Susan Mallery - Arenas de pasión

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¿Cómo se atrevía aquel hombre a hacer algo así? ¿Y cómo se atrevía su cuerpo a traicionarla de aquella manera? ¿Cómo era posible que sintiera lo que sentía con sólo notar el roce del príncipe Kardal Khan? Lo único que había deseado en toda su vida era tener alguien a quien amar… pero jamás habría pensado que se enamoraría del hombre que la había secuestrado y la había convertido en su esclava.
Quizá fuera el príncipe de la Ciudad de los Ladrones, pero en lo que se refería a la princesa Sabra, él no había robado nada; al rescatarla en medio del desierto lo que había hecho era recuperar lo que era suyo. Porque, aunque ella no lo supiera, aquella bella y testaruda mujer estaba destinada a convertirse en su esposa.

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– ¿Pensasteis en quedaros en la ciudad? – preguntó Kardal tras cambiar de postura une vez más.

– No quería dejarla -dijo Givon-. ¿Qué otra opción tenía? -añadió antes de dar un nuevo sorbo de agua.

– Pero no te quedaste.

– No -Givon dejó el vaso en la mesa-Pasó un mes, luego otro. Sabía que tendría renunciar a mi reino a mis hijos, a todo. Estaba dispuesto a hacerlo. Hasta que vino mi esposa. Mi tercer hijo había nacido entre tanto. Me puso el bebé en los brazos y me preguntó si iba a abandonarlos a todos. Miré al bebé a los ojos y vi en ellos mi futuro, supe que no podía darme aquí. Había estado jugando, pero había llegado el momento de volver a asumir mis responsabilidades. El pueblo de El Bañar era más importante que mis problemas personales.

Kardal no quería pensar en lo mucho que le habría costado irse. Conocía bien a su madre y estaba seguro de que no habría asumido aquel revés con serenidad.

– Cala te pidió que no volvieras nunca – dijo Kardal, creyendo por primera vez en la vida que así había sido.

– Y yo accedí, aunque no tenía intención de cumplir mi palabra. Me prometí que volvería. Pero mi esposa murió al año. Me encontré con tres niños a los que criar. No podía dejarlos para volver con Cala y contigo. Eran los herederos, así que tampoco podía llevármelos conmigo. Y no quería que mi hijo mayor jurara como rey siendo tan joven. Le pedí a Cala que vinierais a vivir conmigo, pero dijo que eras el príncipe de los ladrones y tenías que crecer dentro de los muros de la ciudad. Creo que seguía dolida y resentida. No la culpo. Además, había perdido la confianza en mí.

Kardal no sabía qué pensar. No había querido oír la versión de su padre, pero una vez que lo había hecho, no podría quitársela de la cabeza nunca. Nada era como había supuesto.

– Ella nunca te odió -dijo de pronto-. Nunca habló mal de ti.

– Gracias por decírmelo -contestó Givon con cierta melancolía en su voz-. Por mi parte, nunca he dejado de quererla.

Era más de lo que Kardal quería saber. Farfulló una disculpa y se marchó de la sala. Un centenar de pensamientos se agolpó en su cabeza , pero solo importaba uno: tenía que ver a Sabrina. En cuanto estuviera con ella, todo mejoraría.

Recorrió a toda prisa los pasillos del palacio y solo frenó al llegar a la puerta de su habitación. Entró sin llamar.

Estaba sentada con varios libros delante, distribuidos sobre una mesa. Levantó la cabeza hacia Kardal y sonrió. Este se fijó en su cabello pelirrojo, en la luz de sus ojos, las curvas que el vestido de algodón ocultaba más que realzaba.

– ¿Qué te pasa? -le preguntó tras ponerse de pie.

– He hablado con mi padre.

Intentó decir algo más, explicar lo duro que le resultaba comprobar que Givon no era ningún demonio, sino un hombre que se había visto obligado, por circunstancias que escapaban a su control a tomar decisiones difíciles. Kardal no exculpaba a Givon del todo. Siempre podía haberse puesto en contacto con él. Pero ya no tenía tan claro dónde situar la línea divisoria entre la culpa y la inocencia.

Sabrina vio las emociones que se concentraban en el rostro de Kardal. Estaba confundido, herido. No sabía de qué habrían hablado exactamente, pero podía hacerse una idea. Sabrina sufría con el dolor del hombre que tenía delante. El hombre al que amaba y con el que no podría quedarse. Sin pensar dos veces en las consecuencias de sus actos, avanzó hasta Kardal y lo abrazó. Este le devolvió el abrazo. Cuando bajó la cabeza para besarla, no se le ocurrió rechazarlo ni retroceder.

La pasión se encendió con la intensidad habitual. Sabrina sintió que los huesos se le derretían contra el cuerpo de Kardal. Él, todo músculo. Ella, toda curvas. Pensó en lo a gusto que se sentía entre sus brazos. La estaba besando con una mezcla de ternura y urgencia. Esa vez no le mordisqueó el labio inferior, sino que buscó su lengua como si la necesitase para vivir. El deseo de Kardal avivó el de Sabrina, que se aferró a él, dejando que tomara lo que quisiera, mostrándole cuánto lo necesitaba ella también.

Kardal recorrió su espalda con las manos. Detuvo una en el trasero y la apretó contra su cuerpo. Sabrina elevó las caderas hasta sentir el calibre de su erección. Al notar su masculinidad, se estremeció de excitación, curiosidad y aprensión.

– Sabrina -murmuró después de separar los labios y posar la boca contra su cuello. Le dio un mordisquito justo debajo de la oreja y luego le lamió el lóbulo.

Sabrina gimió. De pronto, quería verlo desnudo. Quería tocarlo y entender en qué consistían las relaciones entre un hombre y una mujer. Aunque no le faltaban conocimientos teóricos, su experiencia era casi inexistente.

Le bastó imaginarse desnuda junto a Kardal para que la respiración se le entrecortase. Los pechos se le hincharon, los pezones empujaban contra el sujetador, la presión entre las piernas crecía por segundos. Sabrina deseó que la tocara en el mismo sitio que la vez anterior.

Lo deseaba. Quería hacerle el amor. Sus necesidades físicas se unían a las emocionales. Juntas alcanzaban una fuerza irreprimible.

– Te deseo -dijo él mientras le besaba el cuello-. Te necesito.

«Te quiero», pensó ella.

Pero no lo dijo. Porque amar a Kardal no le acarrearía más que problemas

– No podemos -susurró Sabrina justo mientras Kardal le bajaba la cremallera del vestido-. Kardal, soy virgen.

El vestido se le caía de los hombros. Sabrina se lo sujetó contra los pechos. Kardal le envolvió la cara con las manos y la miró a los ojos.

– Te deseo -repitió – Merece la pena arriesgarse a lo que sea con tal de tocarte, de enseñarte, de hacerte el amor. Por favor, no me niegues la gloria de poseerte.

Si se lo hubiera exigido, quizá hubiese encontrado fuerzas para decir que no. Si la hubiera provocado con alguna broma, habría encontrado algún recurso. Pero aquella súplica desesperada la dejó sin reacción. No podía negarle nada. Aunque sabía que los dos pagarían caro lo que iban a hacer.

Kardal agarró las manos de Sabrina y esta soltó el vestido, que cayó al suelo. Debajo llevaba un sujetador y bragas de seda. Sin tiempo para reaccionar, se encontró medio desnuda frente a Kardal, que contuvo la respiración maravillado, como si su cuerpo fuese tan hermoso como los tesoros que llenaban el castillo. De repente, se le pasó cualquier posible vergüenza. Se sintió orgullosa de ser la mujer a la que Kardal deseaba.

– Moriría por ti -susurró y la sorprendió hincándose de rodillas

Sabrina no sabía qué pensar. ¿Kardal arrodillado ante ella?, ¿Qué significaba? Pero, antes de dar con una respuesta, notó que la besaba en el ombligo. Sintió una descarga eléctrica por todo el cuerpo. La piel se le puso de gallina, los pechos se le hincharon todavía más.

Kardal paseó la lengua por su tripa antes de bajar. Sabrina notó un temblor entre los muslos, hacia arriba, hacia abajo, casi no podía mantenerse en pie. Sin pensarlo, puso una mano sobre un hombro de Kardal y la otra en la cabeza. Le mesó el cabello y gimió cuando Kardal le besó justo encima del elástico de las bragas. Luego descendió a lo largo de sus muslos.

Era un cosquilleo. Era perfecto. Temblaba tanto que solo podía seguir de pie aferrándose a Kardal. Este le rodeó la cintura con un brazo y siguió besándola, mordisqueándola, lamiéndole las piernas. Finalmente, le bajó las bragas de un tirón.

Estaba desconcertada por lo que ocurría. ¿No deberían estar en la cama?, ¿No debería estar la habitación a oscuras? ¿O, al menos, con una luz más tenue? El sol entraba por las ventanas. Estaban lo suficientemente altos en el castillo como para que nadie los viera, pero se sintió violenta cuando Kardal le pidió que sacara los pies de las bragas. Violenta y vulnerable.

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