– Tú también -le devolvió. Luego se puso el dedo en la punta de la lengua sin dejar de mirarlo con sus ojos castaños, antes de volverse con coquetería. Karl abrió los ojos de asombro ante ese gesto.
Los cinco comenzaron el descenso por la pendiente. Anna decía que la yunta nunca se había movido con tanta lentitud; si no se apuraban, se caería muerta sobre los troncos a mitad de camino. Pero Karl le recordó que no debían apurar a los caballos, por precaución. Anna caminaba a paso vivo, delante de Karl, balanceando apenas las caderas en forma provocativa.
– ¿Qué cocinaste para la cena? -le preguntó su esposo, detrás de ella.
Anna arrojó fuego por la mirada, y continuó su marcha mientras lo regañaba:
– No te hagas el gracioso, Karl.
– Creo que es otra persona la que se hace la graciosa aquí. Y si no tiene más cuidado con sus bromas, terminará por ocuparse hoy de la cocina.
Anna se volvió y dio unos saltitos hacia Karl, mientras rogaba con voz suplicante:
– Haría cualquier cosa por una comida decente preparada por otra persona, para variar.
– ¿Cualquier cosa? -preguntó, sugestivamente. Alargó sus pasos para alcanzar a Anna, quien, ignorando su insinuación, siguió marchando a paso vivo hacia la cena-. Ven aquí, Anna -le ordenó en un tono apacible.
– ¿Qué?
– Te dije que vinieras, tienes aserrín en los pantalones.
Anna se volvió para inspeccionarse el trasero como mejor podía mientras continuaba pendiente abajo. Pero Karl se le puso a la par y Anna sintió la mano rozar sus asentaderas, lo que le provocó ligeros escalofríos de anticipación a través del estómago y los pechos. Después de haberla tocado, Karl dejó la mano en la cintura de la muchacha y la atrajo suavemente hacia su cadera. Balanceando él su hacha sobre un hombro, caminaron juntos hacia el claro.
Esa noche se permitieron el lujo de disfrutar de unas sabrosas lonjas de jamón porque fue lo más rápido que a Karl se lo ocurrió. Lo bajó de una de las vigas de la casa del manantial, de donde colgaba como un murciélago. Le mostró a su mujer cómo hacer salsa con el jugo del jamón, leche y harina, con la que acompañaron unas papas hervidas que Anna se las arregló muy bien para pelar; este primer y pequeño éxito doméstico la llenó de orgullo.
Durante la preparación de la cena, Karl le advirtió:
– Se nos está por acabar el pan. Creo que mañana te enseñaré a amasar más.
Desconsolada, se lamentó:
– ¡Oh, no! Si no pude preparar panqueques, seguro que estropearé el pan.
– Tomará tiempo, pero lo aprenderás.
Levantó las manos en un gesto de impotencia.
– Pero hay tanto para recordar, Karl. Todo lo que me enseñas tiene diferentes ingredientes. No me lo puedo aprender todo.
– Date tiempo y podrás.
– Pero te hartarás de que arruine tus valiosos alimentos, cuando tienes que trabajar tanto para conseguirlos.
– Eres muy impaciente contigo misma, Anna. ¿Acaso yo me quejo? -le preguntó, y levantó hacia ella los ojos azules.
– No, Karl, pero sólo deseo poder aprender más rápido para que no tengas que hacerlo todo. Si me salieran las cosas bien desde el principio, me dejarías sola sin pensar que te quemaría la casa junto con la cena. ¡Ay! Todavía no limpié la sartén del desayuno.
– Con un poco de arena es más fácil -le aconsejó Karl.
La arena dio resultado y Anna exhibió con orgullo el recipiente remozado. Pero más tarde, cuando el jamón se veía y se olía tremendamente delicioso, Anna se detuvo en la puerta, sosteniendo contra el estómago el bol de papas peladas.
– ¿Karl?
Karl levantó la mirada y vio que ella jugueteaba distraídamente con un trozo de cascara enrulada, enroscándola alrededor del dedo índice.
– ¿Qué pasa, Anna?
Ella estudió la cascara con atención.
– Si supiera leer, me podrías anotar cosas para que yo pudiera cocinar como corresponde. Quiero decir… -Lo miró, expectante-. Quiero decir que entonces no importaría si la memoria me falla. -Y otra vez bajó los ojos hasta el bol.
– No pasa nada malo con tu memoria, Anna. Con el tiempo, todo te resultará más fácil.
– ¿Pero me enseñarías a leer, Karl? -Los ojos de la muchacha se volvieron hacia él. -Sólo lo necesario para saber los nombres de las cosas, como harina y tocino… y bicarbonato.
Una sonrisa tierna y comprensiva iluminó el rostro de Karl.
– Anna, no te voy a mandar a hacer las maletas porque te hayas olvidado del bicarbonato en los panqueques. Ya tendrías que saberlo, mi pequeña.
– Ya sé. Es sólo que haces todo tan bien y yo no puedo hacer nada sin que me vigiles paso a paso. Quiero hacer las cosas bien para ti.
Lo que más hubiera deseado hacer en ese momento era ir hacia la puerta, arrebatarle el bol con las papas, tomarla en sus brazos y besarla hasta que el jamón se quemara.
– ¿No sabes que para mí es suficiente con que desees hacerlo?
– ¿Sí? -Los grandes y aniñados ojos se abrieron de asombro.
– Claro que sí. -Se sintió gratificado por la sonrisa de Anna.
– ¿Pero me enseñarías a leer de todos modos, Karl?
– Tal vez en el invierno, cuando el tiempo rinde más.
– Para ese entonces, tal vez haya quemado toda tu valiosa harina -dijo con un aire travieso.
– Pero entonces tendremos una nueva cosecha. Se dirigió con el bol hacia la puerta, feliz ahora.
– Anna…
– ¿Qué?
– Guarda las cáscaras. Plantaremos las que tengan brotes y veremos si la temporada es bastante larga como para que nos brinde una segunda cosecha. La necesitaremos.
Se volvió para estudiarlo con atención.
– ¿Hay algo que no sepas, Karl?
– Sí -contestó-. No sé cómo me las arreglaré hasta mañana a la noche.
Esa noche le enseñó a preparar levadura con el agua de las papas y un puñado de frutos de lúpulo desecado. A esto le agregó un jarabe extraño que, según Karl, se extraía de la pulpa de las sandías, una abundante fuente de azúcar. El azúcar que Karl sacaba del arce tenía un sabor demasiado fuerte para el pan. Por eso hervía pulpa de sandía todos los veranos y la conservaba en tarros, cubierta con cera de abejas disuelta.
Dejaron los ingredientes de la levadura sobre el calor de la chimenea, y allí quedarían durante la noche. Los tres saborearon restos del néctar de sandía, un manjar que Anna y James no habían paladeado jamás.
– ¿Puedo servirme más, Karl? -preguntó James.
Karl vació la jarra en la taza del muchacho.
– Está delicioso -confirmó Anna.
– Tengo muchas otras cosas deliciosas para mostrarles. Minnesota tiene placeres interminables para ofrecernos.
– Tenías razón, Karl. Es realmente una tierra de abundancia.
– Pronto las frambuesas silvestres estarán maduras. ¡Eso sí que es un manjar!
– ¿Qué más? -preguntó James.
– Moras silvestres, también. ¿Sabes que cuando la mora está verde es de color rojo?
James quedó confundido por un momento, luego se rió.
– Es una adivinanza al revés: ¿qué es rojo cuando está verde?
– Pero cuando está madura, se vuelve negra como la pupila del ojo de una serpiente de cascabel -dijo Karl.
– ¿Hay serpientes de cascabel aquí? -preguntó Anna, asombrada.
– Hay unas pequeñas. Pero no he visto muchas. Tuve que matar sólo a dos desde que vine aquí. Pero como las serpientes se comen a los fastidiosos roedores en los sembrados, no me gusta matarlas. Pero la de cascabel es una peste, por eso debo hacerlo.
A Anna le dio un escalofrío. No habían ido a bañarse antes de la cena porque estaban muy apurados por comer. Karl sugirió un remojón ahora, pero la mención de las serpientes hizo que Anna se decidiera por la palangana. James también estuvo de acuerdo en que por esa noche saltearía el baño.
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