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Susan Mallery: Siempre te Esperaré

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Susan Mallery Siempre te Esperaré

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Ella había encontrado el trabajo perfecto para él… convertirse en el papá de su futuro hijo… Después de una desastrosa relación que la había dejado embarazada y sola, Hannah Bingham supo que debía regresar a Merlyn County; aunque eso significara tener que enfrentarse a su familia y explicar los errores que había cometido. Con lo que no había contado era con la presencia de Eric Mendoza, su amor de juventud, que se había convertido en un hombre peligrosamente guapo… y entregado a su carrera. Por mucho que dijera que su profesión lo era todo para él, Hannah sabía que deseaba tener un hogar y una familia…

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Él miró las plantas que invadían todo y el baño para pájaros. Sus nociones de horticultura consistían en saber que había que cortar el césped cuando estaba alto.

– ¿Qué piensas hacer? -preguntó. Tenía que volver a la oficina pero no quería hacerlo aún. Hablar con Hannah bien se merecía trabajar hasta tarde después.

– El jardín delantero necesita mucho trabajo -dijo ella con entusiasmo-. ¿Te imaginas esto en verano? ¿Con los rosales trepadores y flores por todos sitios? Quiero quitar las malas hierbas del sendero y limpiar el baño para pájaros -señaló a la izquierda-. Y en el lateral de la casa voy a plantar bayas.

– ¿Bayas? -preguntó él.

– Sí. Fresas, arándanos y frambuesas. No darán fruto este año, pero el año que viene tendré buena cosecha.

– ¿Bayas?

– ¿Por qué repites eso? ¿No te gustan las bayas?

– Sí, claro, pero…

– Deja que adivine -puso los ojos en blanco-. No lo suficiente para plantarlas. Seguramente las compras en la tienda.

– A veces.

– Ya me imagino. Podrías tenerlas frescas, ¿sabes?

– Vivo en un apartamento con patio. No hay sitio.

– Pues aquí sí y me apetece. Mi madre y yo teníamos frambuesas y arándanos. Las comía todo el verano. A veces hacíamos helado.

– Suena muy bien -dijo él controlando la sonrisa.

– Búrlate todo lo que quieras, pero el verano que viene, cuando me supliques que te dé arándanos, te daré la espalda.

– No serías tan mala.

– Puede que no, pero te insultaría antes de dártelos.

– Hannah, te has convertido en una mujer fantástica -rió él.

– Gracias. Tú tampoco estás mal.

Ambos se habían hecho un cumplido, pero él dudaba que hubieran pretendido que la tensión y excitación creciera entre ellos, como una tormenta eléctrica. Se preguntó si ella sentía lo mismo y decidió comprobarlo.

– ¿Te apetece cenar conmigo mañana? -preguntó-. A no ser que haya un marido esperándote.

– No hay nadie -se metió el pelo tras la oreja-. Sí, me gustaría cenar contigo.

– Es una cita.

– Eso es muy serio -dijo ella abriendo los ojos.

– ¿Preferirías que fuésemos como amigos?

– No -carraspeó-. Una cita es agradable; nunca he tenido una en Kentucky.

– ¿En serio? Tendré que darte una copia del manual. No querrás romper ninguna regla básica en la primera cita.

– Claro que no. La gente hablaría.

– Van a hablar de todas formas.

– Parece un pasatiempo universal -sonrió ella.

– Te recogeré en el hotel, ¿de acuerdo?

– Habitación catorce. ¿A qué hora?

– ¿Te parece bien a las siete?

– Muy bien.

– Lo he pasado muy bien -dijo él, mirando su reloj de pulsera-, pero tengo el escritorio lleno de papeles.

– Ya imagino que estás muy ocupado -señaló la puerta-. ¿Te importaría dejarla abierta para que pueda echar otro vistazo? Cerraré cuando me vaya.

– Haré algo mejor -le dio las llaves-. Puedes devolverlas mañana.

– ¿Estás seguro?

– Sí, confío en que no harás pintadas ni robarás los electrodomésticos.

– No creo que pudiera con el frigorífico -rió ella-. Pero me apetece volver con un metro y empezar a hacer planes.

– Como quieras. Entretanto yo pondré en marcha los papeles. Alguien traerá la información sobre la casa mañana.

– Cuánta eficacia -se levantó-. Estoy impresionada.

Él también lo estaba, pero por otras razones. Titubeó un momento; el deseo de besarla era muy fuerte y tenía la impresión de que no la molestaría. Pero ésa era una reunión de negocios y decidió esperar a la cena.

– Te veré mañana -hizo un gesto de despedida con la mano y fue hacia el coche. Estaba nervioso y excitado; ella le gustaba y mucho.

La tienda de artículos para el hogar que había a la salida de la ciudad era nueva. Hannah empujaba un enorme carro por los anchos pasillos, pensando que sería fácil perderse allí dentro. Se detuvo ante una colección de persianas que le embotó el cerebro.

– Y yo creía que la zona de las telas era demasiado grande… -murmuró para sí, observando las distintas texturas y colores disponibles.

Su prioridad era decorar la planta superior, en la que viviría. Sin embargo, se había dado cuenta de que los dormitorios de abajo no tenían nada en la ventana y quería cubrirlas antes de instalarse. Tocó las persianas de plástico y las de metal. Había de madera, pero no quería hacer una inversión tan grande de momento.

– Siempre podría clavar unas telas -se recordó. Sería una solución fácil y barata.

Estaba encantada de tener que tomar ese tipo de decisiones. Apenas había mirado el contrato que había enviado Eric, pero ya se sentía dueña de la casa.

Sería el primer hogar real que tendría desde que su madre murió cuando ella tenía trece años. Hasta entonces había vivido felizmente en una vieja y dilapidada casa de dos dormitorios. Tenía muchas corrientes de aire y era pequeña, pero había sido su hogar. Después había pasado unas confusas semanas en la mansión de los Bingham, donde conoció a su padre por primera vez. El duelo por su madre y enfrentarse a una familia nueva había sido demasiado para ella. La alegró que decidieran enviarla a un internado para chicas.

Desde entonces había vivido en dormitorios comunes y últimamente, en un pequeño apartamento. Pero habían sido lugares temporales. Por primera vez en diez años iba a tener un sitio propio y se sentía muy bien.

Abandonó la confusión de las persianas y fue hacia la zona de jardinería. Quizá podrían informarla de si era demasiado tarde para plantar arbustos de bayas. Sonrió al imaginarse montones de hojas verdes y frutos brillantes y maduros. Su madre siempre había congelado varios kilos y hecho mermelada con las demás. Tendría que buscar una buena receta.

Rió para sí al imaginarse lo que pensarían sus amigos de la facultad de Derecho si supieran que la emocionaba comprar persianas y hacer mermelada casera. No la reconocerían.

En ciertos sentidos Hannah tampoco se reconocía. Por primera vez en su vida no estaba haciendo lo que todos esperaban y querían. Estaba haciendo lo mejor para ella.

Entró en una amplia zona cubierta, adosada al edificio principal, e inhaló el aroma de las plantas. Antes de que pudiera seguir el cartel que indicaba la zona dedicada a las bayas, alguien la llamó.

– ¿Hannah?

Se volvió y vio a un hombre alto y guapo caminando hacia ella. Hannah sintió alegría y también cierto disgusto. En una ciudad tan pequeña, era inevitable que se encontrara con algún miembro de su familia, pero no había contado con que ocurriese tan pronto.

Ronald Bingham, poderoso y encantador, dirigía Empresas Bingham con la facilidad de alguien nacido para el mando. Técnicamente era su tío, el hermano de su difunto padre, pero como no había crecido con él, lo consideraba simplemente el cabeza de familia.

– Sí, eres tú -dijo él, acercándose.

– Me has cazado en la sección de jardinería de un almacén de cosas para el hogar. ¿Qué va a decir la abuela? -exclamó ella con ligereza, para ocultar su nerviosismo.

– No tengo ni idea -Ron la abrazó y besó su mejilla-. Seguramente que estás preciosa -la apartó un poco para observarla-. Lo que sea que hayas estado haciendo te ha sentado muy bien, Hannah.

– Gracias -Hannah deseó que siguiera pensando lo mismo cuando contestase a las inevitables preguntas.

– ¿No deberías estar en New Haven? -preguntó-. ¿Estáis de vacaciones en la universidad?

– Debería estar en Yale, pero no estoy -dijo ella-. Estoy aquí.

– ¿Quieres decirme por qué?

Ella estudió su rostro y sus ojos avellana. Hannah había entrado en su familia de repente; una más entre los bastardos engendrados por Billy Bingham. Ron la había acogido con cariño y deseó que eso no cambiara.

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