– Siento el embrollo con los billetes de vuelta -empezó Reid después de presentarse-. No supe nada de lo ocurrido hasta dos días después. La agencia de viajes que contrató mi representante metió la pata. Dije que les mandaran un cheque para reembolsarles los gastos, ¿les llegó?
– Sí, claro -confirmó el entrenador-. No cubrió casi nada, pero lo importante es el gesto, ¿no?
– ¿De qué me está hablando? -preguntó Reid perplejo.
– ¿De verdad cree que mil dólares cubren los gastos de diecisiete niños y sus familias?
– No. Tiene que haber un error. Tenía que cubrirlo todo.
– No sé a qué cree que está jugando, Buchanan. Es usted un majadero de la peor especie. Éste es un pueblo pobre en la zona más pobre del Estado. Los niños son de familias trabajadoras. Ni siquiera pueden permitirse un billete de autobús. Embargaron el coche de una de las familias porque tuvieron que elegir entre pagar la letra o que los niños volvieran a casa. Eligieron a los niños. Usted manda un cheque de mil dólares y cree que eso significa algo…
– Tenía que ser… más -balbució Reid.
¿Qué había hecho Seth? ¿Por qué había mandado tan poco?
– Esos chicos lo admiraban -siguió el entrenador-. Lo idolatraban. Usted hizo que sus sueños se hicieran realidad para luego estamparlos contra el suelo.
– Lo siento -insistió Reid.
– Seguro… Seguro que no duerme por las noches. Usted representa todo lo que no quiero que sean esos niños.
– Quiero compensarlos -Reid estaba aturdido-. ¿Puedo mandarlos a Disney World o algo así?
– Sería maravilloso. Como todo el mundo puede pagarse el billete de vuelta desde Florida… Limítese a hacer lo que sabe hacer: acostarse con mujeres. Aunque, al parecer, tampoco lo hace muy bien. Aquí nadie quiere saber nada de usted. No podemos permitirnos su caridad.
El exterior del restaurante asiático era muy elegante. Dani aparcó cerca de la puerta y entró. Tenía una entrevista con Jim Brace, el dueño. La decoración era sobria, pero preciosa, y el gigantesco comedor era el doble de grande que el de The Waterfront.
Todavía faltaban dos horas para que abrieran y había poca gente. Se acercó a un hombre que estaba poniendo las mesas y preguntó por Jim.
– ¿Sabe él que ha venido? -preguntó mirándola fijamente.
A ella no le asombró la pregunta sino la preocupación que reflejaba su mirada.
– Tengo una cita con él.
– Muy bien. Iré a buscarlo -se alejó un poco y se dio la vuelta-. No se mueva de ahí y no toque nada.
– Se lo prometo -aseguró Dani sin saber qué no podía tocar.
Volvió al mostrador de recepción y tomó aliento. Era su primera entrevista y era una muy importante. El restaurante de Jim Brace era uno de los mejores de Seattle. Los críticos no se ponían de acuerdo en qué era más exquisito si la comida o el servicio. Se recordó que tenía suficiente experiencia y que, evidentemente, Jim se había quedado impresionado con su currículo. Si no conseguía el empleo, por lo menos tendría la experiencia de la entrevista.
Un hombre alto y delgado se acercó a ella. Reconoció a Jim por las fotos de los periódicos y sonrió.
– Señor Brace, soy Dani Buchanan.
– Llámame Jim, por favor, y yo le llamaré Dani -se estrecharon las manos y él la llevó hacia un rincón del restaurante-. ¿Has comido alguna vez aquí?
– Un par de veces. La comida es increíble.
– Recetas secretas -bromeo él-. Mi madre es medio china y el hermano de mi padre pasó algunos años en Japón. Me crié en los dos sitios y aprendí los idiomas, pero, lo que es más importante, estudié la cocina. Veraneaba aquí, en Seattle, y por eso también tengo influencias estadounidenses. La mezcla de todo ello me ha permitido tener tanto éxito.
Hizo una pausa cuando una joven con uniforme de cocinera se acercó a él con una bandeja. Jim miró la bandeja y la tomó.
– Puedes irte -le dijo sin darle las gracias.
La mujer hizo una leve inclinación y se marchó. Él empezó a poner platos en la mesa.
– Sé que querrás volver a probar la comida. Es excelente. Nuestro cocinero jefe, Park, lleva seis meses con nosotros. No me gustaron todos los cambios que quería hacer, pero le permití hacer algunos.
– A The Waterfront le pasó algo parecido cuando reabrió -comentó Dani con una sonrisa-, Penny Jackson estaba decidida a salirse con la suya, pero ¿quién puede discutir contra la brillantez?
– Yo sí puedo -afirmó Jim-. Es mi labor. Se hace lo que digo.
Él, sin molestarse en preguntar, sirvió la comida en dos platos. Dani tomó el suyo y observó el contenido. Había distintos tipos buñuelos, tempura y un guiso que olía maravillosamente. Jim sirvió té con un poco de azúcar. Quizá estuviera susceptible, pero a Dani le pareció un hombre que disfrutaba un poco demasiado llevando las riendas. Sería afortunada si no le cortaba la comida y se la metía en la boca.
– Llevo tiempo buscando un director -le explicó él-. Necesito a alguien que pueda respetar mi concepto. Este restaurante y yo somos lo mismo -se encogió de hombros-. Me han dicho que soy complicado.
Dani se acordó de todo lo que había hecho Gloria, de que la dejó trabajar hasta la extenuación y le hizo creer que tenía alguna oportunidad dentro de la empresa para al final reconocer que no pasaría de Burger Heaven.
– Puedo con las complicaciones siempre que los objetivos y las metas estén bien definidos.
– Eso puedo hacerlo -Jim empezó a comer y apremió a Dani para que hiciera lo mismo-. ¿No te parece maravillosa?
Ella probó varios platos y tuvo que mostrarse de acuerdo. Jim se levantó y la invitó a recorrer el restaurante con él. Le explicó la disposición concreta de las mesas y que los clientes habituales, que gastaban mucho dinero, tenían sitios especiales. Prefería el exceso de reservas y tener que rechazar a otros clientes.
– ¿No se molestarán y no volverán? -preguntó ella.
– Algunos, pero la experiencia me dice que la gente quiere lo que no consigue y, para muchos de ellos, eso es cenar en mi restaurante.
Dani arrugó la nariz. Ella era una directora a la que le gustaba agradar al cliente como fuera.
Cruzaron unas puertas batientes y, mientras entraban en la inmaculada cocina, se preparó para oír todo tipo de exabruptos en varios idiomas. Sin embargo, reinaba un silencio antinatural. Miró fijamente a los hombres que trabajaban sin parar. El más alto del grupo se acercó a ellos, el nombre bordado en la chaqueta le identificaba como jefe de cocina.
– Park, te presento a Dani Buchanan. Aspira a ser la directora.
Park la miró e inclinó levemente la cabeza, pero no dijo nada. Dani había trabajado con jefes de cocina muy brillantes y esperaba energía, opinión y un tono de voz que abrumarían a los inexpertos.
– Hola -lo saludo ella jovialmente-. Me ha encantado el menú degustación. Sería fácil hacer recomendaciones en este sitio.
El atractivo rostro de Park no se inmutó, pero parpadeó lentamente.
Antes de que a ella se le ocurriera algo más que decir, se oyó un estruendo en el fondo de la cocina porque dos cuencos de metal habían caído en el fregadero, también metálico. Jim se dio la vuelta inmediatamente y dijo algo muy áspero en un idioma que no entendió. Todo el mundo se quedó petrificado, incluso Park. Jim se volvió hacia ella y se encogió de hombros.
– Hay que mantener a los chicos en vereda.
– Claro -dijo ella con un amago de sonrisa.
Había algo en esa cocina que era un error muy grave. Todo era demasiado silencioso, demasiado perfecto. ¿Dónde estaba el controlado caos de la creatividad?
Jim la acompañó a su enorme despacho y le hizo un gesto para que se sentara en la silla que había ante el escritorio.
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