LaVyrle Spencer - Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente.
Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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Era casi de noche. Anna no se cuestionó, en ese momento, dónde Karl pasaría la noche antes de salir para el pueblo. Cuando tomó conciencia de ello, se derrumbó sobre el colchón de chalas y lloró a lágrima viva.

El pobre James se quedó con las manos colgadas a los costados de su cuerpo hasta que ya no pudo seguir soportando ver y oír a su hermana en ese estado. Impotente, salió para trepar por la escalera hasta su desván. Allí, por fin, él también pudo llorar.

Capítulo 17

Era la primera vez que Karl se sentía contento de dejar su hogar desde que lo había construido. Observaba las anchas grupas de Belle y de Bill, una y otra vez, y tenía que hacer un esfuerzo para aflojar las riendas. Trató de borrar de su mente las duras palabras de Anna y luego se esforzó en recordar exactamente cómo las había pronunciado. Trató de olvidar sus propias respuestas agresivas. Después, de un modo más humano, pensó en otras respuestas que podía haber dado -más agudas, más hirientes, más justas- y que hubieran servido mejor para ponerla en su lugar.

Se preguntó cuál era el lugar de Anna. Se dijo a sí mismo que había cometido un error en traerla aquí. Pensando en el muchacho, reconoció que había estado mal. Las palabras crueles que le había dirigido a James le producían a Karl un dolor como no recordaba haber sentido en mucho, mucho tiempo. ¡Cuán injusto había sido con el chico, al reprenderlo por algo que, en realidad, existía entre él y Anna! Hasta ahí Anna tenía razón. Había tratado a su hermano de una manera imperdonable.

Karl admitió que quería al muchacho como si fuera un hijo. Durante todo el verano, había sido algo muy lindo tener a James trabajando a su lado; el chico lo seguía con esos ojos tan abiertos que hablaban de lo ansioso que estaba por aprender, por complacer. Y qué bien se había desempeñado. No había nada por lo que Karl pudiera culparlo.

Pero cuando pensó acerca de Anna, Karl descubrió que estaba más dispuesto a poner el peso de la culpa en ella que en él mismo. Las hirientes palabras que la muchacha había dicho le quemaban las entrañas. Lo había llamado sueco enorme y estúpido y lo había provocado con la imitación de su idioma.

“Soy sueco”, pensó. “¿Está mal que hable mi idioma nativo con los Johanson? ¿Que traiga apenas algo del lugar que amé, que todavía amo, del lugar donde nací? ¿Está mal que me siente a su mesa y coma las comidas que me traen la imagen de mi madre cocinando, poniendo la comida sobre la mesa, dándole un ligero golpe en la mano a cualquiera que se acercara a un bol antes de que papá se sentara?”

Añoraba el solaz que le brindaba su padre, tan comprensivo; Karl nunca llegaría a ser tan buen maestro como él. Si su padre estuviera allí, le ayudaría a ver las cosas con mayor claridad. Su padre acostumbraba fumar su pipa, mientras se tomaba el tiempo para reflexionar, pesando un lado y otro de cualquier cuestión, antes de dar un consejo. Papá le había enseñado que ése era el camino más sabio. Sin embargo, hoy Anna se había burlado de esa lentitud deliberada, llamándolo estúpido.

Pero lo que más le dolió fue lo último que Anna dijo sobre el oso, al insinuar que él se preocupaba tan poco por ella, que una cosa así no le importaría. Karl sabía que sus palabras eran armas, armas que Anna esgrimía por instinto, sin premeditación. No obstante, como cualquiera que se siente lastimado por las palabras de otro, Karl no podía admitir ningún justificativo.

En lo de los Johanson, las velas estaban ardiendo en la nueva casa de troncos y todo el mundo estaba sentado a la mesa. Cuando oyeron la carreta de Karl detenerse, la familia entera dejó la comida para recibirlo y hacerlo entrar.

– Hola, Karl. Esto es una sorpresa -saludó Olaf.

– Pensé que podríamos salir más temprano por la mañana, si venía aquí y dormía, quizá, en tu carreta esta noche.

– Pero, por supuesto, Karl, seguro. Pero no dormirás en ninguna carreta; dormirás en la casa que ayudaste a construir.

– No, no quiero incomodar a nadie -les aseguró.

– Si quieres incomodar a alguien, ¡prueba a dormir en la carreta, Karl Lindstrom! -lo regañó Katrene, sacudiendo un dedo delante de él, como si fuera un chico travieso.

La mesa era como la de su propia familia en Suecia. Había muchas risas, mucha comida, muchas sonrisas, manos grandes que iban de un lugar a otro, un buen fuego ardiendo y, como un regalo para los oídos de Karl, su querido idioma sueco.

Karl se encontró más consciente que nunca de la presencia de Kerstin. Siempre la veía como un miembro más de la familia. Pero la injusta acusación de Anna lo hizo verla con otros ojos. Kerstin se reía cuando iba a buscar más comida a la repisa de la chimenea, y le tiraba del pelo a Charles cuando él la retaba por dejar que los boles se vaciaran. El resplandor del fuego iluminaba la corona dorada de sus trenzas, y Karl se encontró pensando si Anna no tendría razón: ¿habría estado todo el tiempo consciente de la feminidad de Kerstin? Cuando la joven se inclinó hacia adelante entre dos amplios hombros para ubicar un bol de madera en la mesa, Karl divisó el perfil de su pecho contra la luz del fuego. Pero Kerstin pescó la mirada cuando se volvió, y rápidamente Karl puso sus pensamientos donde debían estar.

Cuando acabó la cena, llegó el goce supremo de compartir la pipa. El fragante humo vagaba por el ambiente -epílogo de la cena, preludio del atardecer- mientras las mujeres ponían la cabaña en orden; lavaron los platos y barrieron el piso con una escoba de varas de sauce. La charla se demoraba. Katrene, Kerstin y Nedda se quitaron el delantal; Karl recordaba muy bien que eso hacían su madre y sus hermanas. Siempre usaban un delantal muy adornado, como el que se había quitado Kerstin.

– Papá -dijo ella en ese momento-, ya has llenado de humo la nariz de Karl por un largo rato. Quiero llevarlo afuera para que tome aire fresco por un rato.

Karl miró a Kerstin, sobresaltado. Nunca habían estado solos antes. Pensó que estar juntos ahora, después de lo que había estado pensando durante la cena, no era una buena idea.

– Ven, Karl, quiero mostrarte el nuevo corral que hicimos para los gansos -dijo ella, indiferente. Tomó su chal y salió de la casa, con lo que no le dejó a Karl otra opción más que seguirla.

¿Qué podía hacer sino excusarse e ir tras ella? Las tablas de madera recién cortadas se veían blancas bajo el cielo del atardecer. Sí, había un nuevo corral pero no fue acerca de eso de lo que hablaron.

– ¿Cómo está Anna? -comenzó Kerstin, sin ningún preámbulo.

– ¿Anna? -preguntó Karl-. Anna está bien.

– ¿Anna está bien? -repitió Kerstin, pero la inflexión de su voz dejó a las claras lo que quería decir-. Karl, tu casa no está a más de media hora del camino. No había necesidad de que ahorraras media hora, quedándote en nuestra casa esta noche.

– No, es verdad -admitió.

– Entonces -continuó Kerstin-, yo tenía razón. Anna no está tan bien como quieres que yo crea.

Karl asintió con la cabeza. Los gansos emitían suaves cloqueos al acomodarse con sus regordetes pechos que parecían inflarse aún más en tanto se acuclillaban sobre la tierra. Había una pareja, un ganso y una gansa. Karl los observó mientras se contorsionaban buscando confort, acurrucados muy cerca uno del otro hasta que, finalmente, el ganso cobijó la cabeza bajo el ala de la gansa.

– Karl, debo preguntarte algo -dijo Kerstin en un tono natural.

– Sí… -dijo Karl, distraído, sin dejar de observar a las aves.

– ¿Yo te gusto?

Karl sintió el calor subirle por el cuello aun antes de mirar a Kerstin directo a los ojos.

– Bueno… sí, por supuesto que me gustas -contestó, sin saber qué otra cosa decir.

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