Carly Phillips - Hasta el final
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– Llevo queriendo probarte desde que te vi.
– No veo nada que pueda detenerte ahora -susurró ella. Y entonces, por haberse prometido a sí misma que mantendría el control, le tomó el rostro en sus manos y tiró de él hacia su boca.
Para ser dos desconocidos encajaron a la perfección, pensó Regan. Él la besó con una intensidad que corroboraba sus palabras anteriores. Ella había deseado a un hombre cuyos ojos ardieran de lujuria solo por ella, cuyos besos la hicieran temblar y cuyo cuerpo se retorciera por el deseo que ella le inspirara. Y lo había encontrado a él.
Sam hacía del beso un arte. Sus labios eran de una textura exquisita y su lengua se desenvolvía a la perfección. Sabía a menta y seductora virilidad, y una corriente de calor se arremolinó en el interior de Regan. Los pechos se le hincharon, los pezones se le endurecieron dolorosamente y un aluvión de humedad le empapó la entrepierna.
Llevó los dedos desde sus mejillas sin afeitar hasta la nuca, donde descubrió un punto especialmente sensible para hacerlo gemir y conseguir que la apretara aún más contra la pared, haciéndole sentir la dureza de su erección. Y también descubrió que cuando él le mordisqueaba y succionaba el labio inferior, la espalda se le arqueaba involuntariamente y los pechos se aplastaban contra su torso robusto.
No supo cuánto tiempo permaneció de pie, de espaldas contra la pared, perdida en el placer subliminal de un beso, pero las sensaciones eróticas siguieron creciendo en su interior como una espiral de fuego. Y cuando él interrumpió el beso, ya había llegado a la conclusión de que no era ella quien ejercería el control. Tendría que saltar sin paracaídas y esperar que el peligro potencial de aquel vuelo glorioso mereciera la pena.
Él apoyó la cabeza contra la suya, respirando entrecortadamente.
– Creo que me vendría bien una copa. Ella se obligó a llenarse los pulmones de aire.
– Por supuesto. Vamos a ver qué tengo.
Se escabulló por debajo de su brazo y se dirigió hacia la cocina. Abrió la nevera y examinó su escaso contenido. Teñía que ir a la compra.
– Puedo ofrecerte una copa de vino blanco. O… -se arrodilló para examinar la bandeja inferior-. Hay un pack de cervezas que dejó mi ex.
– Una cerveza estaría bien. Y no hace falta que me traigas un vaso. Vamos a pasar por alto las comodidades -dijo, dejando muy clara su doble intención.
Cuando se juntaban eran combustible puro, y no había la menor finura ni delicadeza en lo que pretendían. Regan se alegró. El corazón le latía con entusiasmo y quería demostrar con aquella experiencia la clase de mujer que podía ser.
– Ponte cómodo -le dijo mientras sacaba dos botellas. Le encantaba usar su acento sureño sin el menor escrúpulo, sabiendo que a Sam le gustaba.
Cuando volvió al salón, lo encontró sentado en el sofá de cuero. Se había quitado los zapatos y tenía el mando a distancia en la mano.
– Parece que el vídeo estaba encendido -dijo él-. ¿Hay algo que merezca la pena ver?
Ella negó con la cabeza.
– No lo sé. Normalmente veo la televisión en el dormitorio, pero a Darren le gustaba ver películas con sus amigos cuando yo estaba fuera en alguna obra benéfica -lo cual era bastante a menudo.
Poco después de llegar a Chicago, su novio le había dado una lista de organizaciones a las que su bufete estaba planeando prestar ayuda voluntaria, y le había sugerido que empezara a recaudar fondos inmediatamente. Aunque había justificado su razonamiento alegando que eso la ayudaría a hacer amigos, Regan se daba cuenta ahora de que lo que realmente buscaba eran noches libres para jugar con sus amiguitas.
Apartó aquel recuerdo y se sentó junto al hombre que iba a ser su amante durante el fin de semana, guardando una distancia respetable. Pero antes de que pudiera pensar en su próximo movimiento, él la agarró de la mano y tiró de ella.
– La próxima vez no esperes que te lo pida -le dijo con voz áspera y los ojos brillantes.
Quería tenerla cerca, descubrió Regan. Al haber estado pensando en Darren, había vuelto a adoptar su actitud prudente y recatada. Pero ahora estaba con Sam, y a él le gustaba que fuera atrevida.
– ¿Para qué clase de obras benéficas colaboras? -le preguntó, pulsando el botón de rebobinado en el mando.
Ella enroscó las piernas en el sofá y se acurrucó contra su pecho.
– No quiero aburrirte con detalles.
Él la miró ofendido.
– Si no quisiera saberlo, no te lo preguntaría.
Ella asintió, aceptando su argumento.
– El bufete de Darren ofrece asesoramiento legal gratuito a una residencia de mujeres y a muchas de sus residentes. Empleo mis habilidades sociales para recaudar dinero para la causa. Es la única clase de trabajo que hacía en casa y que quería continuar aquí, en algún centro de juventud.
Una cálida sonrisa de aprobación curvó los labios de Hunter.
– Ya había supuesto que tenías un gran corazón. Me alegro de que me lo hayas demostrado.
– Con halagos no llegarás a ninguna parte -le dijo ella. No quería mentiras ni ampulosos cumplidos. Lo que más le gustaba de Sam era su actitud sensata y realista. No necesitaba que la adulara como si ella fuera su perrita bien entrenada. Como había hecho Darren.
– Ya he llegado a donde quería… Contigo. Y me gusta lo que quieres hacer. No te imaginas cuánta gente necesita tus habilidades.
Ella puso los ojos en blanco.
– Claro que lo sé. De lo contrario no malgastaría mi tiempo recaudando dinero para ellos -dijo, cansada de oír las mismas palabras que Darren había empleado para animarla a realizar labores sociales… y con las que se beneficiaba a él mismo en primer lugar.
Pero a Regan le importaba un bledo si el bufete de Darren se beneficiaba de sus esfuerzos o si éstos ayudaban a Darren en su ascenso profesional. Tal vez hubiera estado guiada por su familia y hubiera tomado el camino que se esperaba de ella, pero se había mantenido firme y había elegido ayudar a quienes más lo necesitaban.
– No te lo tomes al pie de la letra -dijo él en tono dolido-. Y si digo que hay muchas mujeres o niños que te necesitan, lo digo por propia experiencia. Un orfanato donde yo estuve de niño tuvo que cerrar por falta de fondos. A nadie le importaba lo más mínimo que los niños a los que echaron a la calle se convirtieran en drogadictos o delincuentes.
Su revelación la dejó perpleja, porque hasta ese momento nada sabía de la infancia de aquel hombre tan seguro de sí mismo, y se alegró de que le estuviera ofreciendo algunos detalles.
A su lado el cuerpo de Sam se tensó, creando una barrera invisible entre ellos. Regan sintió una pesada carga de culpa en los hombros por haberlo malinterpretado.
– Lo siento. Es que soy muy susceptible por mi falta de experiencia laboral. Pensaba que estabas siendo paternalista conmigo, como…
– No soy como Darren -dijo él, recordándole algo que ella ya sabía.
Regan suspiró, esperando no haber arruinado la oportunidad antes incluso de haber empezado.
– ¿Podemos dar marcha atrás y empezar de nuevo? -le preguntó. Quería volver a la naturalidad que habían compartido y a las chispas sexuales que habían prendido antes de que empezaran inadvertidamente a indagar en sus respectivas vidas.
Él se echó a reír, aliviando la tensión, y Regan dejó escapar un suspiro de alivio.
– Yo ya lo he hecho -dijo él, y como si quisiera corroborarlo, apuntó con el mando al televisor y pulsó el play-. Vamos a ver qué película nos ha dejado Dagwood.
Regan se rió por el pseudónimo con que Sam se refería a su ex novio.
– Soy fan de la serie Embrujada.
Sam sonrió.
– Si tu Darren se parece al Darren de la serie, Endora no se equivocaba.
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