un truco -rió él-. Sólo quería comer.

Billie entrecerró los ojos.

– Era mi ratoncita, así que yo decido si era un truco o no.

– De acuerdo, de acuerdo. Así que tenías un ratón, y supongo que apareció un gato.

Billie asintió. Se apoyó en el mármol del cuarto de baño.

– En casa teníamos un cuarto de juegos que tenía un cerrojo bastante alto. Yo no llegaba a abrirlo, y a veces, si se cerraba la puerta de golpe, el cerrojo bajaba y desde dentro yo no sabía abrir. Un día Missy se escapó. La busqué por todas partes, y les pedí a mis hermanos que me ayudaran, pero no quisieron. Yo estaba histérica, así que me fui enfadada al cuarto de juegos y la puerta se cerró de golpe. Y el cerrojo bajó.

La voz femenina se mantuvo firme. Billie cruzó los brazos y tragó saliva.

– Me acerqué a la ventana y entonces la vi. Dos de los gatos del vecino la tenían acorralada. Estaban jugando con ella. Torturándola. Llamé a gritos a mis hermanos para que me abrieran la puerta, pero no me oyeron. Mi madre había ido a comprar. Yo estuve encerraba casi dos horas. El tiempo que tardaron en matarla y comérsela.

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