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Susan Mallery: Pasión En El Desierto

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Susan Mallery Pasión En El Desierto

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Él era el atrevido desconocido que se había propuesto acompañar a la bella e inocente Phoebe Carson en su visita a su tierra natal. Pero ¿qué haría Phoebe cuando descubriera que su guía no era otro que el príncipe Nasri Mazin… y que estaba decidido a seducirla?

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Delante de ellos, un cartel indicador llamó su atención. Tenía la figura tallada de un pequeño animal, sentado sobre sus patas traseras y con la cabeza levantada hacia el cielo.

– Meerkats. Oh, mira… es una reserva.

– Supongo que también irás a pedirme que nos detengamos aquí.

Quería hacerlo, desde luego, pero sabía que el baniano sería ciertamente un mejor destino que visitar con su compañero. Al menos, viendo aquel árbol, no se pondría a parlotear como una estúpida, de puro entusiasmo. Porque seguro que verse rodeada de aquellas simpáticas criaturas le produciría ese efecto.

– Estoy decidida a atenerme al programa -le dijo, intentando parecer madura-. Ya veré los meerkats otro día.

– Muy razonable -murmuró Mazin.

Su tono de voz llamó su atención. Lo miró, admirando su fuerte perfil, al aire de confianza y de poder que emanaba. Ignoraba por qué se molestaba en buscar su compañía, pero sabía que fueran cuales fuesen sus expectativas, estaba destinado a llevarse una decepción. Phoebe no tenía ninguna experiencia con el sexo opuesto. Aunque evidentemente él no podía estar interesado en ella en ese sentido…

– Probablemente te pareceré una niña -le dijo en un impulso. Se ruborizó instantáneamente y tuvo que reprimirse para no esconder la cara entre las manos. En lugar de ello, fingió interesarse por el paisaje.

– Una niña -repitió él-. Para nada. Una joven, en todo caso. ¿Qué edad tienes, Phoebe?

Pensó en mentirle, diciéndole una edad mayor, pero… ¿de qué serviría? La gente ya le echaba muchos menos años de los que tenía.

– Veintitrés.

– Eres una mujer adulta -se burló Mazin. Lo miró. Para su alivio, descubrió que su expresión era amable.

– No soy tan adulta. He visto muy poco mundo. Pero lo que he visto me ha enseñado a depender de mí misma -tragó saliva, y luego se arriesgó a preguntarle a su vez-: ¿Cuántos años tienes tú?

– Treinta y siete.

Hizo rápidamente el cálculo: le llevaba catorce años. No era una diferencia escandalosa, aunque ignoraba lo que Mazin pensaría al respecto. Sin ninguna duda, su mundo debía de ser increíblemente distinto del suyo. No tenían ninguna experiencia en común, lo cual podía agravar aún más esa diferencia de edad.

Aunque tampoco le importaba, desde luego. Phoebe no sabía por qué se había molestado en llevarla a conocer la isla, pero dudaba que tuviera algún interés personal en ella.

Se preguntó si habría estado alguna vez casado, pero antes de que pudiera reunir el coraje para formular la pregunta, Mazin se desvió por una estrecha carretera. Árboles y arbustos crecían a ambos lados, con sus hojas de un verde brillante rozando los costados del coche.

– El baniano está protegido por un decreto real -explicó Mazin mientras se detenía en un aparcamiento vacío-. Está catalogado como patrimonio nacional.

– ¿Un árbol?

– Valoramos lo que es único en nuestra isla.

Su ronca voz pareció acariciarle la piel. Phoebe se estremeció ligeramente mientras bajaba del coche. Sólo entonces se dio cuenta de que era un Mercedes enorme. Reconocía el símbolo de la marca, pero no tenía ni idea del modelo. Ella conducía un Honda de nueve años.

«Mundos diferentes», pensó de nuevo.

– ¿Está abierto el parque? -preguntó mientras caminaban por un sendero que llevaba a un patio cubierto, con un puesto de información. Miró a derecha y a izquierda-. No hay nadie por aquí.

– No estamos en temporada turística -le explicó Mazin mientras la guiaba suavemente de un codo-. Además, es demasiado temprano.

Phoebe contempló las diferentes especies de plantas. No reconocía ninguna. Había coloridos capullos por todas partes. Flores de color lavanda en forma de estrella colgando de los árboles. Vainas cubiertas de espinas de un rojo deslumbrante. Un aroma denso y salvaje impregnaba el aire, como si las flores hubieran conspirado para intoxicarla. Incluso el aire que rozaba su cuerpo era como una caricia sensual. Jamás había estado en un lugar semejante.

Mazin llegó primero al puesto de información y habló con el encargado. Phoebe alzó la mirada y vio que el precio de entrada eran tres dólares locales. Se disponía a sacar el dinero del bolso cuando de repente dudó. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? No se le había ocurrido esperar que Mazin le pagara la entrada, pero… ¿y si se molestaba?

Acababa de abrir la cremallera del bolso cuando Mazin se volvió hacia ella y la miró. Entrecerró los ojos oscuros.

– Ni se te ocurra insultarme, paloma mía.

Había un tono acerado detrás de sus palabras. Phoebe asintió y soltó el bolso. Luego se repitió para sus adentros la frase que le había soltado, deteniéndose en las últimas palabras: «paloma mía». Intentó decirse que no significaba nada. Ningún hombre la había llamado nunca de otra manera que no fuera por su nombre. Sin embargo, no era nada relevante. Probablemente utilizaría aquel lenguaje tan florido con cualquier persona.

Atesoraría aquel detalle en su memoria. De esa manera más tarde, cuando estuviera sola, lo recordaría y fingiría que había significado algo más. Sería como un inofensivo juego, ideal para combatir la soledad.

Mazin recogió los dos billetes y entraron por un arco cubierto de buganvillas.

– La gente piensa que el rojo y el rosa de las buganvillas son las flores -comentó Phoebe en otro impulso, antes de que pudiera evitarlo-. Y en realidad son las hojas. Las flores son muy pequeñas y suelen ser blancas.

– ¿Sabes de horticultura?

– Oh, en realidad no. Simplemente he leído eso en alguna parte. Leo muchas cosas. Tengo la cabeza llena de datos de todo tipo. Probablemente se me daría bien participar en un concurso de televisión.

Apretó los labios para no seguir hablando. Por fuerza tenía que parecerle una estúpida. Si continuaba comportándose como una imbécil, seguro que Mazin no querría pasar más tiempo con ella.

Las piedras del sendero se habían gastado y pulido por los años de uso. Entraron en una zona umbría, a la sombra de unos grandes árboles. A su alrededor, se extendían diversos jardines de flores. Al doblar una esquina, Phoebe se quedó sin aliento. Frente a ellos se alzaba el famoso baniano de Lucia-Serrat.

Desde donde estaban, ni siquiera podía ver el centro del árbol. Las ramas se diseminaban en todas direcciones, algunas tan gruesas como el tronco de una persona. Las raíces se alzaban del suelo para volver a anclar el árbol en decenas de lugares.

El árbol mismo se estiraba y extendía sin fin. Un pequeño letrero explicaba que la circunferencia de las raíces aéreas abarcaba unas cuatro hectáreas.

– ¿Es el más grande del mundo? -preguntó ella.

– No. En India existe uno todavía mayor. También hay otro baniano en Hawaii, aunque éste es más grande.

Las hojas eran enormes y ovaladas. Phoebe avanzó, internándose bajo varias ramas. Había recorridos señalizados entre la red de raíces aéreas. Casi con reverencia acarició la corteza, sorprendentemente lisa. Aquel árbol tenía siglos de existencia.

– Lo siento como si fuera un ser vivo más de la isla -murmuró, volviéndose para mirar a Mazin.

– Es muy fuerte. Una vez arraigado, puede sobrevivir a cualquier tormenta. Aunque una parte quede destruida, el resto sobrevive.

– A mí no me importaría ser tan fuerte, desde luego -se agachó para recoger una hoja que había en el suelo.

– ¿Por qué piensas que no lo eres?

Lo miró. Oculto por las sombras del árbol, su expresión era inescrutable. De repente Phoebe se dio cuenta de que no sabía nada sobre aquel hombre y que se encontraba en una isla desconocida. Podría tener la costumbre de secuestrar a las turistas que viajaban solas… Debería obrar con cautela. Desconfiar.

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