LaVyrle Spencer - Dos Veces Amada

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Después de esperar durante un año el regreso de su amado esposo, la joven y encantadora Laura recibe la noticia de que el barco en el que él viajaba ha naufragado con todos sus ocupantes. Dan, el mejor amigo de Rye, se convierte para Laura en el puntal que la ayuda a seguir adelante en los momentos más oscuros y terribles. Acabará siendo un buen padre para su bebé y un amante esposo que logrará conquistar su destrozado corazón.
Laura consigue así su segunda oportunidad, sin sospechar que un marinero curtido por el sol volverá a tocar puerto tras cinco años de ausencia: Rye ha vuelto a casa, sano y salvo, dispuesto a recueprar a su esposa y a su hijo.
Una historia palpitante e inolvidable que emocionará al lector y le hará vivir momentos de intenso desgarramiento. Una vez más, la autora penetra en la psicología de unos personajes maltratados por el destino, se enfrentarán a disyuntivas de difícil resolución y se verán obligados a navegar en las procelosas aguas de una pasión que sigue viva.

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Laura sintió cómo martilleaba el corazón de Dan contra sus pechos, hasta que se echó atrás para mirarlo en la cara. Tenía los labios apretados entre los dientes, pero le temblaban las aletas de la nariz y parpadeaba sin cesar. Laura le apoyó la mano en la mejilla, y dijo con voz trémula:

– Adiós, Dan.

Al parecer, él no confiaba en su propia voz. Luego, para perplejidad de Laura, la atrajo repentinamente hacia él y la besó en la boca. Cuando la apartó, las lágrimas de ella habían mojado las mejillas de él, y la mujer advirtió que Josh estaba junto a ellos, mirándolos.

Rye y Dan se estrecharon las manos con vigor, y las miradas se unieron en una última despedida.

– Cuídalos, amigo mío.

– Sí, puedes estar tranquilo.

Las voces estaban roncas por la emoción, y las manos de los dos se apretaban con tanta fuerza que los nudillos estaban blancos.El capitán Silas gritó desde la pasarela:

– Tenemos que respetar el horario. ¡Todos a bordo!

Rye alzó a Josh en los brazos y el niño, desde el hombro sólido del padre, miró a su papá. Las lágrimas resbalaron por las mejillas pecosas, y la cresta de gallo en la coronilla rubia se balanceaba al ritmo de los pasos que lo alejaban. También Laura sintió el apretón de Rye en el codo, y pasó ante el mar de cara hacia el barco con los ojos ya cegados por las lágrimas.

Rye, con Josh en brazos, Laura a un lado y Josiah al otro, estaba de pie junto a la baranda del vapor. Ship, que se apretujaba entre ellos gimiendo, dio un salto y logró apoyarse con las patas delanteras en las tablas de la cubierta de babor. Se oyó un estrépito metálico, hubo una sacudida, y el imponente vapor empezó a moverse con desgana, vibrando hasta que el ruido metálico indicó que iba adquiriendo velocidad y se convirtió en el latido incesante del navío.

Cada uno de los viajeros había identificado un rostro en el que fijar la vista. Para Josh, era el de Jimmy Ryerson, que agitaba frenético una mano y con la otra se enjugaba los ojos. Para Laura, el de Jane, con su hijo menor en brazos y la mejilla apretada contra la pequeña cabeza. Para Rye, el de Dan, que había recogido el sombrero y olvidó volver a ponérselo. Josiah, en cambio, apartó la vista de los rostros que se veían en el muelle y la elevó sobre la cima de la cabaña de carnada y más allá de la tienda de velas hasta el tejado de una pequeña construcción de madera que apenas se divisaba a lo lejos. Apoyando la mano en la cabeza de Ship, la acarició, distraído. La perra gimió, levantó hacia el viejo los ojos de mirada doliente y luego observó cómo iba escapando la costa, perdida en las brumas de la bahía de Nantucket.

Se quedaron mucho tiempo junto a la baranda, con las miradas enfocadas hacia la popa, hacia la estrecha franja de tierra que amaban. Cuando pasaron los bajíos, tuvieron la impresión de que los dedos de Brant Point y Coatue quisieran hacerlos retroceder, retenerlos. Pero el Clinton enfilaba hacia la boca de la bahía, en dirección a la larga punta de Cape Cod, navegando sin pausa hasta que Nantucket no fue más que un guijarro flotando sobre el agua, y después disminuyó y terminó por desaparecer en un velo de niebla.

Laura se estremeció, alzó la vista y descubrió que Rye la miraba.

– Bueno, ¿quieres ver nuestro lugar?

Nuestro lugar. Si algo podía apartar a Laura de los pensamientos dolorosos, ligados al hogar que acababan de abandonar, eran esas dos palabras.

– Creo que será conveniente, pues pasaremos dos semanas ahí.

Los cinco pasajeros se dirigieron a la zona bajo cubierta. El Clinton era bastante menos lujoso que el vapor Telegraph pues, si bien tenía capacidad para treinta pasajeros, como su misión principal era transportar carga, los lugares destinados a los pasajeros no podían ser calificados de camarotes. Rye los condujo a dos habitaciones que eran poco más que divisiones del espacio hechas con delgadas mamparas.

Cuando abrió la puerta y retrocedió hacia la estrecha escalera, Laura espió dentro y, para su desánimo, se encontró con un par de camastros simples uno sobre otro, un pequeño banco atornillado a la pared, un pequeño anaquel más arriba y una lámpara de aceite de ballena que se balanceaba, pendiente de una viga. En eso, atrajo su vista su propio baúl, junto al arcón marinero de Rye.

Antes de que pudiese reaccionar, Josh la empujó desde atrás.

– ¡Déjame ver!

Abriéndose paso a empellones, se dirigía al cubículo cuando una mano en la cabeza lo retuvo y le hizo darse la media vuelta.

– ¡No tan rápido, jovencito! ¡El tuyo es el de al lado!

El corazón de Laura dio un vuelco, y se preguntó si Josh protestaría por ser separado de ella en un ambiente extraño y en medio de sucesos novedosos. Pero no tuvo mucho tiempo para titubear, porque se produjo un momento de confusión cuando se metió en el cuarto para dejar pasar a los otros tres más la perra por el estrecho pasillo hasta la puerta siguiente.

– Tú y Josiah compartiréis este camarote -oyó decir. Asomó la nariz por la puerta y vio un recinto idéntico al primero.

– ¿Yo y Josiah? -Josh miró a Rye con aire de duda.

– Sí, tú y Josiah.

– ¿Y mamá, dónde estará? -En la puerta de al lado. Rye indicó con la cabeza la puerta vecina.

– Ah.

Al percibir la falta de entusiasmo del chico, Josiah habló con su perezoso acento de Nueva Inglaterra:

– Joshua, aquí tengo algo que quería enseñarte.

Josh miró a su madre con expresión escéptica. Para Laura, representó uno de los momentos más incómodos de su vida: ¡esperaba la aprobación del hijo para dormir con el padre! En ese momento, Josiah sacó una caja pequeña de cartón, con orificios a los lados. Se sentó en el camastro de abajo, se concentró en la caja y poniendo una mano encima, como si fuese la caja de un mago y logró captar la atención de Josh.

– ¿Qué es?

El niño se acercó más a la rodilla del abuelo.

– No es gran cosa, sólo un par de pequeños compañeros para este viaje tan largo.

Las manos del anciano levantaron la tapa y, desde adentro de la caja, llegó un dúo de píos.

– ¡Pollos! -Impaciente, Josh ya extendía la mano, sonriente y vocinglero-. ¿Y podemos mantenerlos aquí, en el barco?

– Más nos valdrá. Por lo que sé, en Michigan no hay pollos. Por eso pensé que sería conveniente empezar a criarlos ya mismo, así tu madre tendrá huevos para cocinar.

Ship se adelantó y fue a olfatear a la pequeña bola de pelusa que Josh tenía en la mano. El niño ya se había olvidado de Rye y de Laura. Josiah metió la mano en el bolsillo de la pechera, sacó la pipa fría, se la metió entre los dientes y se dedicó a observar al nieto, a los pollos y a la perra. Levantó hacia Laura la mirada tranquila, y continuó, con su acento pausado:

– Joshua, me vendría bien un poco de ayuda para mimar a estos pollos, así que espero que a tu madre no le moleste que duermas aquí, con ellos.

Josh giró y casi se subió a las faldas de la madre, en un desborde de entusiasmo:

– ¿Puedo? Por favor, ¿puedo? Yo y… yo y el abuelo tenemos que cuidarlos, mantenerlos abrigados y todo eso, ¡y vigilar que Ship no se los coma!

Rye y Laura rompieron a reír. Captando la mirada de Josiah, Laura vio que le guiñaba un ojo, y deseó que entendiese el mensaje silencioso de agradecimiento que le enviaba.

– Sí, claro que puedes, Josh.

El chico se dio la vuelta de inmediato hacia la caja que reposaba sobre las rodillas del abuelo.

– Tenemos que ponerles nombre, ¿no es cierto, abuelo?

– ¿Nombre a los pollos? ¡Jamás oí hablar de pollos con nombre!

– Bueno, ya veo que no nos necesitáis, de modo que iremos a instalarnos en el cuarto de al lado.

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