LaVyrle Spencer - Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente.
Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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– El b… b… balde se de… derra… mó, Karl.

Karl tuvo que apretar los párpados.

– Lo sé, lo sé -le dijo hamacándola en sus brazos.

– Pe… ero las fru… frutillas…

– Ya habrá otras.

– El arro… yo ib… ba hacia el nor… norte y n… no pude…

– Anna, Anna, ya estás a salvo.

– Oh, Karl. Lo… s… siento. Lo s… sien… to, Karl.

– Sí, Anna, lo sé.

Las lágrimas se le estaban acumulando en el borde de los ojos.

– No… no me de… jes ir, Karl, lo s… siento.

– No te dejaré ir. Ven, Anna, debemos ir a casa ahora.

Pero Anna no podía deshacerse del abrazo. Lloró sin control contra su cuello hasta que Karl, al fin, le dio el rifle a James y levantó a Anna en sus brazos.

Rodeados por las antorchas, la llevó al hogar. Antes de llegar, Anna se quedó dormida en los brazos de Karl, aunque no disminuyó la presión alrededor de su cuello. A pesar de su tamaño y de sus condiciones físicas, Karl también estaba algo flojo, cuando llegó a la cabaña.

Todos seguían ahí, esperando, después de que Karl la acostó en la cama; le deseaban lo mejor, pero no se decidían a partir, por temor a que los necesitaran. Karl les aseguró que habían hecho más de lo necesario y, una vez afuera, les agradeció a todos con apretones de manos y abrazos.

Antes de irse, Olaf sugirió:

– Karl, tal vez no debamos venir mañana a ayudarte con la cabaña. Podemos esperar y venir pasado mañana. Anna no se siente bien y quizá necesite un día de descanso. Quédate con ella hasta que se mejore, y vendremos pasado mañana.

Katrene le aconsejó:

– Aplícale una pasta espesa de bicarbonato de soda sobre las picaduras para que Anna no se sienta tan molesta.

– Sí, Katrene. Voy a hacer lo que me indicas. Y creo que tienes razón, Olaf. Un día más o menos no es tan importante. Terminaremos el trabajo en mi cabaña pasado mañana.

– Todos estaremos aquí entonces, no te preocupes -le aseguró Erik.

Cada uno de los Johanson hizo un comentario reconfortante cuando la familia partía. Charles dijo:

– Descansa ahora y mañana no te esfuerces, tampoco.

Katrene agregó en sueco:

– No te olvides, el bicarbonato de sodio le quitará la picazón.

Karl sonrió y prometió no olvidarse. Leif dijo:

– Estoy seguro de que se pondrá bien, Karl. Todos pensaremos en ella hasta que nos veamos.

– Estaremos aquí con las hachas bien afiladas, pasado mañana, bien temprano -dijo Olaf, y le dio una palmada en la espalda, como si se la hubiera dado a uno de sus hijos.

Erik se demoró.

– Lamento que no hayas sido el primero en encontrarla, Karl.

Sus ojos decían: “Ella no pensaba a quién se estaba aferrando, no lo tomes a mal, amigo”. Los ojos de Karl gratificaron al joven con una sonrisa cansina, que le decía: “No debes preocuparte”.

Por último, se acercó Kerstin. Apoyó el brazo sobre el de Karl y lo miró directo a los preocupados ojos azules. Ella también habló en sueco.

– Karl -dijo-, mamá tiene razón en aconsejarte el bicarbonato, pero eso no arreglará todo lo que anda mal con Anna. Creo que hay algo que no marcha bien en su corazón. Sea lo que fuere, tú eres el que puede ayudarla, Karl.

– No hace mucho que estamos casados -murmuró él-. Hay cosas a las que todavía tenemos que acostumbrarnos.

– No te diré más nada, ahora. Veo que tú también estás confuso. Recuerda sólo esto: las diferencias no se pueden superar, si las guardas adentro.

Sus palabras eran en esencia las mismas que las del padre Pierrot.

– Lo recordaré. Gracias, Kerstin.

Nedda fue la única que no se despidió de Karl, pues ella y James se habían ido caminando hasta el granero, mientras los otros se demoraban en la entrada de la casa de adobe. Estaban de pie debajo de la luz de las estrellas en esa suave noche de verano. Un dormilón cantaba una monótona canción desde la oscuridad de los árboles. Los murciélagos bajaban en picada y barrían el aire, chillando como ratones, mientras los chirridos de los grillos, siempre presentes, sonaban como rasgueos de violines con una sola cuerda.

La mano de James descansaba sobre la cerca; Nedda se animó a apoyar su mano sobre la de él, y le dijo:

– Estoy contenta porque la hemos encontrado. Nunca me imaginé lo terrible que sería perder a un hermano o a una hermana.

– Yo tampoco. Con Anna estuvimos juntos toda la vida. Lo que quiero decir es que ella siempre estuvo allí, cuidándome. No dejé de pensar en ningún momento en lo terrible que sería no tenerla.

Nedda retiró la mano pero siguió observando el rostro de James.

– ¿Dónde están tu papá y tu mamá?

– Mamá murió y mi…

Tragó saliva y tomó la viril decisión de confiarle a Nedda la verdad, sin importarle lo que sintiera. Sabía demasiado bien cómo sus mentiras y las de Anna habían lastimado a Karl. Decidió, por sí mismo ahora, ser sincero desde el comienzo y evitar enredarse en los tentáculos de las mentiras.

– Nunca conocimos a nuestro padre, ni Anna ni yo. Y sería mejor que tú conocieras la verdad, Nedda. Es casi seguro que nacimos de distinto padre. ¿Sabes?, mi madre nunca nos quiso tener, a ninguno de los dos. Por eso Anna y yo tuvimos que mantenernos tan unidos; de lo contrario, hubiéramos estado totalmente solos.

A Nedda la asombró que una madre no quisiera a sus hijos.

– Anna debe de ser muy especial para ti, ¿eh?

– Claro que lo es. -James ni siquiera se dio cuenta de que su respuesta sonaba como si hubiera venido de Karl-. Lo que quiero decir es que, ¡bueno!, es mucho más especial cuando alguien no es de tu propia sangre… ellos…

James no pudo terminar. Recordaba todas las veces que Anna lo había protegido en St. Mark o le había prometido que trataría de encontrar una vida mejor para los dos. Recordó cómo se había negado a dejarlo solo cuando vino a encontrarse con Karl. También pensó en la última vez que la vio apenada, impotente para encontrar una respuesta por sí mismo.

– Te entiendo. Anna no es ni siquiera tu hermana carnal pero te quiere como si lo fuera, ¿no, James?

El muchacho raspó el suelo con la punta de su bota, mirando hacia abajo, dominado por un extraño sentimiento de inquietud. Asintió con la cabeza. Se quedó pensando un momento y luego preguntó, con tristeza, mientras miraba las estrellas:

– Nedda, ¿qué hace que la gente que se quiere no desee que el otro lo sepa?

– ¿Te refieres a tu madre?

– ¡No, no a ella! Nunca me importó un comino. Es de Karl y de Anna de quienes hablo. Hay… hay algo que anda mal entre ellos y daría cualquier cosa para ayudarlos, pero no sé cómo. ¡Diablos! Tampoco sé de qué se trata.

– ¿Se pelean?

– Ahí está lo inexplicable. ¡No! -James sonaba frustrado-. Si discutieran, tal vez se arreglarían. En cambio, se tratan de una manera… no sé cómo explicarlo. Amable, diría. Tú sabes, como tu mamá y tu papá, cuando se ríen y él la embroma y todo.

– Sí, mi papá es un gran bromista.

– ¿Ves? Así eran Anna y Karl cuando recién vinimos aquí. ¿Sabes? Se casaron apenas en el verano. Parecían llevarse tan bien y luego yo dije algo y… -Tragó saliva, pensando que daría cualquier cosa por ocultar esa verdad que había revelado cuando, irreflexivamente, le largó a Karl todo lo que sabía-. Creo que yo provoqué todo este enojo entre ellos porque le dije a Karl algo que él no puede olvidar.

– ¿Acerca de Anna?

– No. Por eso no puedo entender este lío. Era acerca de nuestra madre. Ella era… era…

– ¿Qué, James?

– Prostituta -dijo, por fin, esperando que Nedda corriera hacia su familia, horrorizada. En cambio, se quedó junto a él.

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