Una vez levantada una nueva hilera de troncos, Karl se trepaba sobre la pared, bien alto encima de sus cabezas, daba un golpe sonoro y les decía:
– ¡Será una casa magnífica! ¿Se dan cuenta de lo derechos que están los alerces?
Transpirado, con el pelo pegoteado a los lados de la cabeza, los músculos calientes y temblando por el gran esfuerzo de ubicar el leño justo en el sitio correcto, encontraba la gloria en esta tarea honorable.
Debajo de Karl, Anna levantaba los ojos, protegiéndose del resplandor con un brazo, cansada más allá de todo límite que pudiera imaginarse, dispuesta, sin embargo, a ayudar a subir otro tronco, sabiendo que una vez más logrado el esfuerzo, tendría el pecho henchido de satisfacción, esa gloriosa satisfacción que sólo Karl le había enseñado a sentir.
Un día, desde ahí abajo, le gritó a su esposo:
– ¡Esto es algo magnífico, lo admito, pero pienso que se trata de una jaula magnífica!
En realidad, se veía como una jaula. A pesar de que las muescas en la madera eran profundas, había aberturas entre los troncos. Anna sabía muy bien que las cabañas se construían así, pero las bromas de Karl eran contagiosas y habían prendido en ella.
– ¡Yo conozco a un pajarito a quien meteré allí adentro y alimentaré hasta que engorde!
– ¿Como a una gallina para la feria?
– ¡Oh, no! Esta gallina no se vende.
– ¡De cualquier modo, si quieres engordarla dentro de la jaula, tendrás un gran problema ya que te olvidaste de la puerta!
Karl rió con ganas, la cabeza levantada hacia el cielo azul, donde el sol la atrapó con sus rayos.
– Es una gallinita muy inteligente por haber advertido una cosa así, y yo, un sueco muy tonto por haberme olvidado de construir la puerta.
– ¡O las ventanas!
– O las ventanas -reconoció Karl, siguiendo el juego-. Tendrás que mirar afuera por entre los troncos.
– ¿Cómo puedo mirar afuera, si no logro meterme adentro?
– Tendrás que encaramarte en lo alto, supongo.
– ¡Algo muy fácil en una casa sin techo!
– ¿La gallinita quiere probar?
– ¿Probar, qué?
– ¿Probar la jaula?
– ¿Quieres decir entrar?
– Eso, entrar.
– Pero, ¿cómo?
– Sube aquí, mi flacucho polluelo, y te mostraré cómo.
– ¿Subir allí? -Se veía muy alto desde donde Anna estaba.
– Tuve que verte todo el tiempo con esos horribles pantalones; será la primera vez que aprecie sus ventajas. No tendrás dificultad en treparte por las paredes. Ven.
Anna no era de las que se achicaban ante un desafío. ¡Y allí fue! Apoyando una mano arriba de la otra, un pie arriba del otro.
– ¡Ten cuidado! ¡Las gallinas no saben volar!
Subió doce troncos y Karl la agarró de la mano para ayudarla a pasar una pierna por arriba de la pared. Por supuesto, pasó la pierna por detrás en vez de pasarla por delante de su cuerpo y estuvo a punto de voltear a su esposo. Pero Karl se deslizó rápidamente hacia atrás y Anna logró subir a salvo. ¡El mundo se veía magnífico desde esa altura! Podía distinguir las perfectas hileras de vegetales en la huerta. El trigo se extendía como un mar verde y ondulante debajo de ella. ¡Qué anchas parecían las espaldas de Bill y de Belle! No se las imaginaba así. En el techo de la casa, contra la chimenea, había un nido de ardillas. ¡Y el camino que salía del claro era tan angosto y sombreado!
La voz de Karl sonó detrás de Anna:
– Todo esto es nuestro, Anna. Tenemos abundancia, ¿no?
Se inclinó hacia adelante, le rodeó la cintura y la atrajo hacia sus muslos, apretándola con fuerza y haciéndole apoyar la cabeza de costado sobre su hombro. Karl olía a madera fresca, sudor, caballos, cuero y un montón de cosas maravillosas.
Karl le frotó las costillas debajo de los pechos, mientras Anna se estiraba hacia atrás para apoyar la mano en el hombro musculoso.
– Sí, Karl. Ahora entiendo cuando hablas de abundancia. No tiene nada que ver con cantidades, ¿no es cierto?
Como respuesta la sujetó aún más fuerte y murmuró:
– Ven, bajaremos adentro.
Karl giró el cuerpo y se dispuso a bajar.
Descendieron juntos hasta que quedaron dentro de las cuatro paredes nuevas. El sol penetraba por entre las maderas y formaba, en el interior, barras de luz y sombra que se proyectaban en ángulo sobre rostros, hombros y cabelleras.
Era como una catedral verde y fresca con el cielo raso de color celeste. Un lugar acogedor, privado, inundado por la penetrante fragancia limpia y fresca de la madera. La mirada de ambos se dirigió a lo alto. Por arriba de las paredes, una franja de ramas se balanceaba levemente en la brisa del verano. Luego miraron hacia abajo. El viento suspiraba a través de las paredes irregulares, los pájaros perezosos piaban desde los olmos, el arroyo venía canturreando desde el manantial.
Las bandas de sol y sombra lo atravesaban todo: el torso desnudo de Karl, la cara pecosa de Anna, la casa humilde donde pronto habría puerta, ventana, hogar, buhardilla y cama. Anna se apretó contra Karl, quien abrió los brazos y cerró los ojos. Los brazos de la muchacha rodearon el cuerpo rayado por la luz del sol, que se reanimó al sentir ese peso liviano contra sus piernas. Con las bocas juntas, giraron en círculo, sin pensar en lo que hacían pero respondiendo a una necesidad de moverse juntos, muy apretados y armoniosamente.
– ¡Oh, Anna, qué felices seremos aquí! -dijo él por fin, con los labios apoyados contra el pelo de la joven.
– Dime dónde va a estar nuestra cama -dijo Anna.
Karl la condujo a un rincón donde los únicos adornos eran un conjunto de hojas, ramas y pasto.
– Aquí -señaló, imaginándola-. Aquí haré el hueco para la chimenea. Y aquí estará la escalera que conducirá a la buhardilla. Y aquí pondré el aparador. ¿Te gustaría tener un armario en tu cocina, Anna? Lo puedo hacer de arce; ya elegí un buen árbol. Y también pensé en un sillón hamaca; siempre quise tener uno. Con mi azuela puedo modelar un buen asiento y hacer un respaldo con varas flexibles que obtendré del sauce. ¡No te imaginas lo hermoso que será ese sillón!
Anna no pudo evitar sonreírle; compartía su alegría, aunque ella hubiera preferido un fogón de hierro en lugar de un armario y un sillón hamaca. Pero no lo dijo; no quería empañar el entusiasmo de Karl.
– ¿Cuándo empezamos a rellenar? -preguntó Anna.
– Pronto -murmuró él-. Primero hay que traer del bosque la madera para la cumbrera. Ya la tengo elegida.
– ¿Cuándo estará lista, Karl? ¿Cuándo podremos mudarnos?
– ¿Estás ansiosa, pequeña mía?
– Estoy cansada de mentirle a James acerca de todos esos paseos que estuvimos dando últimamente.
La abrazó otra vez contra su pecho, y rió sobre el cuello de la muchacha; con la boca apoyada allí, aspiró y adoró la sal de su transpiración, producto del trabajo. Dejó caer el brazo hasta las caderas de Anna, y la atrajo hacia él. Luego encerró con las manos las posaderas de la joven, aunque no hubo necesidad de presionarla contra su voluntad; las dos voluntades se habían fusionado en una sola. Ella había llegado a amar el contacto de ese cuerpo moldeado contra el suyo, lo buscaba tan ansiosamente como él.
– Si mi Tonka Sqnaw sostiene la mentira, su hermano se dará perfecta cuenta, esta vez, de que no estamos dando ningún paseo en plena luz del día y con la cabaña a medio construir.
– Ya que sabrá la verdad de cualquier modo, esta Tonka Squaw irá y le contará la verdad: que su enorme y ardiente cuñado está ocupándose de la plantación de pepinos.
Las dos carcajadas resonaron por las paredes de la cabaña.
La instalación de la cumbrera fue una ocasión auspiciosa, puesto que fue la primera oportunidad que tuvo James de demostrar su temple como carrero. Era una tarea riesgosa, y Anna pudo observar cómo su hermano echaba, cada tanto, una mirada a lo alto de las paredes; cómo tiraba de la carga, inhalando profundamente y resoplando con exageración, inflando las mejillas y llevando hacia atrás el pelo de la frente.
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