LaVyrle Spencer - Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente.
Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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Dejaron que el silencio cayera sobre ellos. Se sintieron embargados por pensamientos densos e indeseados, mientras seguían sentados en el borde de la cama, con el brazo de Karl aún cruzado sobre el pecho de Anna.

Anna se sentía agotada, vencida por un cansancio tal, que el trabajo de la cabaña y de la huerta parecía leve en comparación. Al volcar la cabeza hacia adelante, sus labios descansaron sobre el grueso antebrazo de Karl y pudo sentir, entonces, el vello sedoso y la firmeza del músculo. ¡Cuánto hacía que sus labios no lo tocaban!

La voz de Karl llegó al fin, lenta, cansada y abatida.

– Anna, lo entiendo mejor ahora. Pero debo pedirte que tú también comprendas lo que me pasa a mí; lo que me enseñaron a creer, en cómo eran mamá y papá. Fue una educación totalmente diferente de la tuya. Las reglas por las que yo me guiaba no permitían la existencia de un modo de vida como el de tu madre. Tenía la edad que tú tienes ahora cuando me enteré de esas cosas. Y ahora, he aprendido tanto y en tan poco tiempo, que debo pasarlo todo por un filtro y acostumbrarme a ello. Llegar a admitir verdades como la tuya, me pone en lucha conmigo mismo y debo encontrar mis respuestas. Necesito más tiempo, Anna. Te pido que me des más tiempo, Anna.

Sintió impulsos de besar su pelo, pero no pudo hacerlo. Las imágenes que Anna acababa de presentarle eran demasiado frescas y dolorosas. Habían abierto heridas que necesitaban cicatrizar.

– James me decía todo el tiempo que tú eras un hombre bueno, que debía contarte la verdad de una vez, toda la verdad quiero decir. Pero James ignora lo que acabo de contarte.

– Es un buen muchacho. Nunca lamenté que lo hubieras traído.

– Haré cualquier cosa para que llegues a sentir lo mismo sobre mí. No soy demasiado buena para lo que se hace aquí, pero haré lo imposible para aprender.

Anna no pudo dejar de pensar en Kerstin, con sus rubias trenzas, su ropa impecable, sus cualidades y su idioma sueco. Y en… por lo que parecía… su virginidad. Todas esas cosas Karl las habría encontrado en una esposa, si sólo hubiera esperado otro mes antes de hacer venir a Anna.

Karl respiró profundamente.

– Sé que lo harás, Anna. Ya lograste mucho. Has aprendido bastante y te empeñas tanto como tu hermano. Lo puedo ver con mis propios ojos.

– Pero eso no es suficiente, ¿no?

Como respuesta, Karl le dio un apretón en el brazo y retiró luego el suyo.

– Debemos tratar de dormir un poco, Anna. Ha sido una jornada muy larga.

– Muy bien, Karl -dijo obedientemente.

– Ven, métete en la cama y trata de dormir.

Karl sostuvo la manta y Anna se deslizó de su lado. Se quitó enseguida la ropa y se acostó de espaldas, con un suspiro de cansancio. Esos días, Karl usaba su ropa interior como una armadura.

No fue solamente el aguijón de los mosquitos lo que mantuvo despierta a Anna. Fue también el aguijón del arrepentimiento.

Capítulo 16

Si bien Anna y Karl no habían llegado a una reconciliación, alcanzaron, por lo menos, un status quo que mantuvieron durante el día siguiente. La escueta verdad acerca de Boston, revelada por Anna, significaba una tregua, después de la cual ella esperaba una total amnistía. Pero Karl esperaba su oportunidad, reflexionando sobre todo lo que Anna había dicho, y tratando de aceptarlo.

Al día siguiente llevó de pesca a Anna y a James. Era la actividad perfecta que Karl necesitaba para darse tiempo a pensar. Pasaron un día que, según Karl estimó, estaba lejos de ser desagradable, salvo por las picaduras de mosquitos de Anna. Atribuyó su mal humor a las molestias que le producía la intensa comezón, mientras su cuerpo reaccionaba a las toxinas a las que estaba desacostumbrado, por ser Anna natural del Este. No mejoró en nada el estado de ánimo de la muchacha, cuando Karl le dijo que a medida que pasara el tiempo, aumentaría su inmunidad a las picaduras. Cerca del mediodía el cuerpo le picaba como si tuviera sarna. Probó con la pasta de bicarbonato pero la ayudó muy poco. Ya entrada la tarde, comenzaron a aparecer en su piel heridas en carne viva, de tanto rascarse; Karl se apiadó de Anna y anunció que iría hasta lo de Dos Cuernos para preguntarle a su esposa qué podría aliviar las picaduras de Anna.

Volvió con una gavilla de maíz que descascaró, desgranó y molió en un molinillo de especias. Raspó una pala chata hasta que quedó bien limpia, esparció sobre ella los granos de maíz molido y la puso al fuego hasta que los granos comenzaron a saltar con el calor. Luego tomó una plancha fría y aplastó el maíz caliente hasta que despidió un aceite liviano de olor agradable. Cuando el aceite se enfrió, le dio instrucciones a Anna para que se lo aplicara sobre la piel.

Pero no se ofreció a curar las lastimaduras en la espalda. A Anna le disgustaba tener que pedírselo. ¡Él sabía muy bien que ella no podía sola! De pie, con la camisa levantada, sosteniéndola detrás del cuello, oyó a Karl decir, cerca de ella:

– La esposa de Dos Cuernos me encargó que le dijera a Mujer Tonka que se bañara en una solución de agua y tabaco indio la próxima vez que saliera a recoger frutillas, así los mosquitos no la picarán.

– Me imagino que le habrás dicho que no será necesario, ya que Mujer Tonka no estará tan ansiosa de recoger frutillas de ahora en adelante.

Cuando fueron a la cama, Anna lamentó su hiriente comentario. Como compensación, agradeció a Karl por haberle pedido ayuda a los indios y preparado el aceite. Pensó que él, tal vez, le daría un beso y le diría que no había sido ninguna molestia. Pero sólo comentó:

– Los indios tienen una respuesta para todo. Buenas noches, Anna.

Ella se preguntó con rabia si los indios tendrían una respuesta para un marido testarudo que jamás cedía. Anna había pedido disculpas, explicado, suplicado; sin embargo, Karl se negaba a perdonarla. ¡Esa amable consideración la estaba matando!

¡Maldito él y su aceite de maíz! ¡Ella no quería su aceite, lo que quería era su sudor! ¡Y lo quería en su propia piel!

El día siguiente, cuando los Johanson vinieron, como habían prometido, a ayudar con la cabaña de los Lindstrom, Anna estaba por estallar de furia. Después de la fría despedida de Karl, la noche anterior, hubo momentos en que Anna odió a su esposo, y otros, en que se odió a sí misma. Su preocupación era quedar como una tonta incompetente cuando tuviera que preparar la comida para ese batallón de gente. También la preocupaba parecer un marimacho al lado de Kerstin, siempre tan impecable. Pensaba, además, que se vería muy irlandesa junto a Kerstin, tan rubia y tan sueca. Otra de sus preocupaciones era sonar tan inglesa en medio de todos los Johanson.

Pero Katrene y Kerstin le dieron una sola mirada al día siguiente, y la primera de sus preocupaciones se disipó. Daba tanta lástima verla con la piel llena de ronchas y costras, con sus manos estropeadas por el mal de la pradera, que madre e hija se ofrecieron a trabajar en la cocina y preparar la comida. Al observar a las dos mujeres suecas trabajar en la cocina como si hubieran nacido para ello, Anna se sintió, una vez más, torpe, estúpida y más irritable que nunca. Les dejó el mando y ella se ocupó de las tareas menores.

Katrene le sugirió a Anna que se aplicara en las manos una mezcla de cera de abeja tibia y aceite dulce; la muchacha se sintió culpable por su irritabilidad ante esta mujer tan bien intencionada. Cuando le dijo que no sabía si Karl tenía aceite dulce, Kerstin, de inmediato, se lo ofreció.

– Si no tiene, ven hasta mi casa y yo te daré un poco.

Las defensas de Anna se derrumbaron ante este generoso ofrecimiento. Kerstin era una mujer dulce y cálida, totalmente inmerecedora de las ásperas críticas mentales que Anna había estado acumulando contra ella.

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