– Me gustaría ver a Kateb -le dijo.
El hombre debía de ser un par de años más joven que ella, pero parecía creerse mucho mejor.
– El príncipe está ocupado.
– ¿Cómo sabe que no he quedado con él?
– Porque soy yo quien lleva su agenda.
– Pues dígale que estoy aquí -le dijo ella, sonriendo.
El hombre la miró de pies a cabeza.
– No va a ser posible. Ahora, si me disculpa.
Se volvió hacia su ordenador.
Victoria deseó abofetearlo, pero en su lugar, sonrió todavía más.
– El hecho de que sea rubia debía haberle dado una pista. Imagino que no hay muchas estadounidenses por aquí. También debería haber escuchado mejor mientras se tomaba el café, supongo que son muchas las habladurías acerca de la nueva amante de Kateb. Esa soy yo. Ahora, o me lleva ante él, o iré sola. Me da igual. ¿Qué prefiere usted?
– Sé muy bien quién y qué es -replicó el recepcionista-. Márchese.
Victoria dio un paso atrás. Se sentía como sí acabasen de darle una bofetada. Culturalmente, las amantes estaban por debajo de la reina, pero por encima de todos los demás. Era considerado un honor ser la amante del príncipe.
No supo qué hacer o decir. Estaba decidiéndolo cuando notó que alguien se acercaba y sintió una mano caliente en la espalda. Era Kateb.
– Es mía -dijo éste en voz baja y fría-. Y, por lo tanto, es como una extensión de mí.
El recepcionista se puso pálido y se levantó.
– Sí, señor -balbuceó. Luego se volvió hacia Victoria-. Discúlpeme.
Ella asintió y se relajó un poco al sentir el calor de Kateb.
El la guió por un largo pasillo hasta llegar a un enorme despacho. Cuando apartó la mano de su espalda, Victoria se puso a temblar.
– Ha sido muy grosero -murmuró-. No me lo esperaba. La expresión de su rostro…
– No es por ti -le dijo él, cerrando la puerta-. Viene de una familia poderosa. Su hermano mayor murió hace un par de años. Era un hombre bueno y popular. La familia piensa que, si no hubiese muerto, habría sido el siguiente líder.
– ¿Es eso cierto?
– ¿Quién sabe? Es probable que no. El año pasado su padre quiso que me casase con la mayor de sus hijas. La rechacé.
– Así que toda la familia te odia.
– No. La hija estaba enamorada de otro hombre y me agradeció que la rechazase.
– ¿Por eso lo hiciste?
El se encogió de hombros.
– No habríamos encajado. En cualquier caso, mandaré a ese hombre a la ciudad. Se entretendrá trabajando una temporada para uno de mis hermanos.
– Ahora que hemos resuelto el problema, tengo que hablarte de algo.
El se puso al otro lado de su escritorio y se sentó.
– ¿De qué se trata?
La estaba mirando de un modo extraño, casi como si estuviese enfadado con ella, aunque la había rescatado.
– ¿Victoria? -inquirió con impaciencia.
Ella se acercó al escritorio.
– Hoy he estado en el bazar -empezó-. Hay un pequeño almacén que vende joyas hechas aquí. El trabajo es precioso. Original y contemporáneo, pero con suficientes elementos tradicionales para hacer que cada joya sea única.
El apoyó la espalda en su sillón, parecía aburrido.
– ¿Y?
– Sólo venden aquí y en la ciudad. Y un tipo se lleva productos a El Bahar y a Bahania, pero las mujeres piensan que las engaña -tomó aire-. Yo creo que podrían ir más allá. Podrían vender sus joyas en todo el mundo y tener mucho éxito. Podrían empezar con una página web. Yo podría hacerla. No se me da demasiado bien, pero podría ayudarlas. Lo que no sé es qué hay que hacer para vender a otros países. Supongo que necesitaremos algún acuerdo de distribución. Y tal vez un catálogo también. Y ver cómo cobramos.
Hizo una pausa para respirar, y porque Kateb no la estaba mirando, era como si no la estuviese escuchando.
Cuando por fin la miró, fue con dureza.
– ¿Tomas la píldora? -le preguntó.
– ¿Qué?
– ¿Sí o no?
Ella se quedó boquiabierta. Era verdad, habían tenido sexo, pero no habían utilizado preservativo. Victoria se dejó caer en una silla, delante del escritorio.
– No pensé…
– No la estás tomando -no era una pregunta.
– No.
– Porque querías cazar a Nadim. ¿Intentaste acostarte con él? ¿Querías quedarte embarazada para obligarlo a casarse contigo?
Victoria se levantó de un salto.
– ¿Qué? ¿Estás loco? Jamás haría algo así.
– ¿Por qué debería creerle?
– Era mi jefe. Siempre lo respeté como tal.
– Querías casarte con él.
– Ya te lo he explicado. No se trataba de él, sino de sentirme segura. No quería tener que preocuparme la siguiente vez que apareciese mi padre. Tú lo conoces. Me ofreció en una partida a las cartas. ¿Cómo te habrías sentido en mi lugar?
– Así que si no podías casarte con Nadim, te servía cualquier otro hombre rico, ¿no? Debes de estar muy contenta con nuestro trato. ¿Lo planeaste todo con tu padre?
Si hubiese estado más cerca, Victoria le habría dado una bofetada, aunque hubiese terminado en la cárcel por ello.
– ¿Cómo te atreves? -espetó-. Te he dicho la verdad. Estabas allí cuando ocurrió. No soy como mi padre. Vine porque le había dado mi palabra a mi madre de que lo protegería. No hay otro motivo.
Estaba tan enfadada que tenía ganas de lanzar algo, o de gritar, pero no lo hizo.
El se levantó y fue hacia ella.
– No vas a ganar. Victoria. Sé quién y cómo eres y nunca confiaré en ti. Decidiste jugar el juego y has perdido. Nunca me ganarás.
– No tengo ningún interés en ganarte -gritó ella-. Menudo ego.
– Cuando esto haya terminado, sólo tendrás tu libertad, nada más.
– No quiero nada más -no quería volver a verlo-. ¿De verdad piensas que lo tenía todo planeado? ¿Crees que anoche deseaba que perdieses el control y te acotases conmigo?
– Creo que era tu plan.
– Pues te equivocas. Nunca haría algo así. Fuiste tú quién rompió su palabra. Se suponía que no iba a pasar nada. ¿Te acuerdas? Me lo prometiste.
– Tú me liberaste de mi promesa.
– Ah, claro. Típico en un hombre. No te molestes en asumir tu responsabilidad. Tú decidiste tener sexo conmigo, Kateb. No te molestaste en utilizar un preservativo. La culpa también es tuya. Pero es más fácil echarle la culpa a la mujer, ¿verdad?
Puso los brazos en jarras y sintió que su enfado iba aumentando.
– Hablando de sexo sin protección -continuó-. ¿Acaso te ha dejado alguna de tus chicas un regalo no deseado?
El frunció el ceño.
– ¿Cómo te atreves a preguntarme eso?
– Alguien tiene que hacerlo. Me trajiste aquí para que fuese tu amante ¿Cuándo pensabas que hablásemos de los métodos contraceptivos? Si tu maldito esperma es tan preciado para ti, deberías protegerlo de mujeres maquinadoras que sólo desean llevarte a su cama.
El se puso tenso, abrió la boca para hablar, pero Victoria no lo permitió.
– No te molestes en decirme que eres el príncipe Kateb y todo lo demás. Yo no he hecho nada malo. Ni siquiera me preguntaste si estaba tomando la píldora, tenías que haberlo hecho.
– Vuelve al harén -le ordenó él.
– ¿Así que ahora es una prisión? ¿No van a dejarme salir? ¿También vas a romper tu palabra con respecto a eso? -estaba temblando, de ira y de miedo. Kateb era un hombre poderoso y estaban en medio del desierto.
No obstante, no podía permitir que el miedo la venciese. Era algo que había aprendido mucho tiempo atrás. Tenía que ser fuerte, que cuidar de sí misma. Nadie más iba a hacerlo.
– Vuelve al harén -repitió él-. Te quedarás en el pueblo hasta que sepa si estás embarazada.
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