– ¿Piensas acapararla toda para ti o vas a dejar que este viejo reciba su parte?
Mientras Josiah abrazaba a Laura, Rye estrechaba la mano del capitán pero, de pronto, advirtió que Josh quedaba al margen de los saludos por su corta estatura. Se agachó y alzó al pequeño.
– En mi opinión, la novia merece un beso del hijo.
Encaramado al brazo fuerte del padre, el chico se inclinó y besó a su madre. La dicha que se reflejaba en la cara de ella hizo sonreír al niño. La risa de Laura resonó en el camarote y luego, mirando al niño a los ojos, le dijo en tono tierno:
– Creo que el novio también merece un beso del hijo.
Josh vaciló un instante, con una mano pequeña apoyada en el cuello de Rye y la otra, en el de Laura, uniéndolos en un trío. Cuando sus labios sonrosados tocaron por primera vez a Rye, una oleada de alegría desbordó el corazón del hombre. Josh se enderezó y, con los ojos muy cerca, tan parecidos, los dos se observaron. El momento pareció eterno. De pronto, la mano de Josh soltó a Laura y rodeando a Rye con los brazos, hundió la cara en el cuello fuerte que olía a cedro. Rye cerró los ojos y respiró hondo para poder controlar el flujo de emociones que le produjo el abrazo. El capitán se aclaró la voz.
– Creo que se impone un pequeño brindis, después del cual me sentiré honrado de compartir mi mesa con ustedes. Le he pedido al cocinero que se las ingeniara para agregar algo al estofado de costumbre en honor a la ocasión.
*Por lo que les importaba, Laura y Rye podían estar comiendo serrín. La conversación era animada y, cuando el capitán Swain informó que había tenido el honor de celebrar un matrimonio, el salón pareció mucho más alegre que a mediodía. A pesar de la charla que los rodeaba, ellos no tenían conciencia de otra cosa que sus respectivas presencias y del tiempo, que parecía avanzar con pies de plomo. Tenían que hacer un esfuerzo consciente para no ensimismarse uno en la mirada del otro. Estaban rodeados de personas y, a cada momento, absolutos desconocidos se les acercaban para felicitarlos. A Laura le resultaba imposible consultar su reloj sin ser observada, pero notó que, a medida que avanzaba la velada, Rye sacaba cada vez más a menudo el suyo y lo miraba ocultándolo a medias bajo la mesa. Cada vez que cerraba la tapa y lo guardaba otra vez en el chaleco, miraba a la mujer y ella sentía que una ola de calor le subía a las mejillas.
En una ocasión, mientras escuchaba a una pasajera contar una anécdota referida a una mercería de Albany, sintió la mirada de Rye, se volvió a medias y lo sorprendió contemplándole la mano derecha que, sin que ella lo advirtiese, tocaba el reloj prendido en su pecho. Bajó la mano de inmediato, y siguió escuchando el relato. Pero no oyó una sola palabra de lo que decía la mujer, porque Rye había desplazado su larga pierna bajo la mesa y ella sintió que un muslo duro se apretaba con fuerza contra el suyo, aunque al mismo tiempo se daba la vuelta en dirección contraria y le respondía a un hombre que estaba al otro lado.
Unos minutos después, la pierna se movió otra vez y el tacón de Rye empezó a balancearse, en inconsciente gesto de impaciencia. El movimiento se comunicó a la pierna de Laura, aumentando la intensa excitación que crecía dentro de ella.
En un momento dado, cuando creyó que no aguantaría un segundo más, Josh -¡bendito fuese!-, puso la mano sobre el brazo de Josiah:
– Abuelo, me parece que tendríamos que ir a ver a nuestros pollos.
– Sí, creo que tienes razón, muchacho. Ya hemos estado perdiendo demasiado tiempo aquí.
Bajo la mesa, el tacón de Rye se detuvo. Se irguió cuan alto era, con fingida languidez que hizo sonreír a Laura para sus adentros, y luego la tomó del codo para hacerla levantarse. «Como si necesitara que me instase», pensó.
Les pareció que los apretones de manos y las buenas noches llevaban un tiempo exagerado pero, al fin, el grupo se desintegró y la familia Dalton bajó en fila india por la escalera hacia sus camarotes.
Al llegar a la puerta del de Rye y Laura, Josiah se detuvo y los señaló con la boquilla de la pipa.
– Será mejor que mañana durmáis hasta tarde. No os preocupéis por Josh y por mí… -Buscó con la mano el hombro del nieto, y lo oprimió-. Nosotros estaremos ocupados alimentando a los animales.
Josh aferró la mano ancha y retorcida del abuelo y lo arrastró hacia la puerta vecina.
– ¡Vamos, abuelo! ¡Ship está gimiendo!
– Ya voy, ya voy.
Josiah se dejó arrastrar por el niño, sintiéndose invadido por un bienestar que no disfrutaba desde el día en que su hijo zarpó a bordo del ballenero Massachusetts.
El cerrojo se cerró tras ellos con chasquido metálico. Laura se detuvo en el centro de la habitación, y Rye, cerca de la puerta. A través de la pared llegó el sonido ahogado de la voz de Josh que saludaba con entusiasmo a Ship y de un par de ladridos excitados, y luego, silencio, salvo por el golpe rítmico de la máquina de vapor que funcionaba en las entrañas del buque. La lámpara encendida se balanceaba sobre la cabeza de Laura, proyectando su sombra sobre las piernas de Rye, luego a la pared y otra vez a los pies del hombre.
Contempló los estrechos camastros, notando que no eran lo bastante largos para Rye: para albergarlo con comodidad, deberían tener unos quince centímetros más. Estaba sacándose el cordón del bolso de la muñeca cuando oyó a sus espaldas la voz de Rye,.
– Señora Dalton.
Se dio la vuelta lentamente hacia él: estaba con los pies bien separados, las rodillas unidas, una mano suelta a su lado y la otra ocupada en aflojar el corbatín.
– ¿Sí, señor Dalton?
Tiró el bolso sobre el banco sin mirar dónde caía. Dentro del pecho, su corazón bailaba una danza de acoplamiento, y le faltó el aliento.
– ¿Puedo hacerte el amor ahora?
Con gestos lánguidos soltó el corbatín, pero lo dejó colgando del cuello. Apartando la chaqueta hacia atrás, la retuvo con las muñecas y apoyó las manos sobre las caderas. La postura revelaba por qué había estado sacudiendo el pie bajo la mesa, y ahora la exhibía con audacia. La cresta de su masculinidad proyectaba hacia delante los pantalones verdes, y Rye vio que la mirada de Laura se posaba en ella para luego volver a su boca.
– Pensé que nunca me lo pedirías -respondió con voz ronca. Se detuvieron al borde del abismo, estirando ese último momento para gozar por anticipado del abrazo antes de que comenzara de verdad.
– Entonces, ven aquí y empecemos.
Pero se movieron al unísono, encontrándose a mitad de camino, corazón a corazón, boca a boca, hombre contra mujer en una unión prefijada por años durante los cuales ni los giros adversos de la fortuna consiguieron separarlos. Las lenguas impacientes, miembros resbaladizos y sedosos, se encontraron uniendo a marido y mujer en una imitación oral de lo que vendría. El beso empujó hacia atrás la cabeza de la mujer contra el hombro sólido, y Rye se cernió sobre ella detectando su sabor, su textura y esa esencia de laurel atrapada en su ropa.
El olía a tela de lino limpia, y su cuerpo parecía haber retenido el punzante perfume de la madera de las tablas de encina y de cedro con que trabajaba desde hacía años.
Bajo la ropa, Laura sintió el cuerpo cálido, la carne flexible cuando deslizó el brazo entre la chaqueta suelta y el chaleco ajustado, contorneando el torso ancho, abriendo la mano sobre la seda que se tensaba entre los omóplatos por el modo en que él se inclinaba para abrazarla.
Durante largos meses pusieron a prueba su rectitud una y otra vez, pero ya no había restricciones, y no era necesario que las manos se demoraran. Las del hombre se ahuecaron sobre los pechos que las aguardaban, y las de ella tantearon y acariciaron la cálida columna de carne que constituía el estómago de Rye.
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