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Susan Mallery: Pasión En El Desierto

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Susan Mallery Pasión En El Desierto

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Él era el atrevido desconocido que se había propuesto acompañar a la bella e inocente Phoebe Carson en su visita a su tierra natal. Pero ¿qué haría Phoebe cuando descubriera que su guía no era otro que el príncipe Nasri Mazin… y que estaba decidido a seducirla?

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Así que jugaría a su juego, fuera el que fuese, hasta que descubriera la verdad, o se cansara de ella. Porque Terminaría cansándose de ella. Siempre era así.

– Dijiste que tu familia llevaba aquí cinco siglos -le dijo ella, lanzándole una rápida mirada antes de volver a concentrar su atención en el paisaje.

– La isla fue primeramente descubierta por exploradores procedentes de Bahania hará unos mil años. Estaba sin habitar y la consideraron tierra sagrada. Cuando los viajeros europeos partieron a la conquista del Nuevo Mundo, el rey de Bahania temió que su paraíso privado fuera a caer en manos de la monarquía portuguesa, la hispánica o la inglesa, así que envió a unos parientes suyos a colonizarla. Al final, la isla se fue poblando y obtuvo la soberanía. Hasta el día de hoy, el príncipe real de la isla siempre ha estado emparentado con el monarca de Bahania.

Phoebe se volvió para mirarlo, con los ojos muy abiertos.

– Supongo que sabía que había un príncipe, porque fue precisamente por su culpa por lo que mi tía abuela tuvo que marcharse, pero hasta ahora me había olvidado de ello… ¿Vive en la isla?

– Sí. Reside de manera permanente en ella.

Lo estaba mirando como si fuera a hacerle otra pregunta cuando llegaron a un claro en el bosque y el mar apareció ante ellos.

– Es precioso -comentó Phoebe, impresionada.

– ¿No sueles ver mucho el mar allá donde vives?

– A veces -sonrió-. La casa de Ayanna está a varios kilómetros tierra adentro. Yo solía frecuentar mucho la playa cuando estaba estudiando, pero una vez que ella se puso enferma, ya no tuve tiempo.

Ella apoyó las puntas de los dedos en el cristal de la ventanilla. Sus manos parecían tan delicadas como el resto de su cuerpo. Mazin contempló su ropa: era vieja, pero bien cuidada. Con un vestido de diseñador, un poco de maquillaje y un peinado a la moda, sería toda una belleza. Pero, tal como iba, no era más que una simple paloma gris.

Aunque la fantasía de una Phoebe femme fatale no dejaba de atraerle, se sorprendió a sí mismo igualmente atraído por la pequeña paloma que estaba sentada a su lado.

Una paloma que, por cierto, ignoraba en absoluto quién era él. Quizá eso formara parte de su atractivo. Raras eran las ocasiones en que pasaba tiempo con mujeres que no sabían quién era ni lo que podía llegar a darles.

– Hay un bosquecillo de pimenteros -dijo de repente, señalando a su izquierda.

Se volvió para mirarla. En el instante en que ella se inclinó para mirar, Mazin reconoció su aroma. A jabón, pensó, casi sonriéndose. Olía al jabón de rosas del Parrot Bay Inn.

– Decenas de pimientas de diferentes clases se cultivan aquí.

– ¿Qué flores son ésas? -preguntó ella-. ¿Son las de los pimenteros?

– No, son orquídeas. Son parásitas, se agarran a ramas de los árboles. La gente las usa para decoración, pero también para perfumes. Los árboles de mango son los mejores anfitriones, pero puedes encontrar orquídeas en casi cualquier árbol de la isla.

– Dijiste que también hay petróleo en la isla. ¿O es en el mar?

– Hay en la tierra y en el mar.

Mazin esperó, preguntándose si sería en aquel momento cuando por fin descubriera su juego. El interés por el petróleo significaba interés por el dinero… especialmente por el suyo. Pero Phoebe ni siquiera pestañeó. Volvió a mirar por la ventanilla, como si el tema del petróleo no le preocupara lo más mínimo.

Ahora que pensaba sobre ello, se daba cuenta de que el entusiasmo que había demostrado por la isla era mucho mayor que el que había demostrado por su compañía. ¿Sería realmente la tímida y sencilla turista que parecía ser?

No podía recordar la última vez que una mujer no había escuchado con embeleso cada una de sus palabras. Si aquello era cierto, se trataba, desde luego, de una experiencia única.

A la vuelta de un recodo de la carretera, apareció ante ellos el gran bazar de la isla.

– El mercado de Lucia-Serrat tiene unos cinco siglos de antigüedad. Incluso conserva parte de las murallas.

Phoebe juntó las manos, deleitada.

– Oh, Mazin, tenemos que parar… Mira lo que están vendiendo. Esas vasijas de cobre y esas flores y… oh, ¿eso es un mono?

Rió al ver a un pequeño mono saltando de silla en silla en la terraza de un café para terminar robando una pieza de mango, en un puesto cercano. El dueño del mono se apresuró a pagar al tendero antes de que llegara a enfadarse.

Mazin negó con la cabeza.

– Hoy no, Phoebe. Dejaremos el bazar para otro día. Recuerda que tienes una lista. Para poder verlo todo debemos proceder con orden.

– Por supuesto -se recostó de nuevo en su asiento-. El sentido del orden es algo que siempre he defendido -suspiró-. Lo que pasa es que esta isla tiene algo especial, algo que me hace desear olvidarme de todo, ser… imprudente -le sonrió-. Aunque yo no soy una persona de naturaleza imprudente.

– Ya.

Sus inocentes palabras, la luz de sus ojos y la sonrisa que se detuvo en sus labios le provocaron una punzada de deseo. La excitación fue tan inesperada que Mazin casi no la reconoció al principio.

La deseaba. ¿Cuándo había sido la última vez que no había hecho el amor automáticamente, por costumbre? Su deseo se había apagado hasta el punto de que apenas recordaba lo que era el dolor de la pasión. Se había acostado con las mujeres más bellas y expertas que había conocido, y ninguna de ellas había excitado su deseo más allá de lo necesario para cumplir en la cama. Y en ese momento, con aquella sencilla palomita gris, sentía un ardor que no había experimentado en años.

El destino había vuelto a gastarle una pesada broma.

– ¿Qué es lo que sabes de la Lucia-Serrat de hoy en día?

– Poca cosa. Ayanna me hablaba sobre todo del pasado. De cómo era la isla cuando ella tenía mi edad -una expresión de nostalgia iluminó su rostro-. Recuerdo que me hablaba de las espléndidas fiestas a las que asistía. Al parecer, en más de una ocasión fue invitada a la residencia del príncipe. Allí conoció a dignatarios visitantes de otros países. Incluso llegó a conocer al príncipe de Gales, el que se convertiría en el rey Eduardo y que terminó abdicando del trono por la señora Simpson. Ayanna me comentó que era un gran bailarín.

Le habló de las otras fiestas a las que había asistido su tía abuela. Mazin no estaba seguro de si su falta de conocimientos sobre la Lucia-Serrat actual era real o fingida. Si se trataba de una actuación, lo estaba haciendo maravillosamente bien. Si no…

No quería analizar esa posibilidad. Si Phoebe Carson era exactamente lo que parecía ser, no tenía sentido que se relacionase con ella. Estaba cansado y era demasiado mayor. Desgraciadamente, después de aquella repentina e inesperada punzada de excitación, dudaba que fuera lo suficientemente noble como para retirarse.

– Mira -le dijo, señalando su ventanilla-. Hay loros en los árboles.

Phoebe se estiró para ver mejor y bajó el cristal. Los altos árboles bullían de aves multicolores. Rojos, verdes y azules se mezclaban en un inquiero arco iris. Aspirando el dulce aroma de la isla, volvió a pensar en el milagro de que estuviera en ese momento allí, viendo todo aquello.

Mazin giró a la izquierda, tierra adentro. Mazin. Phoebe todavía no podía creer que hubiera ido a buscarla aquella mañana al hotel solamente para enseñarle la isla y ayudarla con la lista de Ayanna. Los hombres nunca se fijaban en ella. Ya era suficientemente increíble que se hubiera detenido a hablar con ella el día anterior, pero que se hubiera acordado de su persona después… ¿quién habría pensado que algo así sería posible?

Se secó las palmas de las manos en el pantalón: las tenía húmedas de sudor. Nervios, pensó. Nunca había conocido a nadie como Mazin. Era un hombre tan sofisticado… La ponía nerviosa.

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