– Me lo dijo el rey.
– Oh, qué romántico.
– Es un matrimonio de conveniencia. Es un honor que me hayan ofrecido a uno de los príncipes.
Doyle la contempló durante unos segundos.
– Tahira, no eres una mercancía. Nadie puede comprarte o venderte. No entiendo cómo alguien como tú puede venderse por tan poco.
– ¿Alguien como yo?
– Eres dulce y divertida, además de muy bonita, qué demonios. Y no veo que tengas que sentirte tan honrada por ser aceptada por alguien como él. Podrías tener algo mucho mejor.
Dos cosas atrajeron la atención de Tahira. Primero, la vehemencia de Doyle, algo que la sorprendió muy agradablemente. Nunca había oído hablar a nadie así. Y en segundo lugar, sus palabras.
– Es un príncipe. No encontraré a nadie mejor.
– Puedes casarte por amor.
¿Amor?
– Lo amaré, con el tiempo.
– ¿Cómo lo sabes?
Nadie le había planteado aquellos interrogantes antes.
– Lo sé. Las cosas son así.
Siempre había sido así. Siempre había sabido que existía la posibilidad de casarse con uno de los hijos del rey. Y siempre había esperado que el sueño se convirtiera en realidad. Sí, al principio su esposo y ella serían dos desconocidos, pero con el tiempo se enamorarían.
La música terminó y Doyle la llevó fuera de la pista de baile.
– Las cosas no son tan claras. Estás jugándote tu futuro a algo que puede ocurrir o no. ¿No preferirías enamorarte primero y casarte después? Podrías explorar el mundo. Trabajar. Vivir.
En boca de Doyle todo parecía posible, pero ella sabía que no lo era.
– Voy a casarme con el príncipe.
– ¿Por qué?
– Porque es mi obligación.
Al escuchar las palabras de su boca, Tahira se llevó la mano a la boca y lo miró.
– No, no lo es -dijo él.
– No lo entiendes -dijo ella, sintiendo que empezaban a arderle los ojos.
– Sí que lo entiendo. Ven. Vamos a bailar otra vez.
Tahira quiso alejarse, pero él le tomó la mano y la llevó otra vez a la pista de baile.
¿Su obligación? No, ella siempre había querido casarse con el príncipe. Toda su vida.
– Deja de pensar -le susurró Doyle al oído, pegándola a él.
Tahira se relajó contra el cuerpo masculino y poco a poco su mente se tranquilizó y sólo quedaron la música y el hombre.
Desde las sombras, Jefri observaba a Tahira bailar con Doyle. Llevaban juntos casi una hora. Intentó sentirse celoso, pero no pudo. Lo único que tenía eran remordimientos cada vez que la oía reír.
Cuando estaba con él, Tahira nunca reía, ni siquiera sonreía, y apenas hablaba. Sabía que la culpa era suya, por no haber intentado establecer una relación más agradable y fluida con ella. Había estado demasiado ocupado culpándola por no ser Billie.
Ahora Billie estaba bailando con el primer ministro británico, que en aquel momento echaba la cabeza hacia atrás y se reía con ella.
Los celos se apoderaron de él. Sintió ganas de cruzar el salón y arrancarla de sus brazos. Quería insistir en que nadie bailara con ella, ni hablara con ella, ni la tocara. Sólo él podía tener esos privilegios. Pero era un deseo imposible. Estaba comprometido con otra.
Miró a las dos mujeres. Tan distintas, pensó. No tenían nada en común. Si pudiera elegir…
Pero no podía. Su padre había elegido a Tahira para él, porque él se lo había pedido, y la situación ya no tenía vuelta atrás.
No había pensado en diseñar mi propia ropa – comentó Tahira mientras extendía la tela-. Cuando Billie me lo mencionó ni siquiera sabía por dónde empezar, pero las hermanas me enseñaron a coser hace años y en el bazar he podido comprar unas telas maravillosas. ¿Qué te parece ésta?
Jefri miró el rollo de tela roja con hilos dorados entretejido que había extendido sobre la mesa de centro.
– Es muy bonita -dijo, sin saber qué decir.
– No te gusta -dijo ella, bajando la cabeza-. Piensas que es una tontería.
– No, en absoluto -le aseguró él, tratando de no herir sus sentimientos, aunque lo cierto era que no veía el momento de salir de allí.
– Billie me dijo que es importante que encuentre algo que me guste -continuó ella-. Algo que hacer mientras tú te dedicas a tus responsabilidades de gobierno. No me estoy quejando, por supuesto. Nunca me quejaría.
Cierto. Tahira nunca se quejaría, ni nunca diría nada en contra de las opiniones de su prometido. Era obediente y amable, y en el mes que había pasado desde la cena de gala Jefri había llegado a la conclusión de que no le quedaba otro remedio que mantener su palabra y conocerla mejor.
Peor aún, Tahira y Billie se habían hecho amigas, y cada vez que estaba con la joven destinada a ser su esposa, Tahira no hablaba más que de su admirada Billie.
– Me alegro de que hayas encontrado algo que te interese -dijo él.
– Mi único interés es complacerte.
– Por supuesto.
– ¿Deseas algo más de mí?
– No.
Mientras la joven continuaba explicando lo que quería hacer con aquellas telas, Jefri recordó el entrenamiento de aquella mañana. Había durado cuatro minutos contra Billie, y al encontrarse de nuevo en la pista ella lo felicitó.
– Has mejorado mucho.
– Pensaba que algún día sería lo bastante bueno como para ganarte-reconoció él.
– Nadie llega a ser tan bueno -dijo ella, y le sonrió.
Durante el fugaz momento que duró la sonrisa, el mundo había sido perfecto. Pero enseguida ella le dio la espalda y se alejó, como si no lo conociera. Como si nunca hubieran sido amantes.
Jefri entendía su necesidad de alejarse de él. El dolor de desear y no poder tener era demasiado intenso. Él continuaba soñando con ella, y había noches en las que sentía el impulso de llevársela lejos de allí y desaparecer para siempre con ella. Deseaba llevársela al desierto y vivir allí siempre, felices y alejados del mundo.
– Disculpa -dijo de repente, interrumpiendo la frase de Tahira, a la que no estaba escuchando.
– Oh, sí. Claro -parpadeó ella, un poco perpleja.
Jefri salió de la habitación y se dirigió al despacho de su padre, en una de las alas opuestas de palacio. Allí, el rey de Bahania estaba sentado en un sofá junto a la ventana.
– Qué sorpresa -dijo el rey, en tono alegre-. ¿Qué puedo hacer por ti, hijo mío?
Jefri aspiró profundamente.
– No puedo casarme con Tahira, padre. Lo he intentado. Durante el último mes he pasado tiempo con ella, he intentado conocerla. Hemos paseado juntos, incluso hemos ido de picnic a la playa. Es una joven encantadora con todas las cualidades que pedí.
El rey frunció el ceño.
– ¿Entonces cuál es el problema?
– Estoy enamorado de otra mujer.
Jefri guardó silencio antes de continuar. El rey esperó.
– De Billie.
– Entiendo.
Jefri no podía adivinar qué era lo que su padre estaba pensando y se apresuró a explicar que Tahira y él nunca podrían ser felices, que la joven debía buscar su propio camino y estudiar una carrera si así lo deseaba.
– Además, no me ama -concluyó.
– ¿Cómo lo sabes? ¿Se lo has preguntado? ¿Vas a romperle el corazón y destruir su vida?
Algo en la actitud de su padre le hizo pensar que el rey trataba de decirle algo, aunque no claramente. Algo sobre Tahira que él desconocía.
– No puedes dejarla así -insistió el padre-. Arruinarías su reputación.
Irritado, Jefri se puso en pie.
– Encontraré otra manera.
El rey no dijo nada, y el príncipe salió del salón bajo la atenta mirada de su padre. Cuando la puerta se cerró tras él, el soberano sonrió.
– Todo despejado -dijo-. Ya puedes salir.
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