Susan Mallery - La amante cautiva

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Vendida… a un atractivo príncipe del desierto
Victoria McCallan había decidido ofrecerse como pago a las deudas de juego de su padre al príncipe Kateb de El Deharia. Sin embargo, la joven secretaria, que trabajaba en palacio, no esperaba que el príncipe le hiciese una contraoferta… Cuando el príncipe Kateb, viudo desde hacía cinco años, se llevó a Victoria al desierto para que fuera su amante durante seis meses, no lo hizo con la intención de enamorarse de ella. Pero la descarada estadounidense no tardó en tentarlo. El príncipe estaba obligado a tomar una esposa de su misma condición social, pero el corazón de Kateb le pedía que actuase de otro modo…

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– En parte. Teníamos mucha relación. Era como un abuelo para mí.

– Entonces, debe de echarlo de menos.

Kateb asintió y empezó a descender la montaña.

El camino era más sencillo de lo que parecía. Victoria dejó que el caballo escogiese su camino.

Tardaron casi una hora en llegar al valle. Pasaron delante de campos y granjas, y después el camino se convirtió en una carretera pavimentada. Victoria no podía creer que el pueblo fuese tan grande, ni que pudiesen vivir tantas personas en él. Había una interesante mezcla de cosas antiguas y nuevas. Molinos de agua situados cerca de generadores.

Las casas eran casi todas de piedra, con grandes ventanas y gruesos muros. Los porches proporcionaban sombra. Casi todas las casas tenían un jardín.

La gente saludaba a Kateb, y él les devolvía el saludo. Victoria sintió que la observaban y no supo qué hacer.

La relativa calma del día se desvaneció al acercarse al final del viaje. El aplazamiento que le había otorgado Kateb estaba a punto de terminar. ¿Qué iba a pasar después?

– ¿Yo también estaré en el palacio? -preguntó-. ¿O en otro lugar?

– Tendrás tus habitaciones en el palacio. Estarán separadas de las mías.

Eso era positivo. Poder tener su propio espacio.

– ¿Hay ducha?

El la miró, parecía divertido.

– Una ducha con la que hasta tú le sentirás satisfecha.

Estupendo. ¿Pero qué iba a pasar después de la ducha? ¿Qué iba a pasar esa noche?

– Tendrás electricidad y muchas otras comodidades del mundo moderno -añadió Kateb.

Ella intentó ignorar el escalofrío que sintió su cuerpo debido al miedo. «Cada cosa a su tiempo», se dijo a sí misma. Lo primero sería llegar al palacio.

Intentó distraerse durante el resto del camino estudiando el mercado abierto por el que estaban pasando. Vendían mucha fruta y verdura, junto con las joyas hechas a mano que tanto le gustaban. Ya volvería a comprar. Eso la haría feliz. Comprar era…

Torcieron una esquina y apareció ante ellos el Palacio de Invierno.

Al parecer, estaba formado por varios edificios. El central parecía el más grande. Era de piedra, con varios torreones y una formidable muralla de piedra alrededor del terreno. El tejado era de tejas y brillaba bajo el sol. En el centro de la muralla había un puente levadizo, además de varios puentes permanentes a izquierda y derecha. La gente iba y venía por ellos.

– ¿Cómo entrarán los camiones? -preguntó Victoria.

– La carretera llega hasta la parte de atrás. Allí están los garajes y una puerta para la mercancía.

Atravesaron el puente levadizo y más personas llamaron a Kateb. Lo saludaron con cariño, dándole la bienvenida. A pesar de que también la miraron a ella, nadie preguntó qué hacía allí. Y Victoria prefirió no saber qué estaban pensando.

Kateb desmontó y ella sintió la necesidad de huir, pero tuvo que recordarse a sí misma que no tenía adonde ir. A pesar de temer lo que podía ocurrir esa noche, era mucho peor morir lentamente en el desierto.

Bajó de su caballo. Sus piernas tardaron un segundo en recordar cómo andar. Después, siguió a Kateb, que iba hacia el palacio.

Al entrar, vio brillar el suelo y enormes tapices que contaban la historia del desierto en las paredes. Deseó acercarse más a observarlos. La historia de El Deharia le resultaba fascinante.

– ¿Hay un biblioteca? -preguntó.

– Sí.

– ¿Podré utilizarla?

– Por supuesto. Ven por aquí.

Siguió a Kateb por varios pasillos. A pesar de que había personas por todas partes, ella las ignoró y se concentró en los cuadros y estatuas que salpicaban el palacio. Había tesoros allá donde mirase. Mármol y oro. Un retrato que parecía un da Vinci. Aunque ella no entendía mucho de arte.

Estaba tan ensimismada con la belleza del palacio que casi se le olvidó por qué estaba allí. No se acordó de volver a tener miedo hasta que no vio a Kateb detenerse delante de una puerta tallada.

– Te alojarás aquí -dijo él, abriendo la puerta-. Confío en que estés cómoda.

Victoria se dio cuenta de que no le había hecho una pregunta. El corazón le latía a toda velocidad.

Unas bonitas alfombras de colores amortiguaron el sonido de sus pasos. Vio sofás ovalados y sillones mullidos, mesas de marquetería y lámparas colgadas del techo.

Había muchas habitaciones, todas conectadas las unas con las otras. Todo en aquel espacio hablaba de tiempos y vidas pasadas, era como si estuviesen en la parte más antigua del palacio.

Kateb siguió andando hasta llegar a un jardín rodeado por un muro, lleno de plantas. El aire olía a jazmín. Vio volar a un loro. Y giró sobre sí misma muy despacio. Su cerebro se resistió a procesar toda aquella información, aunque era difícil de ignorar. Muchas habitaciones. Jardines. Loros.

Victoria se detuvo frente a Kateb, puso los brazos en jarra y lo soltó:

– ¿Me ha traído al harén?

– Me parecía lo más apropiado -respondió él, esbozando una sonrisa.

Capítulo 4

Victoria miro la puerta cerrada del harén y supuso que la buena noticia era que el príncipe no se la había llevado a su habitación, lo que significaba que tendría mucho espacio y privacidad.

Se giró para estudiar el lugar. Había docenas de habitaciones comunicadas entre sí, impresionantes tapices en las paredes y preciosas mesas talladas.

¿Se habría molestado alguien en catalogar los muebles y otras obras de arte del palacio? Si no, era algo que debía hacerse. Si en la biblioteca había libros que pudiesen servir de ayuda, tal vez pudiese comenzar ella. Siempre y cuando no la tuviesen allí encerrada como a una prisionera.

– Sólo hay un modo de averiguarlo -murmuró, dirigiéndose a la puerta, pero antes de llegar a ella, oyó pisadas.

Se giró y vio a una mujer alta, algo mayor que ella, acercándose. Iba vestida con un vaporoso vestido largo que parecía fresco y cómodo. Llevaba el pelo cano recogido, pendientes de oro y muchas pulseras en ambas muñecas.

– Debes de ser Victoria -le dijo sonriendo-. Bienvenida al Palacio de Invierno. Soy Yusra.

– Gracias.

– Todos estamos muy emocionados con la noticia de que va a volver a utilizarse el harén. Hace demasiados meses que reina el silencio entre estas paredes.

Aquello hizo retroceder a Victoria.

– ¿Crees que encerrar a mujeres entre estas paredes es algo bueno?

– Por supuesto. Las tradiciones hay que preservarlas. Que algo sea antiguo no quiere decir que no tenga valor.

– En eso estoy de acuerdo, pero no le veo nada positivo a estar encerrada con el único propósito de complacer a un hombre. ¿De qué sirve eso a las mujeres?

Yusra frunció el ceño.

– Estar en el harén del líder es tener una vida privilegiada. Si una mujer tiene la suerte de darle hijos, se queda aquí toda la vida, aunque el líder se canse de ella.

– No me parece un buen argumento, ¿Por qué tiene que ser él quien diga cuándo está cansado? ¿Por qué no ella? ¿Y si no quiere quedarse aquí?

¿Y si quiere vivir en el pueblo y tener un marido y una familia de verdad?

– En ese caso, la mujer se va.

– Así, ¿sin más?

– Por supuesto. La puerta no está cerrada con llave, Victoria. Sólo hay cerrojo por dentro, para que no puedan entrar personas ajenas al harén. Ninguna mujer ha vivido en el Palacio de Invierno en contra de su voluntad.

«Hasta ahora», pensó ella. Aunque lo cierto era que tampoco estaba allí en contra de su voluntad. No exactamente.

– Lo siento -dijo-. Estoy cansada y todo es nuevo y confuso. No esperaba… esto.

Yusra volvió a sonreír.

– El harén es un lugar bonito. Ya lo verás. Hay muchas maravillas, muchas cosas que explorar. Ven. Te las enseñaré.

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