– No sé qué es eso.
– Pero Nedda, ¡eres un año mayor que yo!
– Pero no me doy cuenta de lo que es. Mi inglés no es aún demasiado bueno. Hay palabras que todavía no aprendí. James buscó algún modo de explicarle. Nedda comprendió su problema y dijo:
– No importa, James.
– Bueno, pero le importa a Karl. Y si no lo supiera, todo andaría bien entre él y Anna. Al mismo tiempo, no pienso que Karl se vuelva contra Anna, si no le gusta nuestra madre. Es un hombre justo. No lo haría.
– Quieres mucho a Karl, ¿no?
– Casi tanto como a Anna. Es… -Pero era imposible resumir todo lo que sentía por Karl-. Nos brindó el único hogar que alguna vez tuvimos. Sólo deseo que hagan las paces y sean otra vez felices.
– Se arreglarán, James. Sé que se arreglarán.
James se volvió para mirarla de frente.
– Gracias por escuchar, de todos modos, y por ayudarnos a encontrar a Anna.
– No seas tonto.
– Me imagino… me imagino que quedé como un tonto, por la manera en que me comporté cuando encontramos a Anna, pero, bueno…
Le dio vergüenza que Nedda lo hubiera visto aferrarse a las faldas de su hermana, como un bebé.
Pero Nedda le dijo algo maravilloso que le hizo olvidar cómo se había aferrado a su hermana y había llorado.
– ¿Sabes una cosa, James?
– ¿Qué?
– Estoy contenta de que esto haya ocurrido.
– ¿Contenta?
– Sí. Porque hiciste todo el camino hasta mi casa solo, en la oscuridad.
– No es tan lejos -dijo James con orgullo disimulado.
– En la oscuridad… y solo -insistió ella.
– ¿Por qué estás contenta?
– Porque ahora que lo hiciste una vez, lo puedes hacer en cualquier momento… Venir a casa, quiero decir.
– ¿Puedo?
– Seguro. No hace falta que esperes que Anna y James vengan. Te veo pasado mañana, James.
Luego se unió a su familia y James los acompañó hasta la carreta.
Cuando los Johanson se fueron, Karl le dio una gran palmada en el hombro.
– Hiciste el trabajo de un hombre, hoy -le dijo para halagarlo.
– Sí… señor -replicó James, incapaz de expresar todo lo que tenía en su corazón.
Quedaron un momento en silencio antes de que Karl le dijera:
– Nedda es una encantadora muchachita.
– Sí… señor -dijo James otra vez. Tragó saliva y agregó, juicioso-: Me gustaría ir a ver a Belle y a Bill ahora, si no te importa, Karl.
– No hay problema. Trata de no fumar la pipa allí afuera, como hago yo. A tu hermana no le gustaría.
– No te preocupes. Tengo que reflexionar.
– Dejaré la puerta sin traba.
– Buenas noches, Karl.
– Buenas noches, muchacho.
Desde la cama, Anna observó a Karl cuando entró. Él caminó hacia la chimenea y allí se detuvo. Apoyó las mejillas en ambas manos, hundió las yemas de los dedos en sus ojos y suspiró profundamente mientras arrastraba las manos por su rostro y las dejaba caer. Tenía los hombros echados hacia adelante.
– ¿Karl?
Karl volvió la cabeza.
– Anna, ¿estás despierta? -dijo, y se acercó a la cama.
– Hace rato. Mientras tú y Kerstin murmuraban en sueco afuera. ¿De qué hablaban, Karl?
– De ti.
– ¿Qué decían de mí?
– Dijo que necesitarías bicarbonato para las picaduras. Pero Anna no le creyó. Las lágrimas saltaron de sus ojos.
– Sólo te traigo problemas, Karl. También a los Johanson.
– Son buena gente. A ellos no les importa.
– Pero a mí me importa, Karl. Nunca debí haber venido aquí.
Se puso a observar las rodillas de Karl, de pie al lado de la cama.
Él no supo qué responder. Por un lado, estaba el profundo afecto que sentía por Anna; por el otro, la profunda herida que ella le había infligido. Sí, el dolor persistía. Añoraba los días anteriores al descubrimiento de la verdad.
– Es tarde para pensar en ello ahora -dijo-. Tu cara está todavía manchada con las cenizas, Anna. Es mejor que te laves antes de dormirte otra vez. Hay agua tibia.
Anna tuvo dificultad en incorporarse y Karl la tomó de un codo para ayudarla. El contacto de Karl, esa amable consideración (aunque él no la contradijo cuando ella lamentó haber venido) la llevó al borde de las lágrimas otra vez. Pero pudo controlarse y salió a lavarse la cara, el cuello y las manos en la oscuridad.
Volvió y se ocultó detrás de la cortina para ponerse el camisón. La cortina colgaba ahora como un confalón, y era un constante recuerdo de la noche que Karl la había arrancado para llevarla con ellos al granero.
Estaba esperándola cuando salió.
– Hice una pasta de bicarbonato y agua -dijo-. Te aliviará la comezón por esta noche.
Con timidez se llevó las manos al rostro, tocándolo, sintiéndolo. Aun sin espejo, pudo darse cuenta de que estaba hinchado.
– Estoy hecha un desastre.
– Toma, esto te ayudará.
– Gracias, Karl.
Se sentó en el borde de la cama y se aplicó la pasta en la cara.
– Ten cuidado de que no se te meta en los ojos -le advirtió.
– Tendré cuidado.
Karl se veía impaciente; se sentía torpe parado allí, esperando que ella terminara y se acostara, para meterse él también en la cama.
Anna se aplicó la pasta en la cara, el cuello y el dorso de las manos. Pero la pasta tenía que secarse para resultar efectiva. Sentada allí, esperando, comenzó a mover el cuerpo; intentó alcanzar el centro de la espalda pero no pudo.
– Karl, me picaron por todas partes. Ráscame atrás -dijo, retorciéndose.
Karl se sentó en el borde de la cama, detrás de ella. Mientras él le rascaba la espalda, Anna se rascó un tobillo, los brazos y el pecho.
– Sí. Te atacaron bien, pequeña -dijo. Cuando se dio cuenta de lo que le había dicho, sus dedos dejaron de moverse.
De repente, Anna también se quedó quieta y olvidó las picaduras por el momento, mientras permitía que las caricias la invadieran.
Pero la picazón comenzó otra vez; entonces, le pidió:
– Karl, ¿podrías ponerme pasta en la espalda?
Siguió una larga pausa mientras Karl le miraba los hombros, recordando cómo sus manos los habían acariciado en los momentos de pasión. Por fin, tragó y dijo:
– Pásame el pote.
Anna se lo dio, se desabotonó el camisón y se lo bajó; su espalda quedó descubierta mientras sostenía el camisón sobre los pechos. Desde su distanciamiento, no había quedado tan desnuda ante él. Se imaginó los ojos de Karl contemplando su desnudez, y recordó esas manos tiernas en medio de las caricias; cada día aumentaba su ferviente deseo de que Karl la tocara como antes. Esperó, con el corazón martilleándole en el pecho y los nervios estremecidos, ese primer contacto en su cuerpo después de tantos días solitarios. Cuando llegó, fue frío, y Anna se sobresaltó; enseguida se maldijo e hizo todo lo posible por parecer calma delante de él.
Había ronchas tan grandes como arvejas por toda la espalda, blancas en el centro con un círculo colorado alrededor. Cuando tocó la primera con la pasta fría, Anna echó los hombros hacia atrás.
– Lo siento -murmuró Karl.
Al ver su espalda desnuda, se reavivaron en él anhelantes recuerdos. Se esforzó por mantenerse calmo mientras la masajeaba, cuidando que sus ojos no se detuvieran en la sombra de la columna, donde se hundía el camisón, ni se desviaran más abajo, donde Karl sabía que una incitante sombra lo esperaba. Empastó todas las ronchas que pudo ver. En ese momento, sintió una opresión en el estómago y su corazón comenzó a latir alocadamente, pero levantó el mechón de pelo que cubría la nuca y encontró dos ronchas más.
Anna llevó un brazo hacia atrás y se levantó el pelo de la nuca para que Karl pudiera ver las ronchas ocultas. Con el corazón latiéndole a ritmo acelerado, se preguntó si él la consideraría sensual en esa postura tan seductora. Como si repudiara ese posible pensamiento, Anna apretó aún más el camisón contra sus pechos, anhelando esas caricias que le habían sido prodigadas en un tiempo pasado.
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