Victoria ya estaba temblando y desesperada. Kateb se movió contra ella con una seguridad que hizo que se relajase. Se aferró a los cojines, clavó los talones en la alfombra y se ofreció a él.
Kateb se agarró a sus caderas y movió la lengua a un ritmo constante, imposible de resistir. Victoria notó que los temblores se convertían en sacudidas y le costó respirar.
El siguió acariciándola con la lengua, llevándola al límite. Hizo que arquease la cabeza hacia atrás y para esperar a que llegase…
Fue un orgasmo comparable a una tormenta en el desierto: rápido, bello, fuera de control. Victoria gritó mientras todo su cuerpo se sacudía. El continuó moviendo la lengua hasta que se quedó por fin quieta, sorprendida por la reacción de su cuerpo. Entonces Kateb se quito los pantalones y la penetró.
Su sexo era grande y estaba duro, y encajaba dentro de ella a la perfección. Puso las piernas alrededor de él, para ayudarlo a llegar más hondo, deseando tenerlo todo dentro. Abrió los ojos y se dio cuenta de que la estaba observando, su mirada era intensa. Victoria no pudo apartar la vista. Se quedó mirando su rostro y supo que estaba a punto de llegar al clímax.
Fue un momento de intimidad como no había tenido otro, y a pesar de que le daba miedo, no pudo apartar la mirada. Entonces Kateb entró un poco más y llegó a un lugar que hizo que volviese a sacudirse de nuevo. Victoria dijo su nombre entre dientes. Cerró los ojos. Unos segundos más tarde, lo oyó gemir y notó que se quedaba inmóvil.
Kateb quiso convencerse de que habría tomado a Victoria hubiese sido quien hubiese sido. De que su deseo había sido muy fuerte y ella había estado desnuda. No obstante, durante cada segundo había sabido con quién estaba, y que la deseaba a ella en concreto. En esos momentos, todavía en su interior, la miró a los ojos y no supo qué debía decirle.
Podía decirle que había sido ella la que lo había liberado de su promesa, lo que no podía decirle era que había perdido el control.
Lo atraía físicamente. Y no era mala amante. Aunque, en realidad, él nunca había pensado en hacerla suya. La había llevado al Palacio de Invierno porque ella se había ofrecido a cambio de su padre. Tal vez la había llevado para castigarla, aunque no sabía qué delito había cometido.
Se retiró. A regañadientes.
Ella se puso en pie, tomó lo que quedaba de su vestido y se tapó.
– Veo que odias este vestido -murmuró antes de recoger también la capa y cubrirse-, ¿Puedo marcharme o tengo que pedir permiso?
– Puedes marcharte.
Ella asintió una vez y desapareció.
Kateb se levantó despacio y se puso los pantalones. Victoria se había dejado el vestido, lo recogió y lo apretó entre sus manos.
Aquello no tenía que haber ocurrido. No de ese modo. Sí, ella también lo había deseado, pero eso no lo eximía de su responsabilidad. No obstante, tampoco podía disculparse. Era un príncipe.
Se dijo a sí mismo que ella también había disfrutado la experiencia y, aun así, no pudo apartar de su mente la idea de que la había tomado en contra de su voluntad.
– Eso no es cierto -dijo en voz alta-. Lo deseaba.
Y mucho. ¿Tal vez demasiado?
¿Y si había fingido tener miedo? ¿Y si había deseado que aquello ocurriese para conseguir casarse con él? ¿Y si lo había planeado todo con su padre?
Se fue a su dormitorio. A pesar de haber llegado al clímax, sólo de pensar en lo que acababa de ocurrir volvió a desearla. Podía llamarla, insistir en que se sometiese a él, pero no lo haría.
Victoria era una complicación que no necesitaba. Una distracción. «Mujeres», pensó, sintiéndose cansado. Con Cantara las cosas habían sido fáciles, igual que con las otras mujeres con las que había estado de forma ocasional. No había habido malinterpretaciones. Siempre habían sido aventuras de una noche, nada más.
¿Qué esperaba Victoria y por qué le importaba a él? ¿De verdad se estaba sacrificando por su padre, o estaba interpretando un papel? ¿Cómo iba a averiguar él la verdad?
Victoria se pasó casi toda la noche sin dormir y cuando se levantó, estaba cansada. Se duchó en el increíble cuarto de baño, pero no se sintió como en casa.
Nada tenía sentido, pensó mientras se ponía una camiseta de manga corta y una falda larga. Por una parte, no podía arrepentirse de lo que había hecho. Kateb había hecho vibrar todas las células de su cuerpo, ¿quién no habría querido eso de un amante? Iba a estar allí seis meses. ¿No debía limitarse a disfrutar con él en la cama?
Por otra parte, le asustaba el hecho de haberse entregado por completo a él. Era la primera vez que le había ocurrido. Nunca había deseado a nadie con tanta desesperación, ni había perdido así el control. Era como si le hubiese entregado una parte de sí misma y no fuese a recuperarla.
Sólo se le ocurrió un modo de recuperar su equilibrio.
Yendo de compras.
Metió dinero en su bolso, buscó las gafas de sol y se decidió a comprobar si era cierto que podía ir adonde quisiera, siempre y cuando no saliese del pueblo.
Nadie la detuvo en la puerta del harén. Vio muchas personas por el palacio, algunas vestidas de forma tradicional, otras, de manera occidental. Un par de ellos le sonrieron, aunque la mayoría la ignoraron, pero nadie le preguntó adónde iba. Después de unos minutos, reconoció un par de cuadros en las paredes y supo que iba en la dirección correcta. Cinco minutos más tarde, estaba en la entrada y, desde allí, era fácil llegar al bazar.
Las tiendas y puestos al aire libre le recordaron el mercado de la ciudad. Sonrió a los vendedores, admiró un par de chales, luego torció una esquina y se detuvo delante de un increíble puesto de joyas hechas a mano.
Todas las piezas eran exquisitas, delicadas y brillaban bajo el sol. Había pulseras y collares, pendientes con forma de flor y corazón.
– Muy guapa -dijo la vendedora-. ¿Le gusta?
– Es todo precioso. Nunca había visto semejante selección. ¿Se hace aquí?
– Sí. En el pueblo. ¿Viene de la ciudad?
Victoria asintió. No tenía suficiente dinero para comprar nada, lo que la disgustó y la alivió al mismo tiempo, así no se lo gastaría.
– ¿Quién hace las joyas?
– Tres o cuatro familias. Las mujeres trabajan juntas. Se enseña de madres a hijas.
Teniendo en cuenta que el arte iba pasando de generación en generación, no era de extrañar que el trabajo fuese tan perfecto.
– ¿Está cerca? ¿Podría ver cómo trabajan?
La mujer asintió muy despacio.
– Sí, venga. Esta tarde -le dijo adónde acudir.
Victoria sonrió.
– Gracias.
– De nada -dijo la mujer. Luego, dudó-. ¿Está con Kateb?
Victoria intentó no ruborizarse.
– Sí. Estoy con Kateb -aunque no sabía lo que significaba aquello.
– Es un buen hombre. Será nombrado líder. Todos echamos de menos a Bahjat. Kateb está muy solo. Tal vez con usted aquí…
Victoria frunció el ceño. Yusra también había mencionado la soledad de Kateb. ¿Cuál era el problema? Tenía un harén que podía llenar de mujeres. ¿Por qué iba a estar solo?
* * *
Yusra llegó al despacho de Kateb quince minutos después de que la hubiese hecho llamar.
– Me alegro de que haya vuelto al Palacio de Invierno -le dijo, inclinándose ante él.
– Siempre será mi casa -le contestó, haciéndole un gesto para que se sentase. Luego, se puso de pie bruscamente y fue hacia la ventana. Sólo había tardado unas horas en encontrar una solución a su problema-. Victoria debe volver a la ciudad. Recoge sus cosas y prepara el viaje. Debe haberse marchado antes de mañana al mediodía.
Observó el jardín mientras hablaba. Había muchas personas entrando y saliendo, todas parecían ocupadas, decididas. El era uno más, tenía sus responsabilidades. No tenía tiempo para una mujer que tenía planeado atraparlo.
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