Carly Phillips - Hasta el final
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– Tú primero.
– Eres un cúmulo de contradicciones -dijo ella, riendo-. ¿Quién eres en realidad? ¿El caballero que le abre la puerta a una dama o el hombre que está dispuesto a dejarme el control?
Él ladeó la cabeza, irradiando una seguridad total.
– Que me aspen si lo sé, pero una cosa es segura… Gracias a esa fantasía tuya, al final del día habremos aprendido mucho más el uno del otro.
Y Regan tenía el presentimiento de que aprendería incluso más de sí misma.
Sam entró en el vestíbulo de un bloque de apartamentos de cristal y dejó escapar un silbido al contemplar la lujosa decoración.
– Esto sí que es lujo.
Regan esperó hasta llegar a los ascensores para volverse hacia él.
– Según la agencia inmobiliaria, Lincoln Park tiene más restaurantes por habitante que cualquier otro barrio de la ciudad. Puedo hacer una reserva en uno distinto para cada día de la semana y no repetir ninguno en una buena temporada.
– Parece el sueño de una mujer trabajadora.
Ella levantó la vista y lo miró con sus grandes ojos azules.
– No soy una mujer trabajadora, así que no lo sé.
Entraron en el ascensor y las puertas se cerraron tras ellos. Sam apoyó una mano contra el espejo y acorraló a Regan entre su cuerpo y el rincón.
Así que ella no trabajaba…
– ¿A qué te dedicas? -le preguntó.
Ella se encogió elegantemente de hombros.
– Presido comités de ayuda, recaudo dinero para obras benéficas… Cualquier cosa que hiciera feliz a mi familia y a mi novio. Y a cambio ellos se aseguraban de que fuera tratada como una princesa. Hasta que Darren descubrió su doble moralidad. La misma que mi madre aceptó en mi padre -hizo un mohín con los labios-. No importa que la engañe mientras la trate bien… ¿Qué te parece ese código ético?
– El engaño nunca es justificable -dijo él con vehemencia. Ningún hombre debería hacer una promesa y romperla deliberadamente. Era algo que iba contra sus más profundas creencias. De una cosa estaba completamente seguro… Si aquella mujer fuera su esposa, él jamás se extraviaría.
– ¿Estás diciendo que eres hombre de una sola mujer? -le preguntó ella. Parecía que se tomaba a la ligera sus palabras, pero su expresión era de profunda gratitud.
– Estoy diciendo que si estuviera contigo, no habría nadie más -le apartó de la frente un mechón, mojado por la lluvia.
– Vaya, estupendo -murmuró ella, batiendo las pestañas en un gesto de evidente alivio.
A Sam no lo sorprendía que aquella belleza sureña hubiera sido educada en el lujo y la abundancia, todo lo contrario a él, ni que fuera una mujer mantenida por su ex novio o su familia. Las tradiciones sureñas eran difíciles de romper, y él no pensaba utilizarlas como arma arrojadiza, ya que ella no había conocido otra cosa.
Pero al mismo tiempo la admiraba por el valor que estaba demostrando para salir de su enclaustramiento educacional. Y agradecía que él fuera a desempeñar un papel activo en el intento tardío de aquella mujer por unirse a la revolución femenina. Incluso si sólo jugara un papel sexual. Especialmente si sólo era un papel sexual. El sexo era el mejor inicio de una nueva vida, y él tenía intención de darle una noche que nunca olvidara.
– Una aventura es una cosa, pero yo no quiero vivir con una doble moralidad ni estar con un hombre comprometido.
Sam se echó a reír, pensando en lo solitaria que había sido su vida últimamente.
– Te prometo que no estás invadiendo el territorio de nadie más.
Ella volvió a mirarlo a los ojos.
– ¿Qué les pasa a las mujeres de…? ¿De dónde has dicho que eras?
– No te lo he dicho. Pero soy de California, y a las mujeres de allí no les pasa nada, salvo que casi todas están buscando un compromiso.
Regan apoyó el hombro contra la pared del ascensor.
– ¿Y eso te asusta?
– No es que me asuste. Es que me gusta mi vida tal cual es. Soy piloto, por lo que siempre estoy viajando por todo el mundo -se encogió de hombros-. Estar confinado en un sitio no es lo mío. A menos que sea como ahora. Contigo -le acarició la mejilla y vio cómo sus pupilas se dilataban por el ligero roce.
Acercó los labios a los suyos. El deseo de probarla era muy fuerte, pero no tanto como la necesidad de saber más de ella. El zumbido del ascensor era como un metrónomo que acompañaba la ferviente pasión que latía en su interior. De un momento a otro llegarían a su destino… Se apartó y pulsó el botón de parada del ascensor.
Si ella se sorprendió, no lo demostró.
– Me alegra saber que no estás engañando a nadie -dijo, pasándose la lengua por el labio inferior.
Ya fuera un gesto inconsciente o deliberadamente provocador, el resultado fue el mismo… Una corriente eléctrica que se concentró en la ingle de Sam.
– Jamás haría algo tan despreciable -dijo, intentando diferenciarse a sí mismo no sólo de su ex novio, sino también de las tradiciones que habían marcado su pasado.
– No todos los hombres piensan como tú, y deberían hacerlo -afirmó ella, recalcando su declaración con un pisotón en el suelo. Volvió a hacer un gesto provocador con los labios, y Sam tuvo que contenerse para no besarla con pasión desenfrenada. No estaba preparado. El tiempo acuciaría aún más sus respectivos deseos y liaría que lo que pasara entre ellos fuera verdaderamente espectacular.
– ¿Alguna vez te han dicho que exageras tu acento sureño cuando te enfadas?
Ella se puso colorada.
– Ésa es otra cosa que tengo que superar.
– Por mí no. Tu acento me excita todavía más -se acercó a ella hasta que sintió sus pezones endurecidos a través de la camisa de algodón.
– Eres tú quien me excita -dijo ella con el acento sureño más sensual que él había oído jamás. Le rodeó la cintura con los brazos al tiempo que dejaba escapar una prolongada exhalación, que acabó en un jadeo espeso y sofocante.
La erección de Sam amenazó con romper los vaqueros. Tuvo que apretar los dientes para contenerse, porque, por mucho que la deseara, un ascensor no era el lugar adecuado.
– ¿Sabes otra cosa? -preguntó ella.
– ¿Qué?
Ella le hundió los dedos en el pelo, acariciándole con las uñas la piel ultrasensible de la nuca y llevándolo a un límite insospechado de excitación. Mientras, deslizó la otra mano hasta su trasero y palpó sus glúteos con golpecitos suaves.
– Cuando te dije que necesitaba tener el control, lo decía en serio.
Sin previo aviso, se apartó de él y agitó la hoja blanca de la «sexcapada» frente a sus ojos, igual que él había hecho antes con ella. Y maldito fuera si eso no avivó aún más su deseo.
Regan entró en su apartamento. Cielos, estaba muerta de calor y no por el bochorno veraniego. Las reacciones que Sam podía provocar en su cuerpo con una simple mirada o una simple caricia desafiaban la lógica. Pero la lógica no tenía nada que ver con la química. Él no estaba comprometido ni se relacionaba con mujeres que quisieran algo más que sexo. Y sexo era lo único que ella deseaba de Sam Daniels, piloto de California, que saldría de su vida el domingo siguiente.
Un vistazo al reloj del vestíbulo mientras dejaba las llaves en el aparador le dijo que se acercaba la hora de cenar.
– ¿Quieres comer o beber algo? -le preguntó. Se dio la vuelta y se quedó atónita al encontrárselo casi pegado a ella.
– Desde luego -respondió él en un susurro, colocando una mano sobre su cabeza y aprisionándola entre su cuerpo y la pared, igual que había hecho en el ascensor. Sólo que esa vez estaban en la intimidad de su apartamento. No había peligro de que nadie los interrumpiera.
Con la mano libre le levantó la barbilla y acercó la boca a sus labios.
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