LaVyrle Spencer - Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente.
Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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– Gracias, Kerstin. Siempre estás sacándome de algún apuro.

– Para eso están los vecinos.

Después de eso, Anna y las mujeres pasaron un día agradable, conversando acerca de incontables temas.

Mientras tanto, los hombres estaban afuera, completando el trabajo de las tejas y el piso. Al finalizar el día, se volvió a sacar el violín y el baile sirvió de bautismo para otra nueva casa. Hasta el baile irritó a Anna, sin embargo. Se sintió otra vez inferior frente a las otras mujeres. Para colmo, cuando Karl bailó con ella, se mantuvo a distancia, como si Anna fuera a quemarlo o algo parecido. Lo único que pudo hacer fue hervir de indignación, pero en silencio.

“¿Qué se cree? ¿Que se contagiará de mis pecados, si se acerca demasiado?” pensó.

Estaban tratando de retomar el aliento entre danza y danza cuando Katrene preguntó:

– ¿Cuándo piensan mudarse, Karl?

– No antes de instalar las ventanas y colocar la puerta.

– ¡Ventanas! -exclamó Katrene.

– ¿Van a tener ventanas? -preguntó Nedda-. ¿Ventanas de vidrio ?

– Por supuesto que tendré ventanas, tan pronto como haga el viaje a Long Prairie para comprar los marcos y los cristales -afirmó Karl.

Esto fue una completa sorpresa para Anna. Suponía que tendrían el mismo material opaco que en la casa de adobe. Karl nunca había mencionado que tenía la intención de colocar ventanas de vidrio.

– ¡Oh, qué suerte tienes, Anna! -dijo Kerstin, obviamente impresionada.

Las ventanas de vidrio eran el mayor lujo al que se podía aspirar en la frontera. No era un secreto que los indios no podían ni siquiera creer en la existencia de un material a través del cual una persona pudiera ver. Los indios se pasaban horas, mirando asombrados cualquier ventana de vidrio que encontraran.

– Ya lo creo que tienes suerte -agregó Katrene como un eco a las palabras de su hija-. Creería estar viviendo en un castillo, si Olaf me comprara ventanas de vidrio.

– No me dijiste que querías ventanas de vidrio cuando pasamos por Long Prairie, madre -dijo Olaf.

– Creí que costarían más dinero del que podíamos gastar.

– Pero te pregunté qué querías cuando estuvimos allí. Debiste haber dicho: “Ventanas de vidrio, Olaf.” -Le guiñó un ojo a Nedda, quien le devolvió el guiño-. Si tu madre juega bien sus cartas, tal vez tenga sus ventanas de vidrio.

– ¡Olaf Johanson, te estás burlando de mí! ¿Has decidido que tendremos ventanas de vidrio?

– No, creo que iré con Karl sólo para tomar un poco de aire.

– Olaf Johanson, no sé si alguna vez conocí a algún sueco tan testarudo. Sabes que te sugerí las ventanas cuando estuvimos en Long Prairie -dijo Katrene, pero se rió, como era habitual en ella.

– Pero entonces no sabía que íbamos a tener vecinos ante los cuales tendríamos que presumir.

Katrene se acercó a su marido con un puño levantado y cuando la pelea acabó, estaban bailando otra vez, acompañados por el violín de su hijo.

Más tarde en la cama, Anna dijo en voz baja:

– ¿Karl?

– ¿Mmmm?

Anna imitó el acento sueco de Katrene Johanson cuando dijo:

– No me diji-i-i-iste que tendríamos ventanas de vi-i-i-drio.

– No me preguntaste -contestó él. Había una sonrisa en su voz, pero siguió estando ausente.

Los intentos de Anna para conquistarlo con humor se vieron frustrados, y su impaciencia fue en aumento. Una vez más, Katrene y Kerstin se habían lucido en la cocina como Anna nunca soñaría con poder hacerlo.

El viaje al pueblo no se hacía sin un plan preconcebido. No se iba allí con frecuencia, pues el trayecto era bastante largo. El verano se acercaba a su fin. Aunque estuvieran ansiosos por traer sus ventanas de vidrio, no se hacía un viaje sin tener en cuenta, al mismo tiempo, otros negocios importantes en Long Prairie. En consecuencia había que esperar la cosecha.

El trigo ya estaba maduro y había que segarlo para llevarlo al molino y obtener la provisión de harina para el invierno, mientras Karl estaba en la ciudad. El arroz de la India y las bayas de arándano eran productos rentables y fáciles de obtener en las tierras de Karl. Esta fruta, en particular, tenía mucha demanda en el Este y reportaba un dólar el bushel, mientras que las papas reportaban sólo catorce centavos el bushel. Estas últimas se reservaban para el uso familiar en invierno, junto con los nabos y las rutabagas, que se podían recoger más tarde. La cosecha rentable y los cereales comestibles debían recolectarse con prioridad.

Karl, James y Anna comenzaron por segar y rastrillar los campos de trigo; era una tarea cansadora, a pesar de que contaban con una plantación chica. Karl, que manejaba la guadaña, cruzaba una y otra vez el terreno con esos dientes gigantes y curvados moviéndose delante de él, mientras balanceaba los hombros al sol, rítmicamente. Los dientes del rastrillo eran de acero macizo, y el mango, de fresno verde y resistente, era también muy pesado.

Anna admiró, una vez más, la resistencia de su esposo. La guadaña maciza parecía una extensión del hombre. Como un enchufe con la corriente conectada, una vez que la herramienta tocaba sus manos, Karl la esgrimía sin ninguna queja, con ritmo inquebrantable durante horas y horas.

El trigo se liaba en haces que se ataban con tiras de fibra sacadas del propio cereal. “Pero no se atan solos”, pensaba Anna, dominada por el cansancio. El trabajo requería mucho inclinarse y agacharse, aunque no tanto músculo como segar y pasar el rastrillo.

Si segar y enfardar quebraban la espalda, desgranar el cereal lo dejaba a uno sin alma. Anna estaba en el claro, azotando los granos sobre la tierra, cubierta con una tela muy fina; la muchacha juró que, de ahora en adelante, comería pan sólo día por medio para ahorrar harina, al ver el trabajo que daba producirla. Nunca le habían dolido tanto los hombros como después de golpear los granos con el mayal.

Pero al fin las bolsas de arpillera estuvieron llenas y listas para ser cargadas; Karl anunció que lo que quedaba por hacer era recoger las bayas silvestres, y emprendería el viaje hacia el pueblo.

Las bayas estaban bosque adentro, donde no existían senderos. Karl había ideado una narria, que podía ser tirada por un solo caballo, a través del bosque, cargada con las canastas de fruta. Karl y sus dos ayudantes recogieron las bayas con las manos y tuvieron muchos visitantes curiosos durante los días que se ocuparon de esa tarea. Los pantanos parecían ser el lugar favorito de muchos animales salvajes que estaban, tal vez, enojados porque los saqueadores humanos venían a usurparles su comida. Karl tenía su arma a mano, mientras recogían la fruta, siempre alerta para alejar a los osos negros, que consideraban suyo ese territorio.

Un día, cuando el grupo estaba atareado recogiendo las bayas, James preguntó:

– ¿Por qué no nos mudamos a la cabaña, Karl?

– Porque todavía no está terminada.

– ¡Pero está terminada! Sólo le faltan la puerta y las ventanas. -No podemos vivir en una casa sin puerta, y yo he estado demasiado ocupado como para hacerla. Y sin ventanas, está muy oscuro adentro. Tendríamos que usar muchas velas.

– Las ventanas de la casa de adobe son tan gruesas, que tampoco entra mucha luz por ellas. Además, allí también usamos velas.

– Es costumbre hacer la puerta al final -dijo Karl, inflexible-, y no puedo hacer la puerta, si todavía no tengo las ventanas.

– Bueno, yo me mudaría a la cabaña solo, aun sin puerta ni ventanas. ¡No puedo esperar!

Karl le echó una mirada a Anna, pero ella seguía recogiendo bayas y parecía no haber oído nada.

– Cuando la puerta se cierre por primera vez, será con la casa terminada. Le prometí a Anna un armario para la cocina, que todavía no hice.

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