LaVyrle Spencer - Hacerse Querer

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En el siglo pasado, los hombres emprendedores se aventuraban solos en el lejano territorio de Minnesota, en el noroeste de los Estados Unidos. Así se hizo necesaria la costumbre de mandar a pedir esposas sin conocerlas previamente.
Ansiosa por escapar a la humillación de su sórdida existencia en Boston, Anna acepta convertirse en novia por correspondencia de Karl, un adinerado granjero. El esperaba una muchacha de veinticinco años, hábil cocinera, experta ama de casa, dispuesta al trabajo rural y… virgen. Generoso por naturaleza, Karl deberá perdonar a Anna todas sus mentiras. Pero hay un secreto que ella aún le oculta a fin de preservar el amor incipiente…

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– Anna, vayamos afuera… por favor.

Inclinó la cabeza hacia los labios de la muchacha.

– Sí -murmuró ella.

Karl salió de la cama y encontró la ropa en la oscuridad; Anna volvió a ponerse el camisón, temblando, encontró los botones y sintió la mano de Karl que la tiraba fuera de la cama. A causa del ruido, se oyó la voz adormilada de James, que venía del piso:

– Karl, ¿eres tú?

– Sí, somos Anna y yo. Queremos charlar un rato, así que nos vamos a dar una vuelta. Duerme, James.

Aseguraron la puerta, detrás de ellos, y se escaparon descalzos por el pasto húmedo, con las piernas temblando a cada paso. La luz de la Luna se derramó sobre sus cabezas como la crema fresca, mientras caminaban lentamente hacia el granero, sin tocarse. Anna sintió que Karl la tiraba del brazo y levantó los ojos hacia él, con la cara y el pelo iluminados por el resplandor de la Luna, y el borde de los labios enmarcado por las sombras. Karl se detuvo, rodeó los hombros de su esposa con un brazo y la cubrió con la manta que había descolgado del rincón cuando salieron en busca de privacidad. Anna se aferró a su cuello cuando él la levantó del suelo, separando los pies y echándose hacia atrás para conservar el equilibrio. La camisa de Karl colgaba, sin abotonar, entre los dos. La muchacha acarició los músculos de los hombros por dentro de la camisa. Mientras él le besaba el cuello, que se arqueó hacia el oscuro cielo de la noche.

“Haría durar esta primera parte toda la noche, si pudiera” se lamentó. Las curvas y las llanuras del cuerpo de Anna estaban pegadas al suyo, insinuantes, mientras la sostenía.

– Sólo tu contacto, Anna…

Ella borró sus palabras con un beso, las manos jugando a sus espaldas, hasta que él la bajó. Sus pies tocaron el rocío, y luego ambos, tomados de la mano y con la manta flotando entre ellos, corrieron al granero.

Karl la llevaba de la mano en medio de la oscuridad perfumada de heno, mostrándole el camino. Anna oyó el sacudón de la manta, el leve susurro de la tela cuando la extendió sobre el heno. Encontró los botones del camisón, pero las manos de él, ansiosas, detuvieron las suyas, y le tomaron las muñecas, en un apretón imperioso. Sin compasión, le presionó los brazos contra los costados y se ocupó de los botones.

– Éste es mi trabajo -dijo-. Quiero que toda la alegría de esta noche sea mía. -Le bajó la prenda por los hombros, encontró otra vez sus muñecas y las llevó a su estómago-. Bien desde el principio, Anna, como tiene que ser.

Sin palabras, ella hizo lo que le pedía, con manos temblorosas, hasta que quedaron desnudos uno frente al otro.

La sangre se les agolpaba en los oídos. Saborearon ese momento de hesitación antes de que Karl la sujetara por los hombros con sus manos fuertes, la atrajera hacia él y la acostara sobre el heno.

Karl se mostró ágil, avasallador y enardecido al abrazarla y besarla con un ardor que ella no se hubiera imaginado, por todas partes, por todas partes. Los brazos de Anna lo aferraban; sus labios lo buscaban; su cuerpo se arqueaba. Encima de ella, él mantenía el equilibrio, se acomodaba.

– Anna, no quiero lastimarte, pequeña mía.

Jamás hubiera esperado una preocupación tan sensible y sentida.

– Está bien, Karl -dijo, sin pensar ya en dilatar por más tiempo el encuentro final de los cuerpos.

Karl se mantuvo un instante suspendido, dudando, luego se apoyó levemente sobre ella. Sintió las manos de Anna buscar sus caderas y se movió sobre ella con suavidad. Una vez más esperó su señal, con lentitud, demorándose. Anna se movió hacia arriba y fue a su encuentro. Juntos encontraron el ritmo. Ambos pronunciaron sus nombres en medio de la noche oscura, mientras respiraban agitadamente. Sus movimientos se convirtieron en un ballet lleno de gracia, fluidez y armonía sincronizado a la perfección en la coreografía creada por la mano maestra de la naturaleza. Karl oyó el sonido de sus propios quejidos de placer a medida que el clímax se acercaba. Anna dejó escapar un inaudible grito y Karl dejó de moverse, desfalleciente.

– No… no… -exclamó Anna.

Karl retrocedió, asustado. La joven lo atrajo hacia ella.

– ¿Qué sucede, Anna?

– Es bueno… por favor.

Anna le dijo, en un lenguaje viejo como los siglos, que se aflojara, hasta que el tiempo, el tono y el ritmo llegaron a lo más profundo de ella, dándole sentido a su existencia. Y junto con su ir y venir, Karl también se estremeció y se derrumbó, y bajó la cabeza hasta enterrarla, exhausto, en el cuello de Anna.

Ella lo retuvo allí, acariciando, con vehemencia, el pelo húmedo detrás de la nuca, preguntándose si estaría bien llorar, si era algo que le estaba permitido. Pues el pecho estaba a punto de estallarle. Sintió un cosquilleo en la nariz y se le llenaron las glándulas salivales. Luego, horrorizada, estalló en un único sollozo desgarrador que repercutió en el granero y alarmó a Karl.

– ¡Anna! -exclamó, temeroso de haberla dañado, sin querer. Se dejó caer de su lado arrastrando a Anna consigo. Pero ella desvió la cabeza con fuerza y se cubrió los ojos con un brazo- ¿Qué es, Anna? ¿Qué te hice? -Apenado, se apartó y acarició el brazo que ella sostenía sobre los ojos.

– Nada -dijo en un ahogo.

– ¿Por qué lloras entonces?

– No sé… no sé… -Realmente no lo sabía.

– ¿No sabes? -preguntó.

En silencio, sacudió la cabeza, incapaz de desvelar ese misterio ella misma.

– ¿Te lastimé?

– No… no.

Le acarició el pelo con esa mano enorme, sin saber qué hacer.

– Creí que… -Rogó-: Dime, Anna.

– Algo bueno sucedió, Karl. Algo que no esperaba.

– ¿Y eso te hace llorar?

– Soy una tonta.

– No… no, Anna… no digas eso.

– Pensé que no estarías contento conmigo.

– No, Anna, no. ¿Por qué piensas semejante cosa?

Pero no podía explicarle la verdadera razón. Increíblemente, no parecía haberse dado cuenta.

– Soy yo el que pensó que no había obrado bien. Todo el día pensé en eso, y me tenía preocupado. Y ahora sucedió y supimos cómo, Anna. Supimos. ¿No es increíble cómo sucedió? ¿Cómo supimos?

– Sí. Es increíble.

– Tu cuerpo, Anna, cómo estás hecha, cómo nos comunicamos. -La tocó con reverencia-. Es un milagro.

– Oh, Karl, ¿cómo llegaste a ser así? -Lo apretó contra ella casi con desesperación, como si hubiera amenazado con dejarla.

– ¿Cómo soy?

– Eres… no sé… estás tan lleno de asombro ante todo. Las cosas significan tanto para ti… Es como si siempre buscaras el lado bueno de las cosas.

– ¿Acaso no buscas tú el lado bueno, también? ¿No esperabas que esto fuera bueno?

– No como tú, no creo, Karl. Mi vida no tenía mucho de bueno hasta que te encontré. Eres la primera cosa buena y verdadera que me ha ocurrido, excepto James.

– Eso me hace feliz. Me has hecho feliz, Anna. Todo es mucho mejor desde que estás aquí. Pensar que nunca tendré que estar solo otra vez…

Luego exhaló un suspiro, un suspiro profundo de satisfacción, y escondió la cara en el cuello de la joven, una vez más. Se quedaron en silencio por un tiempo para prolongar el goce. Anna tocó el brazo que Karl había apoyado sobre ella, perezosamente, y acarició el vello a pelo y contrapelo. Karl dejó un pie sobre el tobillo de Anna para retenerla. Empezaron a hablar en forma ociosa, desde cualquier lugar donde las bocas se encontraran: el mentón, la nuca, el pecho del otro.

– Creí que moriría antes de acabar el día.

– ¿Tú también, Anna?

– Mmmm. Yo también. ¿Tú también?

– Me preocupaba por las cosas más insólitas.

– Yo no sabía si tenía que mirarte o ignorarte.

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