Susan Mallery - La amante cautiva

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Vendida… a un atractivo príncipe del desierto
Victoria McCallan había decidido ofrecerse como pago a las deudas de juego de su padre al príncipe Kateb de El Deharia. Sin embargo, la joven secretaria, que trabajaba en palacio, no esperaba que el príncipe le hiciese una contraoferta… Cuando el príncipe Kateb, viudo desde hacía cinco años, se llevó a Victoria al desierto para que fuera su amante durante seis meses, no lo hizo con la intención de enamorarse de ella. Pero la descarada estadounidense no tardó en tentarlo. El príncipe estaba obligado a tomar una esposa de su misma condición social, pero el corazón de Kateb le pedía que actuase de otro modo…

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– ¿Cuánto tardaremos? -preguntó con voz trémula.

– Tres días. Muy pocas personas saben dónde está. Es muy bonito, al menos, para mí. No habrás visto nada igual.

Kateb esperó que ella no le preguntase qué pasaría cuando llegasen allí. No habría sabido cómo responder. Se la había llevado porque ella se había ofrecido a cambio de su padre y la ley del desierto respetaba los sacrificios nobles. ¿Pero cuál era el fin? ¿De verdad iba a hacer de ella su amante?

Volvió a mirarla. Llevaba vaqueros y unas ridículas botas de tacón. La camisa era fina y se le pegaba a los pechos. Se obligó a concentrarse en la carretera.

Le parecía atractiva y disfrutaría de ella en la cama, pero no quería comprometerse a nada más que una noche. Lo que significaba que tendría que buscarle algo que hacer.

– Esto… Yo pensaba que la gente del desierto era nómada.

– Muchos sí, pero a otros les gusta vivir en el desierto sin tener que trasladarse de un campamento a otro. El pueblo permite tener lo mejor de los dos mundos.

– Espero haber traído suficiente crema solar -murmuró Victoria.

– Si no, te conseguiremos más.

– ¿Así que no tiene pensado abandonarme en el desierto y dejar que me coman viva las hormigas?

– No estamos en el lejano Oeste -comentó él en tono de broma.

– Lo sé, pero me sigue pareciendo un castigo horripilante. La horca sería más rápida.

– Pero hay menos oportunidades de que te rescaten.

– Eso es cierto.

Victoria dejó de sentir miedo. Kateb pudo por fin oler su perfume, o el olor de su cuerpo. En cualquier caso, le gustó. Y eso lo molestó.

Suspiró. Iban a ser unos seis meses muy largos.

Hicieron dos breves paradas para beber agua e ir al baño.

Justo antes de que se pusiese el sol, se detuvieron para pasar la noche y levantaron el campamento. Montaron varias tiendas con lo que parecían ser sacos de dormir y esterillas. Dos hombres se pusieron a trabajar en lo que parecía una cocina de gas y otros instalaron una especie de barbacoa, también de gas.

Kateb se acercó a ella.

– Pareces preocupada. ¿Acaso no son de tu gusto las instalaciones?

– Pensaba que haríamos una hoguera y que pincharíamos la comida en palos para cocinarla.

El arqueó una ceja.

– ¿De dónde sacaríamos la leña para hacer el fuego?

Ella miró a su alrededor. Los camiones iban cargados hasta arriba, pero no había nada parecido a maderos, ni siquiera palos.

– Cierto.

– Las cocinas son más prácticas. Se calientan rápidamente y son menos peligrosas que el fuego.

– Aquí hay poco que quemar.

– Nosotros.

– Ah, Vale -miró a los hombres que estaban trabajando en la cocina-. ¿Debo ofrecerles mi ayuda? En el castillo a los cocineros no les gustaba que entrase cualquiera en la cocina.

– ¿Por qué ibas a ayudar?

– Porque soy una trabajadora más, igual que ellos. Y porque es de buena educación.

– No tienes que cocinar.

Se suponía que los servicios que tenía que prestar eran otros. Se le hizo un nudo en el estómago, pero lo ignoró. Tampoco quiso pensar en compartir la cama con Kateb. Ya lo haría más tarde. Cuando llegasen al misterioso pueblo del desierto. Por el momento, estaba a salvo.

Lo miró, observó la elegante inclinación de su cabeza, la cicatriz de su cara. Kateb gobernaba el desierto. Podía hacer lo que quisiera con ella y nadie lo detendría. Así que lo de estar a salvo era relativo. Dio un paso atrás.

– Nunca he ido de acampada -dijo-. Es agradable. La vida en el desierto es más moderna de lo que yo había pensado.

– Esto no es la vida en el desierto. Estar en el desierto es ser uno con la tierra. Es viajar con camellos y caballos, llevando sólo lo necesario. El desierto es bello, pero también peligroso.

Victoria clavó la mirada en su cicatriz. Había oído rumores de que lo habían atacado cuando era adolescente, pero no conocía los detalles. No le había parecido importante preguntarlos. No sabía mucho acerca de Kateb. Si hubiese imaginado que iba a pasar más tiempo en su compañía, se habría molestado en hacer más preguntas.

Uno de los hombres les llevó dos sillas plegables y las colocó a la sombra. Victoria no estaba segura del protocolo, pero esperó a que se sentase Kateb antes de imitarlo. Después el mismo hombre volvió con dos botellas de agua y ella aceptó una, agradecida.

– Crecí en Texas -comento, más para llenar el silencio que porque pensase que a él le pudiese interesar-. En una pequeña ciudad entre Houston y Dallas. No se parecía en nada a esto, aunque también hacía mucho calor en verano. No había muchos árboles, así que cuando estabas en la calle, era difícil escapar del sol. Recuerdo también que había tormentas de verano. Me gustaba quedarme debajo de la lluvia, dando vueltas sin parar. Aunque el ambiente no se llegaba a refrescar.

– ¿Te gustaba vivir allí?

– No conocía otra cosa. Por entonces, mi padre desaparecía durante semanas enteras. Mamá lo echaba de menos, pero a mí me gustaba que estuviéramos las dos solas. Me sentía más segura. Luego él volvía, a veces con mucho dinero, otras, sin blanca y furioso. Mi madre siempre se sentía feliz, hasta que volvía a marcharse.

Pero de eso hacía mucho tiempo.

– ¿Cuándo murió?

– El día de mi diecisiete cumpleaños.

Victoria no quería pensar en ello.

– Casi siempre tenía dos trabajos. Trabajaba en una peluquería por el día y en un bar por la noche. Le gustaba hablar de abrir un salón de belleza conmigo. Yo nunca le dije que estaba esperando a cumplir los dieciocho años para marcharme.

– ¿Adonde fuiste?

– A Dallas -sonrió al recordarlo-. Para mí era una gran ciudad. Encontré trabajo, me apunté a la facultad y me dejé la piel. Empecé de camarera y fui subiendo poco a poco. Gané dinero gracias a las propinas y cuando terminé mis estudios, encontré trabajo como administrativa.

– ¿Por qué no hiciste una carrera de cuatro años?

– Porque costaban demasiado dinero. Trabajar a tiempo completo y estudiar a la vez no es fácil. Así que conseguí un trabajo en una empresa petrolera.

– Y a través de ella, conociste a Nadim.

– Después de un tiempo.

– ¿Y tu padre?

– Durante ese tiempo, no hablé mucho con él. Acudió a mí un par de veces, buscando dinero -contestó ella.

– ¿Se lo diste?

– Sólo la primera vez -pero tampoco quería pensar en eso-. Supongo que no hay una ducha en ninguno de esos camiones.

– No. Tendrás que esperar a que estemos en el pueblo.

– Y supongo que tampoco hay una alargadera para mis tenacillas.

– No -contestó él muy serio.

– No tiene demasiado sentido del humor, ¿verdad?

– ¿Se supone que estabas siendo graciosa?

Ella se rió.

– Imagino que no quiere parecer humano.

– Soy muchas cosas, Victoria -contestó él mirándola fijamente. Casi como un… depredador.

No, Victoria debía de habérselo imaginado. Kateb no estaba interesado por ella ni lo más mínimo. No obstante, la idea hizo que fuese consciente de su cercanía, de su dominio del espacio a pesar de estar al aire libre.

Se estremeció.

– ¿Vamos a ir en coche todo el camino? -preguntó, a ver si cambiando de tema se sentía mejor.

– No -respondió él, apartando la mirada-. Llegaremos al pueblo por un camino. Yo iré en caballo. Puedes acompañarme si quieres. Si sabes montar.

– En caballo, ¿verdad? No en camello.

– No, en camello, no.

– Entonces, sí sé montar.

Había aprendido durante su primer año en El Deharia. El acceso libre a los establos era una de las ventajas de su trabajo.

– Espero que hayas traído otras botas.

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