Susan Mallery
Inmune A Sus Encantos
Buchanan, 3
© 2006 Susan Macias Redmond.
Titulo original: Sizzling
Traducida por Juan Larrea Paguaga
Hasta ese martes a las siete menos cuarto de la mañana, las mujeres siempre habían adorado a Reid Buchanan. Empezaron a dejarle notas en la taquilla mucho antes de que él descubriera que el sexo opuesto podía no ser un incordio. Durante el segundo año del instituto, las hormonas se abrieron paso y se dio cuenta de las posibilidades que tenía. En las vacaciones de primavera de ese año, Misty O'Connell, un curso mayor que él, lo sedujo en el sótano de la casa de sus padres durante una típica tarde lluviosa de Seattle.
A partir de ese momento, él adoró a las mujeres y ellas lo correspondieron con su afecto. Hasta ese martes, cuando abrió el periódico y se encontró con su foto junto a un artículo con el siguiente titular: Fama, sin duda: fortuna, puedes estar segura. ¿Bueno en la cama? No tanto.
Reid casi se atragantó con el café mientras se levantaba de un salto sin dejar de mirar el periódico. Parpadeó, se frotó los ojos y volvió a leer el titular. ¿No era bueno en la cama?
– Está loca.
Sabía que la autora tenía que ser alguna mujer con la que había salido y a la que había dejado. Era una venganza. Quería humillarlo en público para desquitarse. Era bueno en la cama, mejor que bueno. Hacía que las mujeres gritaran con frecuencia y le clavaran las uñas en la espalda: tenía cicatrices para demostrarlo. Se colaban en la habitación de su hotel cuando estaba de viaje y le suplicaban. Le seguían a su casa y le ofrecían cualquier cosa para que volviera a acostarse con ellas.
Era mejor que bueno, ¡era divino!
Estaba metido en un lío, pensó mientras volvía a sentarse para leer el artículo. Evidentemente, la autora había salido con él. Fue una noche, según decía ella, con una conversación encantadora, con historias divertidas sobre su pasado y un par de horas, insulsas, desnudos. Todo dicho con un lenguaje muy cuidadoso para que no la denunciara.
También afirmaba que él solía no acudir a actos benéficos y defraudaba a los niños, lo cual no era verdad. No podía «no acudir» a un sitio al que no había aceptado a ir. Su norma era no participar en nada, ni en actos benéficos.
Leyó el nombre de la periodista, pero no le dijo nada. No había ninguna foto, de modo que abrió el ordenador portátil y fue a la página web del periódico. Buscó la sección con la biografía de los colaboradores y encontró una foto. Miró con atención la cara de una morena bastante normal y recordó vagamente algo. Quizá se hubiera acostado con ella, y que no se acordara de lo que había pasado no quería decir que no hubiera sido maravilloso.
Entre sus recuerdos nebulosos creía que había salido con ella cuando su antiguo equipo intentaba llegar a la final y él volvió a Seattle, durante su primer año retirado. Estaba enfadado y resentido por haber perdido el partido. Quita también estuviera borracho.
– Estaba pensando en el béisbol y no en ella -se dijo mientras volvía a leer el artículo.
Sintió una bochorno muy profundo. Ella, en vez de ponerlo verde entre sus amigos, había decidido humillarlo en público. ¿Cómo podía defenderse? ¿En los tribunales? Sabía que no tenía motivo para denunciarla. Además, aunque lo tuviera, ¿qué iba hacer? ¿Iba a hacer desfilar a un montón de mujeres dispuestas a jurar que la tierra se paraba cada vez que las besaba?
Si bien la idea no le disgustaba, sabía que no serviría de nada. Era un jugador de béisbol famoso y al público le encantaba presenciar la caída de los ídolos.
Sus amigos lo leerían. La familia lo leería. Todos sus conocidos de Seattle lo leerían. Prefería no imaginarse lo que pasaría cuando entrara en el Downtown Sports Bar, su restaurante.
Al menos era un periódico local, intentó consolarse. No tendría que aguantar a sus ex compañeros de béisbol.
Sonó el teléfono y descolgó.
– ¿Diga?
– ¿El señor Reid Buchanan? Hola, soy una productora de Access Hollywood. Quería saber si le gustaría comentar algo sobre el artículo del periódico de Seattle. El que habla de…
– Sé de qué habla -gruñó él.
– Perfecto -la chica dejó escapar una risita-. ¿Le parece bien una entrevista? Puedo enviarle un equipo esta mañana. Seguro que quiere dar su punto de vista.
Reid colgó entre maldiciones. ¿Ya lo sabía Access Hollywood?
El teléfono volvió a sonar. Pensó tirarlo contra la pared, pero también pensó que el aparato no tenía la culpa de su desastre.
Sonó su teléfono móvil. Vio un número de teléfono que le sonaba. Era un amigo de Atlanta. Resopló con alivio. Podía contestar.
– Hola, Tommy. ¿Qué tal todo?
– Reid,… ¿Has visto el artículo? ¡Menuda bazofia! Pero… demasiada información.
Si Lori Johnston creyera en la reencarnación, se preguntaría si había sido un general o un estratega en otra vida. Lo que más le gustaba era tomar algunos elementos sin relación entre ellos, juntarlos y conseguir la solución perfecta para un problema.
Esa mañana tenía que lidiar con un material hospitalario que había llegado un día después de lo previsto y con un servicio de comidas que había dado el menú equivocado a cada interno. En el tiempo que le quedaba libre tenía que recoger y llevar a casa, sano y salvo, a su nuevo paciente. En el supuesto de que el conductor de la ambulancia fuera puntual. Cualquiera estaría gritando y amenazando, pero ella se sentía estimulada. Haría frente a las dificultades y saldría victoriosa, como siempre.
Los montadores se apartaron para que pudiera ver e inspeccionar la cama de última tecnología. Se tumbó para comprobar que no tenía la más mínima irregularidad. Lo que podía resultar incómodo para alguien sano podía ser insoportable para un paciente con la cadera rota. Cuando el colchón pasó la inspección, tomó los mandos.
– Se oye un chirrido al levantar la cama -comentó-. ¿Pueden arreglarlo?
Los hombres intercambiaron una mirada de desesperación, pero a ella le dio igual.
También revisó la mesilla con ruedas, que estaba bien, así como la silla de ruedas y el andador.
Mientras los montadores arreglaban el chirrido, fue a la cocina, donde el servicio de comidas intentaba ordenar lo que había llevado.
– ¿Las alubias con guindilla? -preguntó una mujer con uniforme blanco.
– Tiene que llevárselo -Lori señaló la lista que había dejado en la puerta de la nevera-. Es una mujer de más de setenta años. Ha tenido un ataque al corazón y la han operado una cadera rota. Está en tratamiento. He pedido algo sabroso, no picante. Queremos animarla a comer, pero puede tener el estómago delicado por los medicamentos. Queremos platos tentadores y sanos. Nada de platos mexicanos o japoneses, nada exótico.
Estaba ligeramente desesperada, pero se saldría con la suya y luego se compraría algún capricho de chocolate en su tienda favorita. El chocolate le animaba el día.
– Puedes castigarlos. Así aprenderán a prestar atención.
Lori no tuvo que volverse para saber quién estaba en la puerta de la cocina. Sólo se habían visto una vez, en la entrevista. Durante los veinte minutos que duró, se dio cuenta de que podía sentirse irresistiblemente atraída por alguien a quien detestaba. Todo él estaba grabado a fuego en su cerebro, incluso el sonido de su voz. Por un instante, pensó en hacerse una lobotomía.
Se preparó para recibir el impacto de aquellos ojos oscuros y perspicaces, de aquella cara tan guapa que a él mismo le producía timidez y de esa indolencia natural que debería sacarla de sus casillas pero que hacía que se derritiera.
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